RECUERDO INFANTIL DEL 68

NADA COMO PERIQUEAR CON LOS
VECINOS ENCARAMADOS EN UNA PEQUEÑA BARDA Y ATRAGANTARNOS DE GRANADAS RECIÉN
ARRANCADAS DEL ÁRBOL.

Ya se había vuelto toda una tradición que
Ludovika Hermenegilda, mi hermana, y yo nos encaramáramos a una vieja
escalerita de madera recargada sobre la bardita divisoria de la casa para
platicar con otro par de niños, unos gringuitos que solían estar con nuestros
por aquellos lejanos tiempos vecinos nuestros durante sus vacaciones escolares.
Un buen día, mientras nos atragantábamos con unas hermosas, rojas y frescas
granadas que recién acabábamos de arrancar de nuestro árbol y charlábamos,
según recuerdo, sobre las carreras de camionetas en los EE.UU cuando de pronto
Friedrik señaló con el dedo índice hacia la contraesquina, una enorme y pesada
nube de humo muy negro salía, según podía yo intuír, de la glorietita de
Salvador Díaz Mirón y San Jacinto, justo enfrente de la Escuela de Medicina del
Instituto Politécnico Nacional (I.P.N.)
la la entonces Cruz Verde, Rubén Leñero.

POR SUERTE LA CURIOSODAD NO MATÓ
A LOS GATOS.

Bajamos de aquella escalerita lo
más rápido que pudimos, tanto que casi nos la echamos encima por las carreras y
tan pronto como estuve frente a mi madre le informé de lo que habíamos visto.
¡Bien! Pues hete aquí que salí tomado de suma no a la esquina de Garambullo y
Díaz Mirón, observábamos asombrados a un camión amarillo de pasajeros, de los
conocidos como “vitrinas” volteado con las llantas hacia el cielo y ardiendo en
llamas, no se veía alma alguna en los alrededores y en eso estábamos cuando
llegaron dos camiones de granaderos y otros dos de soldados. Los de azul
brincaron primero de sus unidades y sin miramiento alguno sacaron sus
ametralladoras y abrieron sendas y estruendosas ráfagas hacia arriba (como si
eso evitara que una, o varias balas perdidas pudieran matar a algún o algunos
inocentes). Para qué les digo, mis
cuatro apreciables lectores, que mi madre y yo salimos despavoridos hacia la
casa, por fortuna mi abuelito Dominique se encontraba sumergido en su
acostumbrada siesta vespertina y mi mamá ya no lo dejó ir al Casino Español a
jugar dominó con su hermano Lorenzo y algunos amigos más. No le resultó nada
fácil retenerlo en casa, mas lo consiguió.

LA LLAMADA.

Mi madre y abuelito estaban
enfrascados en tratar, absolutamente en vano, de sintonizar en el viejo
radiecito de bulbos, que, dicho seas de paso era una belleza y maravilla,
alguna noticia sobre lo que estaba ocurriendo cuando llegó la llamada de la
Sra. Gonzáles, mamá de su sempieterna amiga de la infancia, Carmen, mejor
conocida como “Beba” y por mi como “Brujita” ya me originalmente me había
enseñado a decirle “pirujita”, cosa que
me duró muy poco tras una buena reprimenda y un par de nalgadas. Rafael su
hijo, “El Gato”, estaba acorralado en el Poli y quería que mis padres fueran a
rescatarlo, cosa que no duraron ni un segundo en hacer. El problema es que eso
fue por ahí del medio día y ellos no regresaron sino ya pasadas las dos de la
madrugada.

ANGUSTIA, MIEDO Y ANSIEDAD
ETERNIZADOS.

El escándalo afuera era tremendo
y aterrados, ráfagas de balazos, tiros aislados, gritos, insultos, llantos,
oscuridad absoluta pues los estudiantes habían jalado los cables de luz y
teléfono con unas largas garruchas de madera que tenían un gancho de fierro en
la punta para poder jalar los cables. Yo contaba ocho años de edad y mi
abuelito 80, ninguno sabía qué hacer. Por fin atiné a subir a las recámaras,
tirar los colchones al piso entre las camas y acostar ahí a mis hermanos para
protegerlos de una posible bala perdida o de algún otro tipo de proyectil. Un
viejo y hermoso reloj de péndulo daba cuenta de cada segundo, minuto y hora. Mi
dulce abuelito y yo temíamos lo peor, yo luchaba por alejarlo de las ventanas y
el teléfono explicándole que no servía porque nos habían hecho el enorme favor
de arrancar todos los cables.

POR FIN APARECIERON.

La tranquilidad llegó a ese
brutal Infierno cuando por fin aparecieron, eso sí, seguidos de casi una docena
de jóvenes, “El Gato”, a los cuales escondieron en casa durante algo así como
dos semanas, ignoro con qué carambas nos dieron de comer a todos pues mis
padres estaban más pobres que una rata y además salir a comprar alimentos era
una proeza altamente riesgosa, sobre todo teniendo en cuenta que mis papás eran
muy jóvenes y por tanto eran la presa preferida de los granaderos y militares.

Esos son los vagos recuerdos que aún conservo de aquella amarga noche del 68.

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