El oficio

Escribir estas páginas me resulta un poco complicado. Nunca he sido de aquellos que lee mucho, salvo algún “Condorito” o de un “Pepe antártico”, solía pasar por alto la mayor parte del tiempo lo que son las lecturas. Me considero todo lo alejado que se quiera de aquello que se conoce como buen lector, por otro lado el escribir se me da fatal y espero que quien encuentre este escrito sepa descifrar mis jeroglíficos que tengo por letras, las cuales muchas veces, ocultaron a propósito mi mala ortografía.

Pero iré al grano rápidamente, no me iré por las ramas. No estoy aquí para hablar de mis hábitos literarios ni mis gustos personales. No señor, que la memoria de mi madre me perdone pero lo que estoy a punto de contar es cien por ciento verdad. No me lo contó nadie y pude vivenciarlo de primera mano aquella fría tarde y noche de primavera en el barrio Lastarria por allá durante inicios de la década de 1990.

Heredé el trabajo familiar, un trabajo peculiar que no todo el mundo estaría dispuesto a tomar. Eso sí, debo admitir que de cierto modo a mí me tocó la parte amable, otros familiares se habrían de ir por el lado más macabro del asunto y tener por ello, contacto directo con aquellos que ya han partido de este mundo a través de lo que conocemos como servicios post morten, me refiero aquí, por ejemplo, al servicio de maquillaje y arreglos que usualmente se le da a los difuntos.

Mis padres tenían una funeraria en el barrio Lastarria la cual funcionó hasta bien entrado los 2000. Nos vimos obligados a cerrar y vender esos años y, posterior a ello, habría de tomar el local una pequeña fuente de soda que, con el pasar de los años se transformaría en un restaurant especializado en empanadas de diversos tipos. Nosotros con el dinero obtenido nos cambiamos para la costa, en donde, tras invertir en acciones del Cobre, logramos tener una jubilación adelantada. Ya no era necesario el levantarnos temprano todos los días, sacarnos –en buen chileno– la Cresta y mantener abierto prácticamente todos los días. Se sabe que los muertos no respetan horarios de defunción, por lo que, siempre había que estar muy atento a la jugada.

Fue un trabajo rentable, pero al mismo tiempo, muy agotador. El tratar con el dolor y la desesperanza hace que a uno con el pasar de los años se le endurezca un poco el corazón. Junto a mi señora, Amanda, supimos poner a flote el negocio y ponerlo en la mira del barrio. Defunción que había, acudían rápidamente a nosotros. Éramos confiables e intentábamos ser empáticos en todo lo que se pudiera. Facilitábamos los pagos y no cobrábamos por mora –siempre y cuando esta fuera razonable–.

Nos quedamos solos con el pasar de los años y tarde nos dimos cuenta que ¿quizás? Habíamos cometido el error de tener solo una hija. Estudió en la Universidad de Santiago y se graduó con honores de física. Apenas pudo se casó con un oficial de la marina y se fueron a vivir a Iquique. Sabíamos que ella no seguiría con el negocio familiar, no le gustaba lidiar con la muerte y francamente, no soportaba muchas veces ver el dolor ajeno. Con mi señora ya nos habíamos acostumbrado lo suficiente como para que ya, a esas alturas, no nos afectase el ver sufrir a los demás. Estoicamente debíamos ofrecer nuestros servicios, aguardar en nuestros lugares e interferir lo menos posible. La vida era cruel y una y mil anécdotas tristes nos tocó presenciar en aquella funeraria. Desde ataúdes que debían ir cerrados a causa de alguna muerte trágica que hubiese pulverizado el cuerpo que yacía en su interior, hasta ataúdes para niños e infantes. Ángeles arrancados por el plan de Dios en un acto que a mí, desde siempre, me ha resultado un tanto antojadizo.

Es extraño el acostumbrarse a convivir con la muerte. Es una experiencia rara que engloba muchas cosas. Por un lado convivimos con la pena de aquellos que nos piden y exigen un buen servicio y, por el otro, convivimos con las puertas y el último adiós que tienen los seres humanos al interior de esta vida. Es extrañísimo cuando te pones a pensar que trabajas, precisamente, con el último peldaño de la escalera humana de la vida. Miras los ataúdes y piensas ¿Es este el final definitivo de todos nosotros o solo es una transición? Recuerdo que un día, junto a Amanda, mi señora, nos tomamos unas copas de más. Ella muy cansada y agobiada por el rencor que sentía hacia su padre –quien murió en un accidente automovilístico– me decía cabizbaja.

