Hoy recordé que solía llorar silenciosamente a tu lado mientras dormías, después de haber tenido una pelea descomunal, en la que tú siempre orgulloso nunca dabas tu brazo a torcer, y en la que yo siempre sensible nunca reconocía que tal vez exageraba un poco. Se me hizo tan raro rememorar aquél detalle, puesto que desde que no te tengo solo me la he pasado pensando en todas la cosas buenas, en todos esos pequeños detalles que en el día a día no lograba ver.

Centrada en mi negatividad, olvidé concentrarme en ser feliz. Bien sabía que la vida se hace sólo de momentos, sólo necesitaba poner mi atención en los buenos que a diario compartíamos. Suponía que tú cometías los mismos errores que yo, porque en cada discusión sacabas a colación mi amargura y mi mal humor. Te encargabas de resaltar mis errores como algo común, como mi estado natural. Aun cuando en nuestro principio prometimos no decir las palabras “nunca” y “siempre”, después de varios años habíamos olvidado esa promesa y entonces decías las cosas que sabías que más podían herirme, enfatizándolas con un siempre o un nunca. Aunque no fueran ciertas, aunque no volvieras a repetirlas en la tranquilidad, aunque no volvieras a sentirlas, llegué a convencerme que de verdad las creías y llegaron a lastimarme tanto que el rencor empañaba lo demás. Ahora me doy cuenta de todo lo que querías decir, todo lo que querías que yo entendiera, querías que reaccionara de forma opuesta, con un orgullo parecido al tuyo, para demostrarte todo lo equivocado que estabas. No supe leerte, no supe entenderte, tampoco supe darme a entender. Mi sensibilidad no se llevó bien con tu pragmatismo.

¿Qué es lo que en realidad querías decirme? ¿Qué podría cambiar hoy lo que hice mal ayer? ¿Qué dejaría de hacer? ¿Qué haría diferente?

¿Por qué son las preguntas, no las respuestas, las que llegan demasiado tarde? Enfrascados en la rutina olvidamos preguntarnos por qué sentimos, por qué decimos y por qué hacemos. Nos limitamos a actuar como autómatas que reaccionan a instintos primarios y olvidamos analizar nuestros sentimientos y pensamientos, nos concentramos en las cosas fáciles que nos distraen y producen una engañosa sensación de bienestar.

Si pudiera regresar al ayer ya no te diría “te amo” como solía hacerlo al principio y poco a poco lo fui dejando. No te diría “te amo” a diario por las mañanas antes de ir al trabajo. No, eso no. Porque hasta un te amo, con la rutina, pierde todo sentido. En su lugar, te miraría con una sonrisa sincera, te miraría con esa mirada que de novios te ponía nervioso. Te abrazaría, no me decepcionaría, te perdonaría, borraría el rencor y el fastidio de mi rostro. Dejaría de buscarle motivos ocultos y oscuros a todos tus deseos y acciones. Me esforzaría por estar ahí, presente. Dejaría la ausencia para mañana y te viviría hoy.

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