FIN DE PANDEMIA

FIN DE PANDEMIA

Fran Nore

14/04/2021

FIN DE PANDEMIA

Finalmente, el día que se acabó la pandemia, los vagos chicos del barrio me dijeron que afuera del hotel Eurostars estaban repartiendo mercados gratuitos a las gentes pobres.

Encaminé mis presurosos pasos hacia la solitaria calle que daba al hermoso hotel citadino, con la esperanza de recibir algunos víveres gratis.

Hacía un calor palurdo, seco, sin ventilación de brisas atardecidas.

La ropa la sentía pegajosa en la piel del cuerpo. Transpiraba agitado andando rápido.

Asomé a cerciorarme si de verdad era cierto lo que decían los alocados chicos del barrio y estaban donando y regalando mercados; y efectivamente, grupos de personas esperaban parcamente organizadas en una extensa fila, los mercados prometidos.

Relucía un semblante macilento de tantos días sin comer.

A mí diestra y siniestra había otros seres en igual condición y deplorable situación de abandono y marginalidad. Personas con las miradas esperanzadas esperaban con desmedida paciencia, algunas recobraban el brillo en los ojos achinados, un poco las perdidas sonrisas, el deseo de seguir adelante a pesar de las dificultades.

Pienso que a todos los lugares distópicos hay que conducir el amor. Y la solidaridad, su eficacia sólida.

También esperé algunos minutos en la acalorada fila a ver si me daban algo, pero pasado un desmedido tiempo, al llegar al punto de distribución sólo me ofrecieron servicios de turismo y recomendaciones de viaje. Deduje si las tomaba para bien o para mal, sacudido por el aturdimiento y la desesperación de no poder viajar, sin dinero y carente de pasaporte.

Pasaron otros eternos instantes en que no comprendía nada, los empleados del hotel iban dando tumbos, pareciendo como ebrios, desorientados o heridos; pero sólo eran las jornadas agotadoras de trabajo que les doblaba el espinazo.

Ya desconsolado, aturdido y aburrido, me fui del hotel atiborrado de individuos envueltos en una agotadora esperanza fatua, inútil, fútil, para el barrio contiguo, una plácida placita asomada en su flanco izquierdo en deplorable soledad, me dirigí hacia el lugar buscando algo de somera tranquilidad.

El cielo se difuminaba con los vestigios de la tarde, presentaba una gris claridad fotográfica.

El calor no mermaba y tenía toda la ropa enjuagada de sudor. El calor no me dejaba pensar en soluciones alternas.

Algunas errantes palomas vacilaban en escudriñar migajas de comida repartida por los suelos. Me sentía próximo a pelear con ellas esos minúsculos desperdicios.

Estaba harto de la pandemia y sus Protocolos de Seguridad. Fastidiado. Aunque promulgaban los expertos clínicos y los epidemiólogos que había terminado aún no se establecía el reanudar de la anterior normalidad.

Luego caminé sin dirección a lo profundo de las calles de ese barrio, sórdido, sin ganas de pensar ya en nada.

Cayendo la tarde, volví a casa, la herida noche se precipitaba sobre mi angustia. Intentaba controlar mi impotencia, mi acaloramiento. La noche intentaba mermar con sus sombras el sofoco del día.

En la casa de igual forma ni con quién hablar ni nada que hacer, no quería leer ni escuchar música ni ver televisión, ni hacer de comer porque no había nada que preparar en la cocina, ni quería sacudir los rincones polvorientos de la estancia, menos aún vigilar los peregrinos palomos entre los techos formando nidos repentinos.

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