Recuerdos de Jardín

Recuerdos de Jardín

Dasein

15/05/2021

M

Me encuentro sentado en esta sala silente y vacía. El piso de parquet me hace recordar la infancia, el vidrio de la mampara que me permite contemplar el jardín también. Una mesa ordenada, las paredes limpias, los cuadros y el reloj a la hora. La casa se ha convertido desde algún tiempo en un portal, un agujero de gusano hacia otro tiempo; cada cosa en ella me conduce a momentos que había sepultado en la memoria; y he resuelto con desesperación pero aún inmóvil en la silla, que he caído en lo mismo. He traicionado mi niñez.

Nuestras manos unidas haciendo un círculo en el jardín, la sonrisa de Natalia sobre mi rostro, acompañada por los gritos de nuestros amigos debido a la fuerza centrífuga del giro. Mis rodillas raspadas por el pasto al caer. «La ronda», ese juego que debía ser solo eso: La primera vez que se tiene la oportunidad de sujetar la mano de una niña. Aquella tarde multicolor y ese grupo de amigos abandonándose al destino, me sumerge en la naturaleza efímera de la felicidad y la pureza; en todos esos recuerdos que hasta ahora siguen botados en el jardín.

Natalia era una combinación de emociones que se resumen en silencio: era el silencio en la suavidad de una pintura a acuarela, el motivo por el que se pintan a temprana edad una, o dos, o más. Su padre a cambio era la síntesis del ruido, la razón por la que se replica; era tan geométrico como un Picasso y los laberintos que edifiqué para no llegar a ser algo parecido. Él había trajinado desde el primer aliento, una vida dura y llena de secretos, que pensó poder descifrar mientras crecía, y acaso solucionar en la soledad del mal humor intencional, o detrás de las sólidas cortinas del trabajo; dos de las mejores excusas para refugiarse con uno mismo. Ella era la consecuencia luego de esa tormenta fuerte y ausente. La calma que cura. Una calma como un volcán de sueños, como algo que va a volver a suceder. Pasiva y latente como un corazón reposando en los seguros segundos de una larga noche.

Los dos hemos crecido pensando en el mañana, en subsanar los días, en coser las tardes, en resanar las heridas, no sólo con nuevas alegrías y pedazos de retórica, sino con olvido selectivo. Pero nadie lo logra, no es un secreto: El infierno está hecho de buenas intenciones, que se ejecutan solo un poco demasiado tarde. Por eso los buenos deseos deben morir rápido y convertirse en realidad, de lo contrario, se consumen con el olvido y la procrastinación, formando una masa acuosa y gris que alberga moléculas de rencor y de nostalgia. Se vuelven tiempo después, orugas eternas que se arrastran sin dirección, como un punto ciego que palpita a diario en nuestras mentes. Siempre esperando un milagro que tal vez podría no llegar. No hay nada peor que un recuerdo feliz derramado en una promesa agujereada. Es como beber agua en un sueño. Como escuchar una buena broma en el sepelio de un ser querido. Como no terminar de sembrar una casa, como no acabar de construir un árbol.

Ese evento de una agonizante infancia o una temprana adolescencia, en el jardín, parece ser la clave de algo. Se ha vuelto como una parábola que a cualquier edad enseña siempre lo mismo, pero en distinta profundidad. U otro laberinto con más de un camino hacia la salida, un manojo de llaves que debí llevar conmigo para abrir las puertas en él y que el destino me entregó en ese instante. Y aunque piense en miles de ocasiones qué final fue el mejor, solo uno me convoca a ataques de ansiedad y largas noches de introspección; por lo común, en cada visita al médico. Yo caí aquella tarde y precipité a todos al grass. De vez en cuando me pregunto: “¿Por qué caí?”. Luego de hacerlo Natalia chocó con Said y terminó recostada sobre él. Said no olvidaría ese momento jamás y ello tallaría surcos en mi mente. No lo culpo de ninguna manera, jamás lo he hecho.

Fue ese nuestro último juego de niños, los siguientes días sin preverlo empezamos a encajar en la adolescencia. Es raro que piense en todo esto a solo unas horas de ir a firmar mi separación con Natalia; o quizás, no es extraño estar recordando otra transición. En aquel momento no éramos niños ni adolescentes; separarme de Natalia parece ser el inicio de una nueva ronda, en esta no somos ni jóvenes ni demasiado adultos, además presiento que luego de soltarnos, otros se tomarán de la mano y se aferrarán con fuerza de nuevo; con seguridad apretarán también temblorosos los corazones. Los rostros que nos alejan todavía no son claros, pero nuestras continuas ausencias ya casi han perfeccionado las siluetas.

El jardín parece ser solo réplica involuntaria de aquel espacio con el pasto maltratado por nuestros pies incansables, y que quizás siga existiendo a solo unos kilómetros de aquí. Aún así, este pequeño campo no tarda en evocar el alegre ruido, las casas alrededor, los colores de hace tanto, como una película vieja se dibuja etérea aquella repetición, y de pronto solo yo parezco ser alguien distinto; un fantasma detrás del vidrio observando uno de los ejes de mi existencia.


A

_ ¿Te acuerdas de Manuel? Se escapó de su casa y se ha enrolado en el ejército.

_¿Quién es Manuel?

_El hno. Mayor de Said. El que anda callado y viste un casaca negra.

_ Esa descripción es de como una decena de personas que veo pasar a diario, Natalia.

_ Manuel… «El metalero».

_Ah… El loco Manuel.

Es mi error el no recordar, pienso que ahora es por la edad. Las distracciones invisibles me han quitado la precisión mental de épocas anteriores. A penas tengo uno que otro flashback de la infancia y adolescencia en los que me cuelo gracias a objetos que relaciono. No saludo a nadie, pero más de una vez me han observado como reclamando un saludo, como en el concierto de Inyectores al que decidí ir hace un año; un día de semana, sin más compañía y luego del trabajo:

Pasados varios segundos la mujer de cabello azul y casaca negra decidió aproximarse y decir a cierta distancia:

_ Hola ¿Eres el que tenía una banda tipo «The Offspring»?

_ Disculpa. No te escucho bien -La oía pero era la opción para que desista o se muestre por completo.

_ Que si tocabas con Carlos mi amigo. En una banda tipo Offspring. Los escuché en un concierto en Surco. En una piscina vacía ¿Recuerdas?

_ Sí, claro. Pero pensé que teníamos un sonido propio. Ya sabes.