-¿Crees que sea capaz de perdonarlo algún día?

Aquella pregunta en verdad me descolocó. Sabía de lo malo que había sido el hombre con ella, con su madre y sus hermanas. Fue un ser maltratador que hasta las últimas se fue haciendo el mal. Chocó mientras iba ebrio y mató de pasada a una mujer embarazada que esperaba la micro cerca de un paradero. Fue una noticia terrible y el nombre de su padre quedó manchado para siempre. No lo recordarían y su tumba rara vez sería visitada. Un destino cruel y maldito que manchó para siempre la memoria de aquel ser humano.

Me quedé callado. No sabía que responder. Solo la miré a los ojos y esperé. Su dedo índice comenzó a pasarlo por el borde superior de su copa. Mientras realizaba este movimiento ondulante, explicó:

-A veces, cuando nos toca trabajar con familiares de alguien que ha muerto en algún accidente de carretera o algo parecido, me es inevitable pensar en él. Ciento una profunda pena y, desesperanza, en mi corazón cuando recuerdo su rostro, su mirada, sus facetas más desagradables vienen a mi memoria. Siento muchas veces en sueños su halito alcohólico, siento su desagradable hedor corporal y aquello me produce nauseas. A veces siento que solo tengo rencor en mi corazón.

-Creo que no es bueno el sentirse así. Solo te hace mal a ti.

Hubo un silencio extraño, que perduró más de lo que me habría gustado. Decidí romper el hielo.

-¿Por qué me hablas de él ahora, que pasa Amanda?

Tragó saliva y contestó:

-El trabajar tanto tiempo en esto me ha hecho pensar de modos diferentes. Los ataúdes son algo misterioso, cajas de recuerdos vacías que se lleva la carne. Es el último receptáculo humano. Es la última parada antes del gran misterio.

Dejé el vaso sobre la mesa y le pregunté sin más rodeos:

-¿Dónde crees tú que él se encuentra ahora?

El silencio ahora fue muy largo. Con lágrimas en los ojos me respondió:

-Francamente no creo en Dios, no creo en la vida después de la muerte. Siento que el servicio que prestamos, lo que hacen los cementerios, no es más que un medio de consuelo vacío para nosotros mismos. Somos nosotros los que nos quedamos, muchas veces sufriendo por no entender el final de las vidas de aquellos a quienes amamos. Es trágico quizás pensar de esta manera, pero siento a la muerte y lo que la rodea, como una gran farsa.

Aquella respuesta me dejó sorprendido. Quería saber más, además, no había sido concreta con lo que le pregunté, por lo que dije:

-Explícate.

-A veces siento que los ataúdes son medios de prisión. Sabemos que si se enterrasen a más profundidad, no habría problema alguno ni necesidad de estos. Pero estas cajas que nosotros fabricamos en algunos casos para mí, ciento que son prisiones necesarias muchas veces.

De a poco iba dilucidando aquello que intentaba explicarme. Se refería a su padre y a la memoria que le lastimaba. Le pregunté:

-¿Crees que él está sufriendo?

Mirándome a los ojos, me dijo:

-Esperó de corazón que este encerrado aun allí abajo. Mirando una infinita oscuridad delante de él. Quiero creer efectivamente que no hay nada después de la muerte. Quiero sentir como se apaga lentamente, como sufre en medio de la agonía de no poder hacer nada. Quiero creer en lo pretérito de su vida, en saber que él es consciente de cómo se pudre lentamente todo su cuerpo. Como es consumido por los gusanos y como poco a poco su mente trastocada por la insana locura de la eterna oscuridad, se va apagando y cada vez se va haciendo más y más difusa con el paso del tiempo. Órganos ya no existirán, pero su ser, por siempre estará metido en aquella cárcel que mal entendemos como ataúd.

Aquella macabra explicación me dejó helado. No era solo resentimiento lo que había allí, era algo más grande, algo más oscuro y terrible que la sola idea del odio.

Los últimos años tuvimos a un joven como ayudante, quien, apenas podía, oficiaba como chofer de nuestra pequeña funeraria. Era una persona puntual, respetuosa y sin mañas. No teníamos puesto el aviso de que necesitábamos a un trabajador (en verdad, ¡Ni sabíamos que necesitábamos uno!) –Quien los primeros años trabajó solo a trato con nosotros– fue extraño como se nos unió y si lo pienso bien, siento que todo perteneció a un plan mayor. No me mal entiendan, no me refiero a la idea de Dios, me refiero más bien al destino, a algo quizás un poco más mágico, algo que hizo que todas las piezas encajaran y que todo se diera tal cual se dio.

