Crujen los tejados, dos gatos bailan, se revuelcan en el amor gatuno. La bruma se vuelve más espesa. Aparecen sonidos nocturnos de toda índole. Unos desgarradores y otros soporíferos como de último aliento, resignados, sin resistencia.

Vibra el universo. Se aprecian constelaciones. Nuevos mundos se forman, otros desaparecen, es la danza cosmológica. El firmamento refleja la majestuosidad de la noche. En cierta forma diáfana como la naturaleza misma y en otras, oscura como la perversidad humana.

En la noche aflora lo íntimo, lo indecible e imperturbable. Unos beben solos y se sienten acompañados, otros beben acompañados y se sienten solos. Estados alterados de consciencia sin la más mínima reflexión. Solo existencia, pura y desvertebrada.

Una fuerza sobrecogedora aparece, la luna resplandeciente, omnisciente, contempla y juzga con sus rayos de transformación etéreos. Los hombres inquietos, aman sin amor, odian sin venganza y se enloquecen sin perder la cabeza. Se transforman en bestias, almas descorazonadas, sin pasión. Todo es permitido en la oscuridad, sus sombras se agasajan.

Las ciudades entonan melodías impunes al ritmo de la luna salvaje. Replican coros desvergonzados de hombres invisibles que son delatados por sus sombras. No hay precauciones, todo es lícito. Los hombres lo saben y se desenmascaran.

La noche es un ritual y el sacrificio es lo privado. Las sombras se aparean en un orgasmo lunático. Secreciones hedonistas por doquier que alimentan la lujuria de la noche en un frenesí caótico de liberación. Todo se consuma, la sangre se evapora y la luna se tiñe de rojo.

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