_No te escucho bien… pero sí sonaban muy “The Offspring”. Salvo una canción; esa de la mujer sobre la cama…

Tengo una debilidad: La nostalgia. Como la época en la que tenía una banda en la adolescencia. Puedo charlar horas de mí y de mis sueños rotos. Es terrible y autocompasivo. Era un tiempo en el que era grandioso componer juntos y lo disfrutamos mucho. Fue una de las mejores cosas que hice antes de abandonar esa etapa, ese pensamiento es siempre otro bucle interminable.

…Éramos cuatro. Ya no hablo con ninguno de ellos. Me culpan por irme de viaje por unos años a Colombia y abandonar el proyecto. También sin decirlo me reclaman no haber continuado cantando o tomando clases. Mi voz ya no es mi voz. Soy una nota perdida entre las cuerdas de sus guitarras. Confiaron demasiado en mí. Vieron algo dentro, a lo que estaba tan acostumbrado, que no lo creí trascendente. Pero ese «algo» siempre me ha llevado a buscar respuestas lejos, a veces física, y otras espiritualmente. Así suene tonto, me gusta la sensación de dejarlo todo. Sin embargo, no hay lugar más inaccesible que una canción que ya no puedes cantar, porque te cambió la voz.

Los viajes por la autopista cuando niño eran sensacionales, aunque en aquella edad la memoria se expande y un pequeño jardín logra ser un campo, una simple caja es un avión y una autopista de la ciudad una carretera. El sonido de la radio se mezclaba con los gritos de mi padre y mi madre. Quizás por ello mi música favorita tiene ruidos agradables. De cualquier manera, la ventana abierta y el aire entrando con fuerza eran suficientes para poder desviar mi atención hacia cualquier otra cosa. Dicen que el cerebro de los hombres no puede realizar muchas tareas al mismo tiempo, a diferencia del de las mujeres. Así que es un hecho que no obtendré claridad sobre lo que se trató la discusión aquella vez. Solo sé que luego de eso volvimos a vivir en casa de los abuelos, en donde habíamos pasado nuestros primeros años, eso debido a que nuestros padres tenían una empresa a la que le dedicaban todo el día. Después de la discusión Papá no regresó con nosotros. Quisiera contraer los pensamientos considerando que se han sobredimensionado al igual que los bosques de jardín y los aviones de cartón, para ser algo que en realidad no son y solamente parecen, pero entiendo que si no lo logro, es porque los eventos fueron aún mayores que cómo los recuerdo.

No sé por qué le conté todo eso a Indira. La acababa de conocer. No sé si puso atención a mi narración rampante y nebulosa, quizás estaba esperando algo que ella no me podía dar, ni yo tomar. Terminó su trago y me sorprendió oírla decir:

_ Vámonos a otro lado.

_ Lo siento, pero estoy casado.

_ No me refiero a eso. Vámonos, no sé… a la playa. Estás como para ir a la playa -Sonreí o reí un poco.

_ ¿A aventar piedras al mar?

_No. Más bien gritos. A recuperar tu maldita voz.


M

La tarde de niños girando en el jardín, alguien aumentó la velocidad de la ronda. Alguien decidió inyectarle emoción al momento. Tarde aprendí que era una de las motivaciones del juego: Resistir.

No sé si fue Augusto, que era el más fregado, o Andrea, las más alocada e hiperactiva, quien hizo que cayéramos o nos empujó, pero siempre los traté con recelo por aquello; las consecuencias parecían justificarlo. Meses después mi hermano y yo jugábamos al fútbol con Augusto en el parque rodeado de casas, aquel gandul pateó tan fuerte el balón que alcanzó una ventana detrás de mí y la rompió con un inmortal estruendo. Ahora recuerdo el sonido de cada fragmento de vidrio cayendo; la cara de Augusto intentando huir y mirándonos para saber si lo seguíamos. Lo habíamos hecho antes con los demás chicos, era como un pacto de lealtad, nadie resulta culpable sin testigos. Escucho mi voz ordenándole a mi hermano que empezaba a correr, quedarse quieto. Augusto mirándolo mientras el señor más gruñón y nocivo del barrio abría la puerta. Augusto pregunta nervioso luego de ver la pasividad que lo atonta más: ¿Qué hacemos?

Mi respuesta me perturba entonces:

_ Tendrás que pagarla – Mi hermano me observa, mide mi enojo y luego repite lo mismo.

Me tomo la cabeza, la silla tiembla un poco en medio de la sala. Las sillas de diseñador son hermosas pero inestables. Casi todo lo hermoso es inestable. Como el vacío en el que estoy, el silencio lineal de la casa es incómodo porque está contenido, como el que se percibe antes de la onda expansiva de una explosión nuclear, o luego de la última frase hiriente que eyectas hacia alguien que amas, llevado por la ira o la impotencia de algo que no logras comprender. Lo cierto es que las casas tienen ganas de gritos, pero gritos de niños jugando, también de reconciliaciones de adultos que sobrepujan su orgullo, de festejos, de cumpleaños, de lágrimas de tristeza y felicidad, de inevitable pérdida y del resurgimiento constante de la vida. El piso no debe estar limpio y resbaloso, el suelo jamás debe sacrificar seguridad por belleza. Incluso los hogares anhelan ladridos de animales apestosos y terapéuticos. Una casa no debe estar en silencio jamás, una mesa siempre llena por las noches, una pared nunca demasiado limpia y con un cuadro hecho por alguien conocido; como el que veo ahora al levantar la cabeza.

Andrés mi hermano pintaba tan bien; él realmente pudo ser alguien, me refiero a alguien que todos deberían conocer. A veces sueño con eso. Quizás tenga algo de tiempo luego de ir al notario y ver a Natalia por última vez, probablemente pueda llegar a visitarlo después de todo eso, tengo tiempo hasta las 8pm. El hospital no está lejos…


A

La Medicina y la Arquitectura tienen algo en común además del escrutinio en la creación de la humanidad y sus miles de tabernáculos. Una casa prefabricada a bajo costo puede salvar tantas vidas como los descartes de neumonía gratuitos hechos a temprana edad. Fue en medio de todo eso que nos descubrimos, se encontraron aquella vez nuestras intenciones más profundas. Acaso los humanos somos solo eso, lo que se halla entre la intención y la culminación de una acción. Todo lo demás nos es ajeno. Y allí la encontré, en ese punto intermedio que se volvió el cimiento de una amistad crisálida, todo en la vida es una ronda, una mutación, un ciclo en el que escoges quienes nuevamente te acompañarán. A veces no lo sabes y solo terminas cerca a quienes tuvieron la otra parte de una decisión siamés. A veces se comparte la misma nota con alguien y otras toda la canción. Los momentos más hermosos de un ser humano son en realidad epifanías que alguien te susurra. Lo digo porque mi asistencia a ese tipo de actividades había pasado de ser total a casi ocasional; no obstante, ese día muy temprano, algo me ánimo casi a gritos para asistir. La adolescencia me estaba convirtiendo en un patán, en alguien común; pero sabía que apoyar en programas sociales que techaban hogares o sembraban árboles, le había dado cierto equilibrio a mi vida. Había sido eso un viaje hacia la niñez. Hay dos formas de recordar, y sólo una te permite volver a sentir a totalidad.