Se llamaba Jacob. Era judío y carpintero, oficio poco común a decir verdad. Lo topamos un día que acompañamos a una familia a realizar un trámite en el servicio médico legal. Lo hicimos así ya que con aquel papel nos dejaban meter el cuerpo en nuestro ataúd. La cosa es que estábamos en la sala de espera –esa del pasillo blanco y alargado– y lo vimos allí, sentado, conversando junto a un médico en aquel pasillo. Escuchamos a la pasada la conversa y nos percatamos que el joven judío le entregaba al profesional una tarjeta de color marrón en donde se indicaban sus servicios. De puro curioso me le acerqué –Una vez finalizada la primera conversación– y entablé rápidamente plática con él. Cuento corto, me dijo que trabajaba en una mueblería especializada en la fabricación de ataúdes cristianos y ortodoxos. Nosotros importábamos ataúdes que eran traídos principalmente desde Argentina y el sur de Brasil –De dudosa calidad estos últimos– y tras algunos impuestos y pasos por aduana, nos llegaban en camión a la funeraria. Le expliqué mi negocio familiar y este tras pensarlo un rato quedó de visitarme. El trato inicial versaba sobre una posible compra de ataúdes fabricados por él, pero al final quedamos con un trato distinto que nos benefició a ambos. Tras conversarlo con Amanda, decidimos saber qué hacía aquel joven muchacho con la madera y vimos en fotografías primeramente, el resultado de su trabajo. Este nos explicó que ganaba poco en aquel taller de madera y nosotros –Ni cortos ni perezosos– le ofrecimos un puesto fijo en la funeraria que contaría con sus servicios de confección de ataúdes –Destinado primeramente a la línea económica que teníamos– y añadiéndole servicios como chofer para hacer diversos encargos. De este modo me aliviaba bastante el trabajo a mí al concentrarme ahora mucho más a lo administrativo y mi señora a lo contable.

Trabajamos con él durante cuatro años. Primero trabajó con nosotros a medio tiempo y después, a tiempo completo. Ya no manejaba. El negocio prosperaba y nuestro emprendimiento ya nos daba para tener más trabajadores. Fue así como nos comenzó a ir de maravilla y a captar prácticamente casi todos los fallecimientos de esa zona de la comuna de Santiago y parte de Recoleta sur. Jacob era un tipo responsable, muy serio y respetuoso hasta decir basta. No recuerdo ni una sola vez que este no hubiese dicho permiso, o gracias, cuando era debido.

Después de un tiempo nos dimos cuenta que era un excelente artesano y lo pasamos solo a la confección de ataúdes que nada tenían que envidiarle a los brasileños. Con estos últimos cortamos tratos y nos quedamos solo con la mano de obra de Jacob y dos trabajadores más que ejercían funciones de ayudantes y aprendices de este. El judío –reservado en su estilo y metódico en el trabajo– siempre nos hablaba sobre su familia en Palestina, quienes, sufrían constantemente los embates de la guerra santa llevada a cabo por su nación en esa zona de medio oriente. Nos decía que estos habían sufrido la desdicha de habitar una zona verde –así se refería a las zonas dominadas por rebeldes palestinos– y que por ello, eran constantemente atacados por el enemigo interno –esto último, de nuevo en palabras de él–. Nosotros lo escuchábamos en silencio y veíamos como sus ojos lagrimeaban cuando hablaba este sobre su familia –lo cual lo hizo en muy pocas y contadas ocasiones– y en el deseo de traerlos para Chile, un país tranquilo, alejado de la guerra y de ese tipo de conflictos bélicos.

Su trabajo artesanal era magnífico. Con Amanda siempre nos dimos cuenta de eso. Era interesante el escuchar las instrucciones que este daba, cuando les enseñaba el oficio a sus ayudantes. Recuerdo que siempre decía –Se parte por el ónix del ataúd, se remarca con madera de nogal cepillada y luego se agrega el fondo el cual nunca va claveteado, sino, puesto a presión sobre la base. Luego se trabajaba con una máquina que moldeaba la madera y se confeccionaban así los chapetones. Una vez realizados y barnizados, se procedía a la confección manual del zoclo, echo a mano y con cuidado se confeccionaban además, las piezas ornamentales que le dan forma al contorno del cajón –el cual podía ser enchapado o de madera lisa según el gusto del familiar del difunto–, finalmente por separado se confeccionaba el cajón –que en la mayoría de los casos era de una medida estándar de 1 metro con 85 centímetros aproximadamente y se procedía a la confección manual del tapiz interior acolchado del ataúd. Este se hacía de fibra de algodón y se confeccionaba con maquina costurera. La tapa y la concha eran lo último que se hacía y el diseño superior corría a cargo de nosotros, quienes encargábamos a una tienda del barrio Meiggs, figuras y ornamentaciones cristianas que podían ir enclavadas en la tapa superior. Tras agregar los soportes para que el cajón no se cierre y el vidrio templado con lámina de seguridad y sellado pulverizado, el cajón estaba listo para su exposición en la funeraria y posterior venta de este.

