Mi abuelo solo ha estado enfermo una vez. El doctor le dijo a mi padre que le habían puesto calmantes para tumbar a un caballo, y aún así pasó toda la noche gritando. Se quedó casi sordo a los setenta, y ese es el único achaque que ha tenido a lo largo de su vida. Él no se oía pero el resto de la planta no pudo dormir en las tres noches que estuvo ingresado. Cuestión de naturaleza, o de un sistema inmune en perfecto estado de revista, reforzado por la ausencia de medicación.

De naturaleza enjuta tirando a raquítico, tal vez por la simiente que sembró en él la hambruna de una guerra y una posguerra, nunca fue hombre de gran apetito ni de carnes lozanas. Un don Quijote de corta envergadura y bajo tallaje.

La falta de estatura la compensaba con energía vital: atravesaba provincias con un par de mulos cargados hasta las trancas de hortalizas, un día de ida y otro de vuelta, a pie, sin compañía, más solo que la una. Titanizado por el esfuerzo desde que era consciente, de sus primeros años no recordaba otra cosa que no fuera trabajo.

De su vida sé por lo que el me contaba. Me sentaba en sus rodillas y me hablaba de batallas, del sitio de Zaragoza, de la bala que le atravesó el costado y a punto estuvo de matarlo. Y yo me limitaba a mirarlo con la boca abierta sin entender qué significaba todo aquello. No sabía contar cuentos, a él nunca se los contaron. Hacía lo que podía, contaba historias de supervivencia: de su infancia en soledad en mitad de la era, trillando al sol; del frío que inmoviliza y se apodera de ti, que no te deja, cuando la piel es lo único que hay entre los huesos y no levantas tres palmos del suelo; de insignificancia cuando no tienes quien te ampare.

Pero el tiempo pasa, la vida permuta en escenarios cambiantes, endulzando a veces y otras desgarrando. El amor lo atrapó cubriendo su cielo de un manto de colores, María, mi abuela obró el milagro. Llenó sus días de sonrisas, de hijos, de alegría. Poco a poco fue enterrando en algún sitio los recuerdos amargos, aunque éstos se esforzaban en regresar. Cuando no estábamos y tenía a mi hija en sus rodillas, se dejaba llevar con la mirada perdida, sacudiéndole el polvo a la amargura para después enterrarla de nuevo. Con la certeza de que ella no sería capaz de descifrar sus palabras, daba rienda suelta a sus penurias para recordar de dónde venía y lo que era. Cuando aparecíamos, brincaba de tercio sus palabras canturreando a ritmo de galope.

La soledad lo ha cazado de nuevo, como cuando era un niño y pasaba los días trillando en la era. Ya no hace frío, ni calor, ni la intemperie le curte la piel tatuándola de arrugas, engrosándola. Ya no puede correr tras los conejos ni las perdices. No hay brisa que le alegre la tarde, ni olor a tierra mojada, ni chicharrones en una lumbre improvisada. No hay sacos de aceituna, ni esfuerzo que modele sus brazos. No oye a los pájaros celebrar la primavera, ni el granizo golpear la tierra. No puede moverse, atrapado por un virus en una estrecha cama de hospital, está solo como entonces, con la única compañía de sí mismo, a la que está más que acostumbrado.

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