El vacío que dejas

El vacío que dejas

Anónimo

19/07/2021

Sus lunares se encontraban dispersos a modo de celaje por la superficie de su rostro, asimétricos como el burbujeo de una cerveza, robaba las miradas y se sonrojaba al sentirse desnuda por las risitas ahogadas que desprendía la gente. Solía llevar un pañuelo para tapar la mitad de su rostro, lo que irónicamente realzaba las pecas que le caían por la parte superior de los pómulos, se organizaba el cabello de tal forma que se sintiera protegida y lanzaba una mirada furiosa cuando se sentía estudiada.

Caminaba con lentitud e intentaba detallar todo lo que observaba, desde las aceras de adoquín hasta las manifestaciones naturales, disfrutaba la soledad y cuando tenía oportunidad, escapaba del encierro buscando la compañía de un árbol. Le encantaba leer, pero odiaba la poesía, sentía que era pretencioso subordinar la racionalidad en meras expresiones emotivas, así que solo leía literatura. Llegada la noche, salía al balcón y dejaba que la oscuridad la poseyera, a veces lloraba de risa al pronunciar hermosas canciones que le habían dedicado, otras sin embargo, se sentaba en las baldosas y se consagraba a pensar.

Cuando estaba acompañada mostraba una suerte de desgarramiento que le impedía comunicarse libremente, el corazón se le aceleraba y las manos se le colocaban pálidas de lo frías que estaban, por lo que enunciando excusas sin sentido, dejaba a sus compañeros y regresaba a sí misma. Con el paso del tiempo, la soledad se convirtió en una pesada culpa que surgía al negar la importancia de ese otro que se le mostraba de forma inevitable, bastaba con salir a la calle para notar lo infiernizante que era la mirada de la alteridad en donde prejuicios, valores e ideales, pretendían señalar las desvestidas almas de individuos desconocidos.

Al explicar este fenómeno sentía el rechazo de sus compañeros al no comprender lo que decía. No podía hacerse entender y esto la incomodaba enormemente, pues en sus momentos de soledad se dedicaba a pensar cosas que ante sus ojos eran interesantes, pero a la hora de exponer sus ideas, se topaba con una gran pared. Le frustraba no tener una buena oratoria y no ser concisa con lo que hablaba, se enredaba en sus propias palabras y después de enfurecer pedía disculpas y guardaba silencio.

Con el tiempo, aceptó que era una situación particular que no afectaba a todo el mundo y poco a poco fue distanciándose para evitar ser la persona extraña que todos escuchan por compromiso, la persona cuyas palabras suelen incomodar y que nadie es capaz de cuestionar por miedo a una reacción violenta, ya que ante muchos manifestaba su desagrado y no temía exponer sus pensamientos, pues adjudicaba la sinceridad como un valor fundamental para el desarrollo personal de cualquier ser humano, aunque como es de esperarse, los malos comentarios recorrían los pasillos al describirla como una joven mal educada y vulgar, cuyos padres no enseñaron los modales más esenciales. No obstante, nunca insultaba a nadie y veía como un despropósito fingir alegría al saludar personas que no le simpatizaban. Supongo que prefería ser una mal educada a una hipócrita.

En lo profundo de su malestar se encontraba una coraza filosófica que la protegía de los sesgos populares de gente sin cultura, pero al mismo tiempo reconocía que establecer dicha distinción era tan mediocre y falaz, como pretender juzgar las acciones desde un criterio a priori, pre existente a la situación misma. Cada vez que pensaba algo lo evaluaba con detenimiento y discutía consigo para concluir si era válida su reflexión o si por el contrario, debía replantear ciertas premisas. Curiosamente descubrió que estaba llena de contradicciones, pero esto lejos de indisponerla, la motivaba a leer y a esforzarse más para aprender lo que llegó a ignorar.

Cuando me comentaba su displicencia y su desarraigo por los vínculos emocionales, sentí que era muy joven para repudiar tan racionalmente a sus semejantes, no sabía si admirarla por tener un ojo médico para reconocer problemas sociológicos o compadecerla por dramatizar situaciones complejas en lo que resumía bajo un “malestar”. Al conocernos me impactó los saberes que tenía, con 40 años jamás había tenido conversaciones tan ricas a nivel intelectual con alguien tan joven como ella. Filosofía, historia, música y arte, solían ser los temas que robaban nuestra atención, conocía de todo un poco y sería un mentiroso si negara que en algún momento me interesé en ella. Ahora que lo pienso lejos de sentir una atracción sexual, sentía un interés que me empujaba hacia ella, esas conversaciones profundas en compañía de un tinto en los pasillos solitarios de la universidad, han sido de las experiencias más satisfactorias y hermosas que he tenido. 

Me entristece desconocer que fue de su vida, por motivos personales me vi obligado a postergar mi carrera y desde que regresé no volví a verla. Al principio, lleno de esperanza, me repetía que la encontraría por casualidad en una clase o en un evento, sin embargo, las semanas pasaron y ahora lejos de la ingenuidad, admito que dejó un gran vacío.

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