Mamá nos llevó varias veces a reforestar un verde campo en Huachipa, lleno de piedras y de vegetación. Nos hablaba de las cosas de la vida, de lo que pasaba en otros países y con otros niños, de las guerras; de que la infancia está llena de posibles salvadores del mundo que van apagando su llama sin saberlo; finalmente de la utilidad de la música y la pintura para encontrar paz y enfocarse en lo importante, para exteriorizar y contemplar un poco el alma, de las muchas maneras de darle forma a la soledad hasta casi poder tocarla, repararla y luego dejarla ir. Solía decir que toda persona debería al menos aprender a tocar un instrumento musical en vida. Ella podía hacer muchas cosas al mismo tiempo, ser dos personas a falta de una, reír llorando, cantar en silencio; hacer de los juegos entre dos, un divertido concurso entre más. También en esas largas visitas nos daba hojas para realizar dibujos que finalmente dejaríamos al lado de lo árboles. Haciendo eso le fue posible sembrar un hogar al ir construyendo y regando un par de cerezos, y la amamos por hacer eso y siempre se lo hemos dicho; cada uno a nuestra manera. Por desbloquear nuestras mentes y alejarnos de la oscuridad.

_ ¿Hola? ¿Qué estás haciendo? – Al voltear a ver quién era, perdí estabilidad y caí en el enlodado jardín. Ese jardín, otro jardín.

Natalia como estudiante de medicina, junto a un grupo de médicos voluntarios, realizaba chequeos a los niños de la zona. Me había distinguido entre los sucios jóvenes bregando por colocar uno más de los techos donados a las familias de las partes altas de Lima. Estaba yo de espaldas y sobre un banco, entre música de Nirvana en el celular y geniales niños llenos de vida, intentando ayudar y seguir el ritmo, aprender algo que quizás también con el tiempo les resulte providente, una curiosidad que les termine salvando la vida. Entre esos misterios de la creación personal, ella y yo nos habíamos encontrado luego de varios años.

Con algo de sudor en el rostro. recogí el pequeño banco sobre el que había estado de pie segundos antes, y con parte de mis ropas limpié mis ojos; creo que después de eso no la dejé de ver hasta hace unos meses.


M

…El cuadro que pintó Andrés es sencillo, es un universo sencillo. Creo que intentó ser una réplica de lo primero que dibujó y mamá guarda entre sus secretos. La pintura original era un campo con el sol brillante, aunque a la izquierda y casi sin verse. En el llano una casa y dos niños jugando con su madre. Un río fluyendo al lado del clásico hogar de tejas rojas y una ventana en el centro. Su réplica en cambio es oscura pero resplandeciente, solo hay un niño y su madre. Siempre pensé que la quiso hacer más profesional y perdió la inocencia, el resultado final aún así me pareció de alta calidad. En el extremo inferior su firma con letra de niño.

Natalia lo ha colocado en la parte más visible de la sala. Ella siempre ha admirado el arte. Tal vez se casó únicamente por los pensamientos que teníamos en común al respecto y buscó la separación por la incongruencia final de los hechos. Por la negativa tácita que siempre recibía al querer concretar los más importantes en la vida para ella, como tener un hijo luego de un par de años de estar casada. Me invade ese pensamiento, me produce una fuerte mezcla de alegría y de tristeza.

Recuerdo la noche que tuvimos una idea genial, de las que tanto la emocionaban. Natalia nos habló de los pacientes que padecían cáncer. Dijo que a veces algunos médicos los trataban como si sus rostros y cuerpo consumido por la enfermedad, siempre hubiese sido así. Como si deprimiese la habilidad para curarlos la falta de cabello, producto de la quimioterapia; o la delgadez que ganaba sombras en un cuerpo diseñado para siempre dar batalla. Le pregunté a Andrés si sabía hacer retratos y luego si podía quitarle unos años o colocarles cabello. Me dijo que sí y fuimos al día siguiente al piso del hospital de Natalia, en el que se encontraban la mayoría de las personas con cáncer. Con el permiso de ellos Andrés los dibujó con grandiosidad y les devolvió en su retrato la energía consumida, el cabello, también desplegó sus rostros y acabó firmándoles una sonrisa que a mi parecer expresaba: «Así era yo, y lo sigo siendo». Las personas sonrieron al verse y coexistieron felices con esa imagen colgada al pie de sus camas, algunos hasta el final de sus días, otros hoy las exponen aún en una mesa o pared. Dice Natalia que fue lo mejor que he hecho en la vida; haberle susurrado esa idea. O fue lo que dijo en nuestra última conversación.


A

Ya luego de unos meses sin verla, y ante la posibilidad de no volver a hacerlo; pienso en qué sería lo peor que hice para ella. No lo tengo claro, pero asumo que hay dos momentos en disputa para eso:

El primero en el funeral de Manuel, el hermano mayor de Said. Fue increíble que me pelease con él ese día, pese a que sabía ya, que Natalia y Said habían sido muy amigos en la adolescencia. Pero accedí a ir al funeral en realidad por Manuel, porque me parecía de verdad heroica su muerte a manos de los terroristas; el sacrificio de otros me produce cierta culpabilidad pero también admiración. El informe de los soldados que estuvieron en el lugar, narra que murió rescatando a un compañero en una emboscada en Satipo, nadie se atrevía en esos segundos eternos a tomar el riesgo, cruzar la línea de fuego y acudir al auxilio de un amigo, un hermano, o un desconocido. La paradoja de la vida es que el moribundo vivió y Manuel recibió varios impactos de una FAL, cuya munición calibre 7.62 le atravesó la espalda, solo a un paso de ponerse a buen recaudo; falleció apenas terminó de asegurar a su amigo en la camioneta. Said había bebido, intenté torpemente hacer una broma para que se anime, me insultó sin razón suficiente, discutimos y peleamos. No sé si debí dejarme golpear y no tirarlo al suelo.

La madre de Manuel fue la única que no lo notó, lloraba desconsolada por su otro hijo sin percatarse de la riña. En ocasiones recuerdo al resto de la familia de Said mirándome como bicho raro aquella vez. Me turba por Manuel, qué habrá estado pensando al contemplarme… «¿Bien hecho?» No lo creo, aunque quizás se lo merecía, un hermano jamás debe estar en contra de su sangre, al menos no públicamente. Natalia nos separó.