Tal como lo escribí anteriormente, el trabajo de Jacob era magnífico. Nos encantaba su resultado y lo metódico y pausado que era este con su labor artesanal. A Amanda le encantaban los detalles de los chapetones de los ataúdes que hacía este y como algunos –los más caros– llegaban a poseer un sistema eléctrico con enchufe que hacía que una gran luz con forma de cruz se prendiese en la zona de abajo del vidrio por donde se vería el torso superior o rostro del difunto. Claro está, estos últimos eran sin lugar a dudas los más caros que teníamos a la venta por aquel entonces.

Quizás a estas alturas te estarás preguntando ¿Por qué escribo todo esto? Bueno, la verdad es que necesitaba hacer dos cosas, primero desahogarme y segundo, explicar bien quien era Jacob y como este llegó a trabajar con nosotros en la funeraria. Es así como llegamos a aquel fatídico día de septiembre. Mientras todos celebraban fiestas patrias, nosotros pasamos un duelo interno y personal al interior de la funeraria. Así como así, y, sin previo aviso, Jacob fue encontrado muerto en el baño de la residencial en donde se hospedaba. Resultaba ser que este había sufrido un ataque al corazón que lo fulminó prácticamente en el acto. Según el informe forense, no poseía al momento de la defunción un historial médico que pudiera suponer este fatal destino. No tenía sobre peso y se le veía muy sano ya que ni siquiera fumaba. Recuerdo que con Amanda siempre fumábamos a la hora de almuerzo y jamás lo vimos consumir a él un mísero puchito todos esos años.

Su muerte fue trágica. No tenía familiar alguno en el país por lo que nosotros corrimos con todos los gastos. Estuvimos en el SML y reclamamos el cuerpo apenas pudimos sacarlo. Hablamos con los otros trabajadores de la funeraria y les pedimos venir al local ya que ahí mismo le daríamos el último adiós a nuestro compañero y colega de labores. Pero grande fue nuestra sorpresa cuando recibimos un rotundo no por respuesta. Los otros cuatro funcionarios no quisieron referirse a los motivos para ausentarse del velorio y eso nos llamó poderosamente la atención. No entendíamos el porqué de aquella respuesta tan tajante. Más tarde lo comprenderíamos.

El cuerpo llegó a las 11 y media de la mañana. De ahí lo trasladamos a la funeraria en donde mi esposa Amanda y nuestra hija lo vistieron. Usamos un terno que pillamos entre sus precarias pertenencias y dimos con una caja con una copia de la Torá (el texto sagrado del judaísmo) y unas cuantas cartas escritas en hebrero que presumimos iban a parar al servicio postal en dirección a Israel. Lo pusimos en un ataúd que había sido confeccionado y diseñado por él mismo y le dimos el responso. Tras llamar a un rabino –Quien vino gustosamente tras saber que se trataba de una ceremonia fúnebre de uno de los suyos– nos acompañó hasta eso de las 8 de la noche, en donde mi mujer volvió a nuestra casa con mi hija producto de un repentino dolor estomacal que la aquejaba.

La cuestión es que me quedé solo con el ataúd de Jacob. Si les soy completamente sincero, desde un principio la situación me incomodó. Me sentí intranquilo, inseguro, dudoso de lo que sentía. De algún modo me sentía muy solo y el espacio de la funeraria comenzaba a redimensionarse. Se hinchaba, se hacía más grande. Tanto así que aquel sentimiento comenzó a incomodarme.

