Una casa con encanto

“… Tuve siete varones y mi pequeña, la que sostuve entre mis brazos toda la noche, su última noche, mientras le crecía una tela blanca al fondo de su garganta diminuta, hasta que se cerró del todo y mi marido me dijo Virginia, ya va a amanecer. Sin embargo, en esta casa me atreví a ser feliz”. Sentada en el borde de la cama, desvelada por el calor, me he quedado mirando la foto que preside la habitación y, por fin, me doy cuenta, a la torpe luz de la luna medio llena, que es diferente de cualquier otra de la casa: es la única en la que aparece una niña pequeña en brazos de la bisabuela de Agustín. La casa está empapelada con sus retratos, los de ella y los del resto de la familia. De repente, Esteban se da la vuelta hasta ocupar casi todo el vacío que yo he dejado en el colchón. Su respiración tiene el compás de este verano tranquilo, seguro. Me levanto y voy a la cocina a beber agua. La puerta de Mónica y Almudena está entreabierta, gracias a una chancla. Al asomarme siento angustia como si las fuese a perder, como si eso fuera posible. Suben, bajan todo el día, gracias a esta bendita casa en medio de un lugar que nunca conocimos hasta ahora. La puerta de Juan Pablo está de par en par, sin miedo a que un portazo pueda despertarlo.

“… Me hice tan vieja, que casi todo el mundo me recuerda con los nudillos fuera de su sitio y la piel cuarteada, por eso tengo tantas fotos por las paredes, por los muebles, porque deseo recordarme y recordarnos que desde el primer día tuve la mirada firme que quise tener. También porque él tuvo el pelo negro y espeso y un bigote que nunca me gustó, pero lo tenía y me gusta recordarlo. Mis hijos han llegado a llamarme abuela cuando me traen a sus hijos y los reconozco a ellos en esas caras tan pequeñas. Y hasta me han traído niñas que son como la mía, pero nadie tiene miedo, solo él y yo”. Sus ojos. Sus ojos se van hundiendo con los años pero la luz en ellos es siempre la misma. Siempre en el centro de todas las imágenes, abrazada desde atrás o desde un lado por un hombre delgado y alto que no sabe estar sin corbata, acostumbrado a lucirla siempre para los demás y que la lleva hasta en los eventos familiares. Como Esteban, que hace tiempo que no se la quita cuando llega a casa, que también la viste los domingos, cuando vamos con los amigos y le da un aire serio, del que yo me reía antes y que ahora me entristece tanto.

“… A veces, tarda en volver, los viajes se prolongan convenciendo a desconocidos que necesitan esto o aquello y no hay dinero para una llamada, las conferencias son caras y no siempre son posibles. Pero, en realidad, es un alivio, si no hay llamadas, sé que estará bien. Me dicen otras mujeres que soy valiente, tanto tiempo aquí sola, pero yo sé que él hay días que juega a enviarse una postal que sabe que llegará después que él y todos nos reímos cuando, casi aún en las manos del cartero, lee lo que él mismo se ha escrito desde otro lugar para recitarlo aquí, delante de nosotros”. Bebo hasta el fondo del vaso y respiro, con ansia, la poca noche que queda. Este verano se acabará en tres días y volveremos a vivir lo que dejamos en nuestra casa, eso que llamábamos nuestra vida. Tengo sueños en los que le veo a él decirme, no podemos seguir así. En esos sueños es octubre, es noviembre, y él está pálido y tiembla, porque ya no importa este verano y ya no sabemos qué hacer.

“… ¿Quién es esta mujer que me mira cuando pasa frente a mí? No conozco sus ojos, pero sí su intensidad. La intensidad del futuro que ha de venir, yo lo viví con miedo, pero lo fui construyendo en el hueco de mi niña, en la presencia de los otros siete, pero ella dónde lo construirá”. Ninguno sabíamos lo que iba a pasar este verano, que, por darles unas vacaciones a los chicos a pesar de todo, terminaríamos aceptando venir a esta casa de nuestro vecino Agustín, el único que nos ayudó a subir los muebles cuando aún éramos solo dos, yo no puedo ir y necesito que se abra la casa de mi bisabuela en el pueblo, no quiero que se estropee por dejarla cerrada, fui feliz allí y quiero volver cuando me jubile, nos dijo, el sitio no tiene encanto ninguno, pero la casa sí, ya veréis. Con un punto de humillación, aceptamos, por no ser desagradecidos y por no llevarnos, una vez más, la contraria el uno al otro, sin prever que un fantasma me miraría a los ojos de día y de noche para enseñarme su vida a lo largo de estas paredes.

“… Rodeada eternamente de mis nietos y hasta un bisnieto que llegué a conocer, docenas de imágenes tomadas en la entrada de mi casa, donde hubo siempre sitio para todos y para quienes fueron llegando con ellos, el lugar al que todos querían volver aunque yo los pusiese delante de sus verdades, las que otros no les querían decir”. Me gustaría poder mirar a Esteban como aquí y ahora, en medio de la noche, su cara iluminada, como hace tantos años, antes de Mónica, de Almudena, de Juan Pablo, cuando sabíamos estar juntos. Y ahora que niños desconocidos vienen a buscar a nuestros hijos todas las mañanas, Esteban y yo nos quedamos solos, juntos, arropados por esta presencia benéfica. Al menos, aún nos quedan tres días.

Las fotos, una tras otra, me llevan de vuelta hasta la habitación. Quiero dormir un poco más. Me tumbo a su lado, sin tocarlo, pero tan cerca que diría que oigo su corazón. Quisiera despertarlo y decirle Esteban, ya va a amanecer. Y que bastase con eso para borrar el otoño que ha de venir… Gracias, al menos, por este último verano, seas quien seas. “Me llamo Virginia. ¿Quién eres tú?”.

Este cuento se publicó en el número de agosto de 2021 del periódico «Salamanca al Día». Enlace al pdf del periódico (el cuento está en la página 16): https://salamancartvaldia.es/adjuntos/fichero_1218757_20210802.pdf#_blank 

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