El otro momento fue meses después del concierto de Inyectores… Con Indira.


M

Creo que le llevaré el cuadro a Andrés. Me cambiaré la casaca oscura y me pondré un traje, y también una de las corbatas de papá que tengo en el cuarto para antes de ir a verlo. Me siento un poco extraño.

¿Por qué alguien viste bien para ir a firmar su separación? ¿Quizás para demostrar que se está mejor? ¿O camufla la última esperanza de reconciliación? ¿La fe en la aparición de un héroe que salva el día y pueda con una frase escrita gloriosamente en la mirada, convencernos de que todo seguirá? ¿Alguna alineación planetaria bloqueará el tiempo? ¿Repetiremos las separaciones que hemos visto en nuestras familias, solo que de otra manera? ¿Traicionaremos nuestra niñez? O es posible todavía escoger el otro camino: «Continuar». Aunque la frase inmediata que efervece por su vínculo permanente se despliegue entonces: ¿Es justo? ¿Corresponde alterar así la vida de vez en cuando?

Me despido de los niños aún jugando en el jardín, de ese recuerdo todavía viviente de mi infancia. Y noto al ponerme la corbata de papá; como si el ajustarmela me hiciera despertar de un segundo sueño, o ver con sus ojos; algo que en lo atiborrado de ese vacío no pude ver antes, que detiene mi mirada y me estremece: Caí solo, nadie me empujó. No fue como se lo había comentado a Andrés, no motivó la caída Augusto, tampoco Andrea a quien jamás le volví a hablar. Tropecé por mirar a Natalia, y por ir más rápido para llegar a ella, me distraje en los trazos de su rostro, me quedé jugando en la orilla de esos ojos. Yo rompí la ronda, acabé el juego y la hice amiga de Said. Yo me raspé la rodilla con las piedras que se escondían en el pasto, por lo que también permití que luego humillaran y castigaran a Augusto por romper un vidrio, y no pude estar presente en el cumpleaños de Andrea; y verme en esa foto que todos mis amigos guardan, y es la única de esa época entrañable que ya nunca tendré cerca. Ni siquiera en papel fotográfico. La húmeda venda en mi rodilla, la sangre indomable, la discusión debido a eso; el auto a velocidad, y el viento ingresando por la ventana. Todo me pertenece.

El silencio fue tan profundo luego de darme cuenta de ello, que al cerrar la puerta no la oí. Y solo dejé ese todo atrás.


A

…Salir del concierto me costó mucho, habían empezado a tocar una de las primeras canciones que escuché del grupo.

«Cuando él fue niño vió en cada uno de sus sueños que todo sería divino y podría volar… Ahora está en pedazos juntando aún sus pasos»

Pero las ganas de quedarme y las razones colisionaron a velocidad con todas mis canciones grabadas en cassettes viejos; diez, veinte, treinta, tan buenas como aquella, tan buenas como ya medrosas e inéditas. Me aventuré entonces en los tonos de la voz de Indira, en esa exploración utópica del pasado, de recuperar lo extraviado, de comenzar algo que había tenido el desenlace ya hace mucho. Saliendo buscamos mi auto y fuimos a la Costa Verde, a algún lugar despejado de la noche con brisa marina estrellándose en las caras.

_Cántalas…

_Bueno. Si te ríes te vas caminando a tu casa.

_Si tú te ríes, no llegas a tu casa.

_¿Me vas a matar o qué?

_No es mala idea.

Empecé algo trémulo, pero mirar al mar es como cerrar los ojos:

«La vi en la cama sentarse y callar… callaba recuerdos, lloraba al hablar…»

«Y yo no quisiera interrumpir… dormían muchos dueños allí…

su vida era así…»

De pronto me sorprendió que Indira terminase mis frases:

“Dormía un niño soñando viajar… a un lugar muy lejos, al mundo real…”

“No un cuento más que escuchar… donde sus días valieran más… dime hoy dónde está”

Mi voz ya se mezclaba con el ruido del mar o gran parte de él:

«Sueños uno a uno quedaron detrás de ti, y no todo es así, volverán mañana y volver a empezar por ti…».

«De noche mil voces te gritan que no está bien… si no di todo de mí, por ti… lo haré. Hoy me quedaré acá».

_¿A qué maldita edad escribiste esa canción?

_Quince.

Seguimos una hora más aproximadamente.

Me contó sobre sus quince, la calle en donde vivía, sobre su familia, su abuela a quien amaba y estaba enferma. Mi error fue escucharla. Me dijo que quería cortarse el cabello por completo. Le dije que no lo haga, que se veía bien así. Creo que incluso se lo acomodé detrás de las orejas, fue ese el momento en el que decidí debíamos partir. Vivía en Barranco así que fue muy rápido ir a su casa. No volvimos a hablar en un par de meses.

Cuando regresé esa noche, Natalia no estaba. Pero no tardó en aparecer. Me dijo que fue a comer donas con los amigos del trabajo. No sabe mentir así que luego musitó que allí también encontró a Said y que la trajo a casa. Que él quería subir para verme, pero luego desistió por la hora. No era extraño aquello, luego del entierro de Manuel; cuando nos volvimos a encontrar; lo que la vida nos había hecho conocer en común, nos hizo un tanto cercanos, como suele suceder.

Pero el problema no era que Said estuviese enamorado de Natalia desde los diez años; prácticamente conocer a Natalia es no querer dejar de verla, y oírla y sentir su mano. Lo difícil era saber que la estaba perdiendo, que la competencia en el trabajo y mis remordimientos de lo que dejé de hacer por ella aniquilaban mi vida, ese viaje me paralizaba como un perfecto idiota. Siempre cuando lo infería de mis taras al hablar o mi actitud en una discusión me aclaraba que ella jamás pidió que deje nada. Y tenía razón en mi consciencia, pero no en mi subconsciencia. Las constantes discusiones familiares que la silenciaban, me habían hecho volar a rescatarla, cancelar ensayos, perder exámenes, e ir desgastando relaciones con los demás. De manera extraña había saboteado nuestro futuro por abrazarla y protegerla de las múltiples tormentas. Era como si mi cuerpo obedeciera a una necesidad más imperante de cuidarla por sobre todas las demás cosas importantes. No había mañana sino solo su presente, que en esos momentos oscuros se alineaba con el mío, después de esa conexión terminábamos desfasados, ella había borrado los malos momentos y yo debía correr a recuperar los que había perdido.