Así fueron pasando las horas y de un momento a otro –y sin explicación alguna– se cortaron los amarres que mantenían abierto el ataúd. Me asustó y di un sobre salto. Me encontraba en el escritorio meditando sobre mi propia vida y sobre lo caprichosa que había sido esta con la aún joven vida de Jacob. Me acerqué con cuidado al féretro –pensando que podría haberse roto el cristal interior– pero aquello no pasó. Vi con cuidado el templado y vi su rostro. Una mirada seria, serena, que no transmitía sentimiento alguno de dolor, me tranquilizó. Sé que suena ridículo pero una parte en mi interior esperó a que el propio Jacob se hubiese sobresaltado por ello. Pero lógicamente aquello no pasó.

El tic tac del reloj me ponía ahora nervioso. No soy de los que cree en fantasmas pero ciertamente el aguardar al lado de un féretro todo lo que queda de noche en un lugar en donde solo estaba yo, hacía que me pusiera algo nervioso. Quizás intranquilo sea la mejor forma de definir dicho sentimiento de opresión. Miraba el avanzar del minutero y el tiempo se me hacía eterno. Decidí ir por un café a la cocina ubicada al fondo, al lado de la oficina personal con la que contábamos ahí y, fue justo allí, algo alejado del ataúd, cuando sentí el primer sonido extraño.

Un golpeteo. De esos que se sienten cuando tocan a la puerta. Fue todo cuanto sentí. Pero había algo diferente en él. Su sonido había sido algo más ahogado. Como si proviniese desde un lugar muy cercano y el pensar aquello me incomodó. Me encontraba solo con el cuerpo sin vida de Jacob y, que alguien tocase a esas horas era prácticamente imposible porque la puerta de entrada de la funeraria daba a un patio interior que se encontraba cerrado tras una gran reja alta de metal la cual permanecía muy bien cerrada. Amanda tras irse dejó las luces encendidas del exterior por lo que el ver la calle y la puerta de la reja era sencillo para mí, desde la posición en la que me encontraba tras el ventanal interior.

Me acerqué a una silla ubicada a un costado del ataúd y me tomé el café en silencio. No sé por qué, pero tiritaba. Me sentía nervioso y aquel sonido anterior hizo que comenzase a dudar de mi propia cordura. Estuve así un rato, meditando mirando un periódico del día anterior hasta que sentí otro golpe.

¡Zhack!

Mi cuerpo se estremeció. No sabía si lo que había escuchado había sido un nombre o el sonido de algo golpeando una madera hueca. Fue ahí cuando instintivamente decidí abrir la puerta de entrada de la funeraria. Nada. Absolutamente nada. El frio silencio de la noche me abofeteó en la cara y me devolvió momentáneamente a la realidad. Cerré tras de mí y lo volví a sentir. Era el mismo sonido, pero ahora había sido más fuerte y ya sabía desde donde venía.

El ataúd. Inmóvil en apariencia parecía invitarme a mirar en su interior. Con un nudo en la garganta me le acerqué con cuidado procurando ahora no derramar mi helado café. Caminé hacia él y abrí la tapa. Sabía que no debía haber hecho eso. Es algo que me persigue hasta el día de hoy y que me acompaña cuando tengo pesadillas.

Su rostro se había desfigurado. Su boca permanecía ahora abierta y sus ojos también. Su mirada era de alguien que había visto a los ojos a la locura. Alguien que había presenciado aquello que no debía de observarse. Había pánico en su mirada y sus inexpresivos ojos solo transmitían ahora un sentimiento de terror hacía lo desconocido.

Di un pequeño sobre salto y casi caí de bruces sobre el propio ataúd tras enredarme con unos adornos florales que descansaba en su costado. No daba crédito a lo que observaban mis ojos. ¡No quedaba rastro del relajado rostro de Jacob! No señor, no había ni rastro de su serenidad. Solo había desesperación en su cara.

Vi directamente a sus ojos y pude verlo. ¡Pude ver directamente a los ojos de aquella criatura! Algo reptaba en su interior. Algo insano se apoderó de mi visión. Un nombre susurrado por las arenas del tiempo apareció en mi mente como cartel de neón en tarde de lluvia.

Asmodeo

Su nombre no debía ser ¡Jamás! Pronunciado en voz alta por nosotros. Simples seres humanos. Sentí miedo. Vi la guerra, la muerte, la hambruna y la maldad humana en el rostro desfigurado de Jacob. Pude sentir su dolor y su miedo. Pude ver lo que aguardaba al otro lado. No veía a Dios. No señores, no había tal Dios. Era un rostro que mi cerebro a duras penas intentaba asimilar. Un rostro demoniaco con varias caras –algunas de animales que supe reconocer– me devolvió la mirada en aquella extraña oscuridad.

Y luego todo volvió a ser como antes.

