Confesionario

Abro los ojos y veo esas dos manecillas severas, negras y afiladas que me piden que empiece a actuar. Como no he recibido la respuesta que esperaba, tendré que ir a provocar la muerte colectiva. ¡No, no, no soy un terrorista! Las sectas, con su fanatismo y esas tonterías de destrozar gente haciéndola volar por los aires por causa de unos principios religiosos o ideológicos, no me atraen en lo más mínimo. Mis conceptos son otros. Esto lo hago por mi sentido humano de justicia.
¿Alguno de ustedes ha perdido alguna facultad física o mental? Es decir, se ha tenido que resignar a no oír, a no caminar, a no ver. ¿Sí? Entonces, me pueden entender a la perfección. Miren, si un hombre pierde la capacidad de ver, su mundo se convierte en un infierno total. En primer lugar, siente que ha sido castigado por algún pecado, lo cual lo llena de resentimiento contra los demás; en segundo lugar, la pérdida de su valioso sentido de la vista lo hunde con una rapidez vertiginosa en un abismo del que no puede salir; en tercer lugar, si no tiene la voluntad suficiente para continuar, se irá dejando llevar por la apatía, la vejez y la degradación; por último, se convertirá en un peso para su familia y el estado.
¿Se han puesto a calcular cuál es el gasto económico y moral de un minusválido circunstancial? ¿Que qué significa circunstancial? Bueno, con eso quiero decir que hay personas que nacen con algún defecto físico y son minusválidos por origen, esas personas perciben el mundo a su manera y, a pesar de que saben cuáles son sus defectos, no los entienden por completo porque no pueden comparase, de forma objetiva, con los así llamados hombres normales. Por lo tanto, un invidente natal tomará la vida como la siente y no tendrá ni idea de lo que es pasarse una hora frente a un maravilloso cuadro de Nicolás Poussin u otro pintor que sea de su agrado, pero no lo lamentará en absoluto y tratará de sentir con la boca, los oídos o los dedos, otras sensaciones que le ofrezca el mundo. Sin embargo, el inválido “circunstancial” se lamentará de no poder seguir apreciando ese maravilloso cuadro del artista francés que le encantaba y se preguntará, de forma absurda, por qué de los seis mil millones de personas que existen, tenía que ser él quien tuviera que padecer ese mal. Con todo esto quiero decirles que la mejor forma de curarle el sufrimiento a ese tipo de personas es con la eutanasia asistida.
No soporto ver a esos pobres seres aferrados a una pequeña grieta en la roca para no caer en el abismo. Se agarran con todas sus fuerzas a algo inútil y, con su actitud, no saben que se llevan una cantidad enorme de dinero del presupuesto anual de un país, que generan una gran dosis de dolor y que el mundo que los rodea es tan gris como ellos mismos con sus lamentaciones. Estoy joven y he decidido que, si llego a encontrarme en una situación tan paupérrima, lo primero que haré será soltarme y dejarme caer por el acantilado. Con esa simple decisión liberaría al gobierno de una jugosa pensión que podría ser empleada en la formación de científicos y mis familiares y seres queridos descansarían y podrían gozar de la vida sin tener que llevar a cuestas un esqueleto cubierto de pellejos que es más parecido a una momia que a una persona. Está también, el pobre empleado que todos los días tiene que ser testigo de las rabietas y el empeoramiento de la salud de sus ancianos raquíticos. Cuando se es joven, hay un deseo intenso de seguir por el camino que se nos presenta en la vida, pero los que ya están de salida se encogen, se enrollan como orugas y es difícil arrastrarlos para que lleguen al final, se empeñan en no alcanzar a la meta.
Hace unos meses pedí la ayuda de los representantes del estado y no me hicieron caso, se burlaron de mi plan económico. Les conté sobre los días rutinarios en los asilos de ancianos donde trabajo y el sufrimiento de los vejetes desahuciados. Se me ignoró y en lugar de proporcionarme un medio para resolver el problema, me enviaron al psiquiatra. Allí, en el manicomio, tuve que fingir todo el tiempo y decir que mis ideas eran descabelladas y que compartía la filosofía absurda de mantener parásitos en un refugio de orugas arrugadas y desecadas. Me mandaron a mi casa y, días después, volví a mis actividades de siempre.
Pensé que mientras la tecnología no logre vencer el envejecimiento con métodos bio-robóticos o genéticos, lo más propio sería eliminar a los que estorban y sufren en contra de su voluntad. Fue entonces cuando empecé mi plan de liberación, tenía que reunir las armas suficientes y encontrar el momento más oportuno para realizarlo.
Sería de noche, inmovilizaría a los pocos enfermeros que hicieran la guardia nocturna y empezaría con la liquidación de los ancianos. No se salvaría casi nadie, quedarían sólo aquellos que pudieran valerse por sí mismos; aunque fuera por poco tiempo. Tenía que ejecutar con un sable a doscientos noventa vejetes. Me pondría una máscara de la diosa de la muerte y un traje negro de artes marciales, no les diría nada, simple y sencillamente oirían el grito de la grulla dejando caer su ala blanca sobre ellos para remontarlos en el gélido filo de mi sable y siguieran por la senda roja de una nueva vida hacia el sol, acompañados de su música espiritual relajante.
A la hora de la verdad, no pude enviar más que una treintena de lisiados, fue por el exceso de tiempo que empleé en cada paciente, además algunos incautos que al despertar se aterraron al verme frente a ellos gritaron como dementes, llamaron la atención de los vecinos. Acudió la policía y me detuvieron, me amenazaron con dispararme si no me detenía, con toda el alma deseaba continuar, pero no calculé bien mis fuerzas e hice una pausa precisamente cuando ellos irrumpieron en el asilo, así que me cogieron con facilidad, sólo pude deshacerme de la máscara y el traje negro que ya era de color violeta. La sangre desbordaba por el piso formando un hermoso camino de vida espiritual muy superior, así que mis zapatillas se coloraron de un tono marrón y después se formó una costra. No opuse resistencia, quería que mi mensaje llegara a la prensa y que más partidarios de mi filosofía cogieran la estafeta después de mi arresto. Por ahora nadie ha respondido a mi llamado, pero habrá quien ponga atención a mis súplicas de justicia. Se me recordará siempre y se rendirán honores en mi nombre, lo sé bien. Por fortuna, sé que no cumpliré cadena perpetua en la cárcel, tampoco me ejecutarán, sólo me iré colgando de un hermoso pañuelo de seda azul, el cual me guiará por las nubes hasta un jardín de cerezos con unos arbustos bien recortados y un riachuelo de corriente suave, transparente y musical. Entonces los pájaros ejecutarán su himno a mi vuelo, su memorial llamado a abandonar la tierra y se extenderá con sus hermosas alas por todos los confines del universo.

Sé que les habría encantado que contara con detalles todo lo que hice. Seguro que disfrutarían si les describiera con detalle cómo volaron las cabezas. Fue un espectáculo inolvidable, eran como calabazas lanzadas al aire en un aura roja, rebotaban por el piso y rodaban cual cometas. Podría ser más explícito, pero se los dejo a la imaginación. Si no son unos deficientes “circunstanciales” lo podrán hacer con maravillosos resultados.

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