M

Subo al auto y me doy cuenta que he sido responsable de muchas cosas más, incluso de no haber advertido los problemas en la salud de Andrés. Nunca pide ayuda pero debí motivarlo a asistir a sus primeras y últimas exposiciones, no me percaté de sus dolores y contemplé de lejos el deterioro de sus habilidades y destrezas. De su memoria infalible, ahora itinerante.

A diario recuerdo sus palabras de hace unos meses, cuando ya alertado por su enfermedad llegué a acompañarlo, y le pedí disculpas por decirle un día de niños que se vaya a jugar con sus amigos, que ya me deje ir, que no quería tener que estar pendiente de él.

Me miró a los ojos, como evadiéndome con tranquilidad y me dijo:

_Siempre hemos sido como hijos de un águila, y tú creciste primero. No te culpo de nada desde la infancia. De ningún picotazo por sobrevivir. Matías, yo siempre te he acompañado con emoción.

No le respondí en ese momento. Ahora postrado en una cama acondicionada especialmente para él, se recupera de todo y también de mí. Me ha hecho un par de retratos a lápiz y carboncillo. En ellos estoy sentado en el diván leyendo algo, o quedándome dormido, despierto en la silla o mirando por la mampara; dice que últimamente le cuesta más verme. A veces pienso que está preparado para dejarme. Que su futuro no me permitirá pasar con él para saber que estará bien.

Fue genial verlo de pequeño, sus bromas, sus habilidades innatas, cifrar sus pensamientos. Recuerdo que llenaba el silencio, y la soledad de una casa estricta y senil. De la pulcritud de cada acción, de los elementos más frágiles de la sala de los abuelos, donde nada podía caerse, tocarse, o abrazarse. Recuerdo que hasta los tres años no me permitieron jugar con él. Solo lo veía entrar y salir de la habitación con la nana, envuelto en una toalla a la hora del baño. Esos días en los que esperando a que mis padres vuelvan del trabajo, me quedaba dormido en el suelo, respirando el parquet bajo la mesa, perdiendo la noción del tiempo. Porque pese a que el reloj siempre estaba a la hora, mis padres parecían tener otra, verlo de costado desde el piso, era contemplar promesas una a una rompiéndose con cada tic tac. Los minutos debían tener más segundos, las horas unos minutos más para poder encajar a quienes amaba en mi vida, debía concederseme aquello. Pero nunca mi corazón estuvo a la hora, así que juré tener mi propio tiempo.


A

_ ¿Vas a tener un hijo?

Me preguntó Indira la segunda y última vez que nos vimos.

_ No ¿Por qué lo dices?

_ Esas son las cosas que pasan normalmente. Cuando alguien nace o fallece, otros se alejan o se acercan a ti sin que te des cuenta. Es el equilibrio.

Indira había tenido a los quince años una vida convulsionada. Deduje con claridad de sus relatos que era lo contrario a Natalia, que ella había sido un volcán en erupción. Mientras Natalia había optado por reprimir recuerdos, ella a cambio sumergía la cabeza en ellos, respiraba profundo y se hundía en ese mar, con la intención de abrir los ojos hasta poco antes de quedar exhausta. Contemplaba la arena en el fondo, los restos de sus días, aquel lugar donde se hallaba lo que no naufragó con ella. Indira corría contra el tiempo, no huyendo sino queriendo regresar a algo, algo que todavía no entendía con claridad, pero que se parecía a mí. O de otra manera estaba a través de mí o atravesando mi camino.

Nuestras conversaciones eran claroscuras, como el cuadro en la pared. Eran una danza en ese jardín alterno, en la noche de esa pintura. Sentía que eran además terapéuticas para ella y también para mí, casi como componer, casi como conversar, o casi como escribir un libro. Aún así debían ser también como los cometas de papel, esos que los niños hacen volar cuando hay fuerte viento y sujetan con cautela desde una muy delgada cuerda, sabiendo por dentro que deberían dejarlos ir hasta la eternidad del espacio.


M

El semáforo en rojo me detiene de manera brusca y me muestra algo inesperado, un par de adolescentes que claramente son solo amigos, se toman de la mano para cruzar frente a mí, él la cuida, la protege sin darse cuenta, casi como un reflejo de humanidad, luego se sueltan. Esos segundos me invaden. Aquel día en el jardín, después de caer, Said ayudó a reponerse a Natalia, se sonrieron y ella se ruborizó un poco. Como suele hacerlo cuando está avergonzada pero también cuando algo le toca el alma pura, la que ella escogió defender y salvar de su entorno. De incluso los recuerdos de eso, de miles de buenas intenciones hacia ella, de relaciones que no siempre lograron florecer y adornar sus días y de casas que nunca terminaron de edificarse y evolucionar hacia un hogar. He mirado ese rostro muchas veces, lo he visto ruborizarse de alegría frente a mí en los momentos más especiales de una existencia. Pero he sentido en ocasiones que su expresión más sublime la tuvo aquella vez frente a Said. Cuando todavía todo podía ser salvable, en ese momento de la niñez en el que todas las historias pueden ser en el futuro posibles. Y todos los héroes de nuestras vidas están aún a tiempo.

La luz cambia y al acelerar recuerdo luego aquel ardor en la rodilla, la raspada por la caída en el jardín áspero de nuestra infancia; aunque se sentía cálido comparado con lo incandescente de mi pecho. Volví a casa esa vez con ganas de patear algo o a alguien, también con ganas de llorar o gritar. Podría un niño de diez años aquel día haber vencido a Muhamad Alí o a Mike Tyson solo con la inflamable fuerza de su corazón; lo curioso es que también podía haber compuesto todas las sinfonías de Bach, Beethoven, o hacer un Miguel Ángel, un Cecile, o cualquier obra que le arranque de las entrañas, con suavidad o no, aquella escena. Mamá curó mi herida y como siempre me enseñó a sacar el dolor desde el fondo, a mirarlo con autoridad, a tomarlo de un brazo y contemplarlo con cuidado y darle color a sus tonos gris y sepia, a abrazarlo y dejarlo ir. Me dio unas acuarelas y me pidió pinte lo que quisiera antes de partir a nuestra casa. En ese momento separó de mí lo que podía volverse inestable, mis emociones y miedos, que a pesar de ser necesarios podrían dañarme alguna vez. Lo agradezco, aunque no siempre fui su mejor alumno. 

A

El psicoanálisis deduce sorpresivamente para muchos, que los hombres nos vemos atraídos por mujeres con algo de parecido a nuestras madres y que terminamos uniendo nuestras vidas a ellas; siempre algún detalle por lo menos de manera inconsciente se halla en el ser que amaremos hasta viejos, eso dicen. Pero lo peor es que a las mujeres les sucede, en paralelo, exactamente lo mismo con nosotros.