El rostro de Jacob había recobrado su normalidad. Estaba con los ojos cerrados. Una mirada sería y ahora parecía descansar. No había rastro de aquella extraña criatura. No quedaba nada salvo su macabro recuerdo en mi interior.

Unas delicadas perlas de sudor cayeron sobre el vidrio del ataúd y me di cuenta que eran una mezcla de sudor y lágrimas. Me encontraba nervioso y asustado a partes iguales. Estaba seguro que había visto algo que no debía de observar y eso me hizo de nuevo temblar. Tenía miedo y no quería estar ahí. Quería echar a correr e irme con mi mujer y mi hija muy lejos. Lejos de aquel judío reservado que por algún motivo no había logrado hacer migas con sus compañeros de trabajo. Prueba de ello era el que estaba solo ahora mismo. Nadie excepto yo, mi mujer y mi hija, habían querido darle el último adiós. Y ahora presentía que debía ser por algo malo. Algo que desconocíamos nosotros y que quizás nunca logramos entender del todo.

Me senté. Me tranquilicé. Le pedí a mi mente que dejase de dar vueltas. ¡Lo necesitaba! Pero no lo conseguí. Fue todo peor desde ese instante.

El ataúd comenzó a vibrar. Era como si temblara desde adentro. No entendía que pasaba. Me levanté asustado desde la silla y un impulso irracional me pedía que mirase lo que ocurría en su interior. Finalmente lo hice. El rostro desfigurado había aparecido de nuevo y con ello un mensaje agónico que provenía desde su interior.

¡Quiero volver a vivir!

Me asuste y vi algo peor. Algo que no jugaba con mi mente como en la ocasión anterior. ¡Era algo concreto! Miré el pecho del cuerpo inerte de Jacob y pude ver un rostro que me devolvió la mirada desde su interior, era algo que reptaba desde dentro del ataúd y que se abría paso mientras rasgaba la ropa de él. Juraría que era un rostro humano. Pero al mismo tiempo, tenía rasgos animales que lo hacían desagradable a la vista. Un animal que jamás habría de ver en mi vida ni en ningún canal de animales del cable. Algo que escapaba a las leyes de la naturaleza.

Jacob pronunciaría con terror sus últimas palabras:

-¡Rahab te juzgará!

Y luego el ataúd se cerró de golpe.

Me quedé de piedra. Sin el valor suficiente como para acercarme y en extremo dudoso como para alejarme. Estaba ahí, en un punto muerto. Sin saber a ciencia cierta cómo reaccionar frente a aquello. Me senté nuevamente en la silla y esperé paciente hasta que la luz del amanecer me dio nuevamente su cálida bienvenida.

Escribir esto me tranquiliza. Nunca se lo conté a mi mujer por miedo a creer que me había vuelto loco. Además pensaba que al decirlo lo vería ella como un gesto poco decoroso con la memoria de aquel joven judío que trabajó con nosotros durante esos años. Me guardé esta historia y más temprano que tarde pude enterarme del porqué de la negativa de la asistencia al velorio y funeral de Jacob por parte de sus compañeros de trabajo.

Ellos –a diferencia mía– sabían de algo extraño en el joven. Una vez olvidó en su casillero una mochila en la cual aguardaba un texto encuadernado en cuero. Los otros trabajadores se hicieron con este y pudieron observar que en las hojas de dicho libro aparecían imágenes alusivas a demonios con alas y lenguas afiladas. Se podía observar en aquellas páginas mujeres desnudas siendo sacrificadas sobre altares manchados en sangre y otras cosas más. Los compañeros desde ese día se distanciaron de Jacob y este último –Quizás al darse cuenta que le faltaba su escrito– hizo lo mismo. Nosotros lo pasamos por alto y fue así hasta el día que me enteré de esa historia.

Ahora estoy acostado. Mi vida depende de un tanque de oxígeno y cada vez más cerca está mi final. El cáncer al pulmón ya me tiene en las últimas y a la espera de reencontrarme con mi preciada Amanda. Espero de corazón que tras cerrar mis ojos por última vez pueda verla a ella. Pero algo ahora último me ha hecho dudar. Cada vez que me duermo veo el demonio de tres cabezas. Cada vez que cierro los ojos me siento atrapado por la oscuridad.

Sin lugar a dudas jamás quise saber la verdad. Me habría encantado vivir en la ignorancia. ¡Pero ya no hay vuelta atrás!

Tengo mucho miedo.

Deseo de corazón. ¡No morir jamás!

Jamás…

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