Camino despacio porque no tengo ganas de ir. No tengo ganas de hablar con él. No me apetece saber qué me va a preguntar. Espero a que el semáforo se ponga verde, es la tercera vez que se pone rojo y no me atrevo a cruzar. ¿Pero de qué sirve ahora encontrarnos para hablar…? Miro de nuevo el reloj, qué mala hora, la entrada al hospital está llena de gente. Parientes preocupados, enfermos esperando a ser llamados. Una pareja de ancianos cogidos del brazo caminan al mismo ritmo, lento. Tan lento que relaja observarlos. La sirena de una ambulancia me saca del trance. Allá voy, cruzo el paso cuando ya parpadeaba el peatón del semáforo y un coche me pita alterado antes de saltar a la acera dándole un grito:

—¡¿Qué no ves que estoy cruzando?!

—¡Pues mira el semáforo, loca!

¡Será capullo! Voy a calmarme, no voy a salir bien parada de esta visita. Así es que lo mejor es que pare a pensar. Cuando mi padre faltó, yo no quería quedarme sin nada, bueno yo quería quedármelo todo. Era el único modo de salir de mis deudas. Mi hermana María hacía años no quería saber nada de la familia, se fue al extranjero, formó una familia y de nosotros no saben nada mis sobrinos, bueno para qué llamarlos así, ni me conocen. Mi madre estaba casi ciega, y el dinero que mi padre tenía en el banco no era suyo, bueno sí, le tocó en la lotería, pero no era el dinero de su jubilación, ¡vaya que no le he robado el sudor de su vida laboral! ¿Qué querrá? ¿Hacerme sentir culpable ahora? Si a él le hubiera interesado la vida de su madre en lugar de su dinero me habría encontrado antes y no ahora que está en el hospital, vete tú a saber porqué dolencia…

En la entrada me veo reflejada en la puerta de cristal. Mi pelo teñido negro, con la raya de canas, desgreñado y mal recogido en una trenza que me toca el codo de larga; la mascarilla y las gafas de sol…pues sí, parezco una loca. La misma loca de toda la vida. Que no puedo pasarme la vida de curandera, eso me decía José. Pero, ¿y él, qué? De bar en bar buscando una clienta adinerada a quien engatusar sirviéndole copas. Somos iguales, lo único que sabemos hacer es engañar a la gente y sacar provecho de ellas. Ni a nuestra sangre nos duele engañar… 
Pregunto por mi hermano en recepción, José Martínez López. Me indican la habitación 130; miro el reloj. ¡Vaya! La misma hora que vivimos: 13:30h. Mira que me gusta poco que me molesten en la hora de comer. Qué mala hora para hacer visitas. Primera planta, subo por la escalera, ¡eso de compartir ascensor con gente potencialmente contagiosa me da un asco…!

Primer piso. Se me ha hecho largo y pesado subir, peso demasiado y no estoy acostumbrada a subir escaleras, ¡y menos con mascarilla!. Puerta 130. Está medio abierta. Me seco el sudor de la cara retirándome la mascarilla y las gafas antes de entrar. No oigo nadie hablar dentro. Toco despacio, no responden. Entro. 

— Rosa, ¿eres tú?

— Eh…sí, soy yo José.

— Tenía esperanza en que vinieras.

— Yo no las tenía todas conmigo, dime, ¿Qué te pasa? ¿Por qué estás aquí?

— Eso no es lo importante. Que estés tú aquí sí es lo que me interesa.

— ¿Qué quieres decir?

— No te hagas la ignorante ahora. Sabes que me debes mi parte.

— Me voy, no he venido a hablar de eso.

— ¡No! Espera, por favor. — José cambió el tono. Parecía apenado.— Estoy enfermo.

— Llevas toda la vida buscando una enfermedad que te arrebate la vida, aquí la tienes. ¿Qué te pesa ahora?—Le pregunto indignada.

— Yo, no tengo dinero, ni casa que dejarles a mis hijos.

— Ni yo, ¿Qué esperas de mi?

— ¡Tú te llevaste a mi madre y el dinero de nuestro padre! Te pido que me des mi parte de todo aquello. Por favor, te lo ruego. Si queda algo de corazón ahí dentro. Mírame, soy tu hermano. Sólo te pido algo de dignidad que dejarles a mis hijos, ¡que no saben nada de lo que he hecho estos años!.

— ¿Todavía les ocultas los robos?

— No puedo decírselo, están estudiando, formándose para ser algo mejor que yo. ¡Ni se imaginan de dónde saco el dinero de sus estudios! — Dijo casi contento.

— Hermano. Sabes que soy una mísera curandera, ¿verdad? No tengo el dinero.

— No puede ser verdad, ¿te lo has gastado todo? Pero si pareces una pordiosera, ni siquiera llevas la ropa limpia para venir al hospital. No puede ser, me estás engañando.

— Y si es así, ¿qué más da hermano?. — Le cogí la mano, le miré a los ojos— Nuestra sangre no es más que el agua que alimenta a la mala hierba, ni siquiera nos hace falta tener mucha para sobrevivir. Que Dios te ampare.

Intenté soltarle la mano, pero él agarró fuerte la mía. Me hacía daño. Sus ojos sombríos desprendían rabia. Creo que nunca nos habíamos mirado así el uno al otro. Pero ya no había ningún vínculo entre nosotros. Somos dos desconocidos. Dos malas personas. Dos amantes del dinero. Dos personas que llegaron a este mundo sin rumbo definido. Cada uno pensaba que quedaría mejor que el otro. Pero él se equivocó.

— Suéltame, me haces daño.— le dije.

— ¡Zorra! Lárgate de aquí.

Una maquinita empezó a pitar. Sus ojos brillaban con el manto de lágrimas que se le agolpaba en sus órbitas. Quisiera que me diera pena. Pero no siento nada. Demasiados años sin sentir. Salgo de allí sin que me viera la enfermera. Bajo por la escalera de nuevo. Antes de salir del hospital, un suspiro me invade. Me detengo en la puerta. Vuelvo a ver mi reflejo. No soy más que una loca.

 

Etiquetas: relatos cortos

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