Esa mañana Indira estaba algo alterada, pero no como algo que estaba ocurriendo sino como la resaca del mar, llevaba puesto un traje y estaba maquillada; su abuela acababa de fallecer. Direccionó ese último dolor en mí, recordó mi inconsecuencia con la vida y me dijo que había creado tanto, que me daba igual tener un hijo o no. Que me pasaba lo mismo que con la banda de rock a la que llamé: «Vana gloria». O con cualquiera de las construcciones que veo por la calle y pienso que las hubiese podido hacer mejor. Que vivo de mi autocompasión del pasado y que con relación a las cosas presentes mi imaginación es tan vívida que logro sentir todo lo que sueño, incluso parezco tocarlo, de tal manera que mi cuerpo lo confunde con la realidad; que así pierdo interés en materializar mis metas más subjetivas y obtengo nuevo pasado que lamentar. Que me ocurre lo mismo que a los «niños rata» que pasan horas frente al computador, confundiendo la virtualidad con la realidad, pero que en mi caso mi vicio es mi trabajo, mi introspección, mis mundos internos y cada pasaje y puerta en ellos. Que me pierdo de los regalos de mi presente, que mi cuerpo está atascado en el pasado pero que dejé mi alma en el futuro, y así muchas cosas más. Era como si lo hubiera analizado pacientemente cada noche de los meses que no nos vimos y terminase de concretar varias de esas ideas sobre la marcha de nuestra última conversación, y motivada por los últimos decesos. Aquello me turbó.

_ No pienso tener un hijo hasta estar completamente seguro de que lo haré feliz y que estará a salvo en este mundo lleno de tanta tragedia y culpa. No pienso equilibrar la balanza de la vida si todavía no termino de hallar las respuestas sobre ella. Y creo que necesito recuperar algo de tiempo para eso.

_ Lo ves, lo fábricas reiteradas veces en la mente antes de edificarlo, como todo artista, buscas perfección pero la vida no es perfecta. Una novela, el plano de una casa, o la inteligencia artificial de una máquina por más real que te parezca jamás se comparará a una vida. Necesitamos arriesgar, desconocer para aprender, equivocarnos para replantear, seguir contra todo. Por eso te pierdes en ello, planificando la perfección de una canción, de un hijo o de un padre, cuando lo que tienes ya es más que suficiente para seguir. Te oí decir que el nombre de tu banda lo pusiste debido a la incertidumbre, por lo pasajero de su existencia, porque sabías que tal vez luego tendrías que viajar a otro país; pero era eso lo que se requería para aprender: Incertidumbre y adversidad. Y debiste contemplarlas con naturalidad. Deberíamos haberlo hecho todos, no convertirlas en excusas, ni en taras, para no crecer.

Quizás encuentres todas las respuestas debido a un plano que te falle, aún cuando te sumerges en el trabajo para escapar; o en una canción que te atreviste a cantar con un grupo de amigos que te lo pedían. Nadie está realmente terminado sabes, todos tenemos partes en común, nuestra gloria es un carrusel que sube y baja. Incluso, de vez en cuando en la vida, se transita en un sueño siamés y nuestros recuerdos no son sólo nuestros. Levantarte a diario y salir a la calle es cruzarte con miles de respuestas que te complementan, solo que nunca sabes qué habrá detrás de un par de ojos que no te miran. O de sueños que amas y postergas. Siempre serás parte de alguien más.

Pero no te lo preguntaba por eso, sino porque cuando tengas un hijo dejaré de verte. Siempre pasa.

_Obviamente dejaré de ver a gente que me importa, lo sé, he estado atento. Y saberlo, en gran parte es lo que me condiciona. Pero podría hacer una canción o escribir un libro hablando de ellos y sus casacas negras, dibujar sus rostros a lápiz y sus cuerpos a carboncillo. Según tu crítica hacia mí, los seguiría llevando conmigo para siempre. ¿Pero podría oírlos de vez en cuando, y hasta tocarles el cabello? No creo que sea eso un gran problema ¿O sí?

_Eres como una ronda. No, peor aún. Eres una escalera de Penrose. Pero debo aceptar que a veces un recuerdo es más inevitable que una persona – Hubo un breve silencio.

_ ¿Estudiaste en un colegio de mujeres cierto?

_Sí -Presionó los dientes y me miró con sorpresa y una sonrisa a medio darse.

_¿Quién te convirtió en esto? ¿Una amiga, o una maestra? ¿Auxiliar?

_Filosofía, maestra. Es curioso, yo creía en todo lo que saliese de ella, pero ella no en todo lo que saliese de mí. Era complicado de entender.

_¿Soy la respuesta que buscas?

_Sí. Aunque no es lo que piensas. Pero con alegría y tristeza: Sí. Aunque eso también me ha convertido en la tuya, de manera inevitable. Nunca se aprende algo a solas.

Conversamos un rato más sobre lo que le había pasado. Luego no volví a verla, su camino por fin se iluminó. Conocerla fue redescubrir que las culpas de las que no somos responsables pueden disolverse con el tiempo, y las otras, afrontarse antes de abandonarse por completo. Eso me enseñó Indira, y luego dejó de ser la mujer que veía llorar sobre la cama. Contemplando la misma herida logró atravesar el dolor. Sentí ganas de compartir también lo que había terminado de entender. Tuve ganas de llamar a casa y confesárselo a Natalia.

                                                                                 M

Al principio no comprendí por qué ella pidió que nos separemos de esa manera. Por qué en una discusión en la que yo tenía todo para prevalecer ella terminó alejándome por completo. Yo le reclamaba por una carta que encontré en el baño, arrugada entre su maquillaje. Decía claramente: «Te amo desde aquel instante en el jardín» la parte del nombre estaba rota y solo quedaba la letra «A» visible. Pero parecía no escucharme.

Sonó el teléfono y respondió de inmediato. Esa comunicación la puso de mejor humor, al parecer alguien de confianza la hacía parte de felices noticias, ella respondía con cierta emoción, aunque prefería escuchar. Pero un minuto después su rostro cambió, lo mencionado al finalizar perturbó su mente, la aventó hacia una niebla de palabras densas, que invadían las delgadas capas de su piel y modificaban su alegría. Tiró el teléfono y se dejó caer sobre la cama. Sentada y contemplando la pintura en la pared, conjuró unas palabras, las que puntiagudas le hacían recordar antiguas discusiones de sus padres. De hecho, ese eco calcado del pasado, sentenció aquella mañana:

«Ya ni te conozco. A veces ya no sé con quién discuto, ni a cuánta gente escuchas antes que a mí».

Posterior a eso, terminó de alistarse encerrada en su habitación y salió sin despedirse.

Esa frase fue la que dió inicio a la necesidad de romper nuestro vínculo.

No he bajado del auto a pesar de haber llegado. Estoy terminando de rumiar mis ideas. Si fui el que inició todo tal vez tenga la oportunidad de darle fin. Natalia ya amaba a alguien más, lo confesó esa vez, lo hizo sin palabras, lo leí en sus ojos vidriosos. Ella ha sido una de las pocas conexiones a mis primeros años antes de esa ronda en el jardín. Y mi amor también quedó congelado aquel día en el que caí para siempre. La he amado como ama un niño de diez años. Porque mi amor por ella es inmaduro y perfecto; la madurez es deterioro, es cansancio, es eyectar ofensas cuando se va sintiendo vulnerable. Yo la amé con eternidad y sin errores. Pero algunos crecen buscando respuestas, una última oportunidad de curar. Serían felices con tan solo el inicio de la madeja y en ese trayecto inumerables cicatrices quedan. No se puede conocer del todo sin estar un poco manchando de emociones. «Amar es admirar», se lo oí alguna vez. Y se admira a alguien que puede contar una historia diferente cada anochecer, a alguien que no se ha quedado congelado en el tiempo, y que vence batallas a diario. No se puede vivir dentro de cortinas invisibles. Si se escoge la vida, las heridas también.

                                                                                  A

A Indira una profesora le recomendó perder el niño que se le formaba en el vientre el último año de secundaria. Lo difícil fue que pese a ser fruto de algo pasajero, ella no estaba convencida de abandonarlo; además, lo avanzado del embarazo y el claro riesgo de hacerlo de manera clandestina, no era un buen augurio. De alguna forma mi canción, amplificada días después de la operación, y raramente desde la concavidad de una piscina; tan vacía como su corazón en ese momento; rebotó de su mente hasta anidar en el cadiz de su pecho. En ese momento lejano, sentada al borde, junto a otros adolescentes entre los que se mimetizaba y pasaba desapercibida, ella se identificó con devoción. Se contempló en los trazos etéreos de una mujer que también podría haber sido ella, creyó que compartían el mismo remordimiento, el mismo secreto. Que las entrelazaba y enfrentaba una enredadera de espinas que habría crecido veloz a partir de una inofensiva rosa de esperanza. Yo recordaba el momento, más no a ella. Pero la recordaba ahora porque se escondió ese día en mi canción.

Frente a la playa me dijo:

«¿Es demasiado casual que la primera vez que la oí estaba sentada al lado de una piscina vacía, y ahora que la vuelvo a escuchar, me encuentro de pie frente al océano? ¿Existen esa clase de casualidades en una vida tan minúscula? ¿Sentirse nula y años después completa, evocando un mismo recuerdo; exactamente el mismo recuerdo?»

_Claro que sí – Contesté en mi mente.

                                                                                  M

Lo he decidido, no voy a firmar la separación sin antes decírselo: Puedo cambiar, puedo dejar de interferir en mi destino, puedo dejar de creer que sigo siendo el niño de hace años, o el adulto inseguro de hace unos meses. Puedo darle un motivo real para que todo vuelva a funcionar. Puedo seguir existiendo.

Bajo del auto con toda la intención de lograr salvar mi lazo con ella, mi corazón tiembla y siento la fuerza centrífuga del destino intentando hacerme caer, me aferro con más decisión a la verdad que más importa. A los ojos de Natalia en la infancia, a la vez que musité salvaría el mundo por ella, ahora por lo menos nuestra relación; a nuestros mejores momentos juntos, al humano que nos conectó alguna vez.

Me ajusto el alma para entrar a la sala, desearía saltar todos los pasos que he pensado y abrazarla. Mirarla con la fuerza del océano y decirle lo que pienso. Y que de alguna manera mágica y no planeada acepte que siga con ella. Una persona me indica que puedo pasar, que me están esperando ya. Atravieso la puerta y sigo la alfombra color vino tinto, dirigiéndome a una pequeña mesa circular, limpia y brillante, sobre la que reposan unos cuantos papeles con cláusulas que decidirán mis futuros días. Sujetando un lapicero y vestido igual que yo, está ahí, contemplando mi andar contrariado, mi vestimenta esmerada, mi pulcritud externa incapaz de vestir la ya total desnudez de mi espíritu: El abogado de Natalia, que me observa aún así con extraña alegría, tal vez pensando que yo me debería sentir aliviado también. Me comenta lo obvio, Natalia ha firmado ya y ha partido de ahí, solo hace falta mi firma para hacer todo aquello real. Ella ya no está. Mi rubrica se estampa con la inminencia de una ola, de una que borra las huellas de la orilla.

                                                                                 A

El último día en Colombia comprendí lo intrascendente de lo físico. Contemplaba personas a través de la ventana del bus de Ibagué a Bogotá que estaba seguro no volvería a ver, y mucho menos tener otra vez la elección de poder sentir. Esos rostros de gente caminando, del conductor del bus, de las señoras vendiendo fruta en las calles, serían un olvido seguro, como también sus posibles historias, sus posibles aromas y gestos preciados que ya no tendría más tiempo de conocer; como los miles de libros, canciones y culturas que uno por lo corto de la existencia jamás alcanzará a leer, escuchar o abrazar. Me desesperé de pronto al comprender que no somos todopoderosos ni omnipresentes, aunque por instantes lo olvidemos, tenemos un número finito de oportunidades. Somos imposibles ahora, pensaba un segundo ya fuera del alcance de cada uno de esos personajes, debido a la nueva marcha del vehículo. Somos imposibles, es muy probable que nunca más volvamos a cruzar nuestros mundos. La crudeza de estar vivo es que hay muchas almas gemelas que jamás se volverán a encontrar.

Detuve el bus y descendí para desafiar al menos aquella vez a mi destino. Corrí unas calles de regreso y compré varias bolsas con tunas a la señora que había contemplado en la parada con su pequeño hijo, le expliqué brevemente que era un extranjero que retornaba a casa y les pedí permiso para abrazarlos. Sorprendida ella aceptó. La abracé muy fuerte sin lastimarla y después me arrodillé al alcance del niño y le dije: Cada vez que te sientas solo, recuerda que en algún lugar del mundo alguien estará deseando te repongas y venzas cualquier obstáculo, porque estoy orgulloso de que ayudes a tu mamá y si estudias mucho vas a poder ayudar a muchas personas más, incluso podrás cambiar el mundo. Lo salvarás. Nunca estarás solo en eso. 
Les sonreí deseando dejar con ellos parte de mi felicidad obtenida en su país y para permanecer en sus mentes o merecer un lugar en sus mundos. Corrí, con una mano sosteniendo las tunas y con la otra agitando por un momento un adiós. Alcancé otro bus y partí con alegría y tristeza de allí.

                                                                                M

Uno no es real en la vida de alguien si no le toca el alma. El contacto físico desaparece en segundos y no dura más que eso si no se sellan los destinos con un recuerdo que se pueda sentir, aún luego de la muerte, o cualquier otra distancia imposible de revertir; como nadie en el ejército olvidará a Manuel, mucho menos aquel joven al que le salvó la vida. Un hombre no es más que la suma de lo que honra y de quienes le honran, de lo que ama y de quienes lo aman a él, es esa la huella eterna que logra trascender. Lo he entendido mientras me dirijo por calles conocidas para visitar a Andrés. En este preciso instante ya no distingo si soy solo un hombre o un deja vu, que repite senderos a bordo de un magullado vehículo gris. No puedo olvidar lo que he visto en el jardín. Tampoco los últimos párrafos del contrato firmado hace unos minutos. Esas últimas frases que se contradicen y no logro entender muy bien.

El camino de piedras sobre el grass hacia la entrada de ese lugar siempre me ha distraído, como cuando saltábamos de uno en uno de pequeños cada bloque incrustado en el suelo. Es como si fuese una condición para ingresar recordar los juegos de la infancia, las veces que estuve y no con mi hermano, él era el más pequeño en esa ronda infinita; una melodía suave que se vuelve puntiaguda me acompaña poco antes de entrar. Pero esta vez rápidamente pienso en otra cosa, en que quizás sea la última ocasión que pase por ahí. Siento extrañamente que esa será la última vez, percibo que voy dejando algo; más que un lugar, una etapa. Me pongo nervioso al pensar en la fatalidad de encontrar que cualquier cosa mala le pasó, siento una cápsula de frio que me envuelve y me aterriza. Puede que todos mis flashbacks de hoy hayan sido solo para advertirme sobre aquello y de nuevo he llegado un poco demasiado tarde.

Abro la puerta y mientras ingreso, la densa calma de una casa de reposo habilitada especialmente para él, refuerza mis miedos y memorias. El vacío es espectacular, mis pasos otra vez son como ecos y las paredes opacas que siempre me conducen a su habitación, me arrastran hacia el ansioso develo y desenlace de un diagnóstico complicado.

La luz de su cuarto me recibe, abro los ojos con alegría al verlo despierto, despierto conversando con una mujer de cabello bien peinado y mirada profunda. Deduzco con prontitud que se trata de alguien que también conozco, que conozco muy bien. Avanzo unos pasos más pensando comprender la escena, encajar en la nueva realidad de las circunstancias. Saludo distante y me coloco al pie de la cama. Tomo la ficha para averiguar sobre su estado de salud actual. Me entusiasma saber que el cáncer ha dejado de avanzar y que la operación que le extrajo hace ya un mes un pequeño tumor en el cerebro, provocado por un fuerte golpe en la niñez, ha sido un éxito. Es entonces que observo sobre él, la pintura original de cuando éramos niños, siento el impulso de compararla con la que llevo en las manos, pero de pronto ha desaparecido de mi tacto. En el mismo momento que pienso la he olvidado en el auto, me enfoco en la ventana y no logro ubicarlo estacionado en la calle, antes de siquiera preocuparme volteo y veo la pintura en las manos de Andrés, que junto a la suya me las muestra. Me conmueve un poco contemplar después de tanto tiempo, esa acuarela de dos niños, su madre, el sol yéndose y el jardín que pintó por primera vez, y entonces luego en ese recorrido por los colores y las formas, descanso los ojos en la firma temblorosa del extremo inferior: Matías, 10 años.

Natalia hasta ahora raramente no me ha percibido, como siempre. Solo Andrés que le comenta lo que hemos terminado de aprender juntos y le habla sobre la pintura que mamá me ayudó a componer después del mi tropiezo en el jardin. Le digo entonces que fui yo, que yo aceleré la ronda y me hice la herida con una piedra oculta, que debe dejar de culpar a todos. Vuelve con Natalia y brevemente le recuerda nuestro accidente horas después de la ronda, aquella tragedia en el auto gris de papá que marcó la vida de muchos de nuestros amigos y la nuestra. También menciona que el peritaje determinó que el fuerte impacto me lanzó por la ventana, que él tenía puestos los dos cinturones de seguridad de la parte trasera, que lo había hecho yo para protegerlo, probablemente al percatarme de la velocidad, y en medio de la discusión absurda de nuestros padres por mi herida en casa de los abuelos. Le enumera mis talentos y cómo influyeron fuertemente en él, y todo lo que podría haber llegado a ser de haber sobrevivido. Las lágrimas inagotables de mamá, mi protección constante, sus sueños, mis susurros. Por último, recuerdan la forma en que terminé conectándolos ese día en lo alto de la ciudad, hace doce años. Luego de todo eso me mira con autoridad, me toma del brazo, me contempla con cuidado y le da color a mis tonos gris y sepia. Me abraza fuertemente y me deja ir.

Me desvanezco entre miles de recuerdos que se desprenden de mí y me dividen en miles de partículas. Me deshago junto a incontables rostros que se pulverizan como el vidrio que Augusto golpeó con el balón hace muchos años, que me atraviesan también como las veloces ráfagas de viento de aquella carretera junto a mis padres, y me raspan con veloz cuidado cada trazo del alma en este jardín en el que voy cayendo nuevamente. Como una fotografía bajo el agua, me disuelvo en una realidad que con inminencia me eclipsa, como una conjunción estelar preconcebida y aceptada por mí con eones de anterioridad, que me otorgaba un número inexacto de días y años. No podré acompañarlo más, ni seguir siendo parte itinerante de sus experiencias. Él ya está a salvo, y como todo aquel que lo está debe empezar a vivir del presente más que del pasado. Hemos sido el último día de nuestra existencia compartida; del hermano y padre que perdió en la carretera, de lo que nuestra madre logró superar con el tiempo, pero a escondidas lloraba cada noche. De pronto el reloj marca las 7.62 pm, Natalia lo abraza y sonríe como nunca antes; sonríe como si albergara un océano en su interior, o la semilla indomable de una nueva y añorada vida. Es lo último que alcanzo a sentir segundos antes de seguir la luz, y ser también con alegría y tristeza finalmente, ya para siempre imposibles.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS