El cuento de la Princesa y la cigarra cantarina

El cuento de la Princesa y la cigarra cantarina

Cuentan que una vez hace mucho, mucho tiempo, en un cierto reino, en un cierto país y cerca de un cierto lago; vivían una reina y su hija la princesa.  La Reina se llamaba Buena, pero la princesa, … No recuerdo bien … ¿Cuál era su nombre? … ¡Empieza por G … o no, comienza con V… O Gaby o Verónica… En fin, ha pasado tanto tiempo que me contaron esta historia, que lo único que tengo claro es que fueron las Ondinas que vivían bajo las agua azules de ese  hermoso lago las que me revelaron este cuento.

Y resultó, que un día que paseaba por las orillas de este lago, encontré sentadas en unas rocas resbaladizas, a un grupo de Ondinas que trataban de extraer a una de sus compañeras, un anzuelo que se le había encarnado en su bella cola  verde y dorada. Al principio se asustaron, pero la Ondina de más edad las tranquilizó. Me miró a los ojos y les dijo que yo era un buen ser humano. Inmediatamente me brindé a ayudarlas y con paciencia y mucha delicadeza extraje el anzuelo. Se puso tan contenta la Ondina, que saltaba y se hundía entre los nenúfares que flotaban en las tranquilas aguas  y en recompensa me dijeron que les pidiera lo que yo quisiera. Entonces se me ocurrió que lo más que deseaba en ese momento era, que me contarán una historia que hablara de la amistad. Como confundo ambos nombres, porque eran idénticas en bondad y sabiduría, la llamaré   a partir de ahora, «La Princesa Bondadosa».

Como les iba diciendo, la reina y la princesa vivían en un palacio por supuesto, de color azul turquesa, tapizado de tupidas madreselvas, que trepaban y trepaban sin descanso, hasta unos majestuosos y acristalados ventanales, que quedaban justo al frente.

¿Cómo todos los castillos y palacios, pensáis? No, no; era diferente; hasta tenía … cuatro puntiagudas torres que de tan altas que eran, días tras días; enredaban los blanquísimos vestidos de las nubes, hechos del más fino y suave algodón, cuando regresaban de sus largos paseos matinales, enfadándolas y provocando, alguna que otra mañana, inesperados aguaceros.

Bueno, ¿y del lago que reposaba cerca, qué he de deciros? ¡Una verdadera maravilla!, con sus aguas trasparentes como vidrio recién limpiado y aquella alfombra de nenúfares amarillos, rosas y blancos, que cubrían sus amplias orillas y que era lo que lo hacía, tan admirado.

Muy cerca de aquellas aguas tranquilas, en la orilla que daba a las ventanas de su habitación, la Princesa, que gustaba mucho de las flores silvestres, hizo con sus propias manos un pequeño y colorido jardín. A la Princesa le gustaban tanto estas coloridas criaturas, que las quiso tener muy cerca de ella.

No se conformaba con sorprender en sus paseos, a las margaritas pintándose de amarillo las caritas, o a las amapolas sacudiendo sus vestidos rojos, o a las lavandas presumiendo de su aroma. Quería que nada más amaneciera y se asomara a su ventana, verlas a todas juntitas, como un coro de colores y perfumes. ¡Ah!, y sobre todas las cosas de este mundo; escuchar sus vocecitas gritar con todas sus fuerzas: ¡“que tengas un hermoso día Princesaaaaaaa, y traernos agua perfumadaaaaaaa ………”!

Este lago, el que pasaba muy cerca del palacio, también tenía un nombre. Pero, ¡caramba!, lo he olvidado; así que le pondré Arcoíris. Y no porque sea una palabra hermosa que recuerda colores, no; porque en este lago, vivían bajo sus aguas, las Ondinas que ponían orden a las franjas que lo forman.

Las cosían cada noche, sin equivocar el sitio donde iba cada matiz, observadas siempre, de muy cerca, por las estrellas y cometas que pasaban por allí. Y no eran simples curiosos, éstos brillantes viajeros. No. Es que de ellos tomaban el resplandor que lucen los arcoíris, después de cada chaparrón. Y a cambio las Ondinas, les dejaban que vieran cómo ellas juntaban los colores. Y lo hacían, en verdad, con una paciencia tan asombrosa, que daba ganas de ayudarlas; pero ellas no querían, porque nadie tenía la infinita delicadeza con que formaban los manojos de rojos, verdes, naranjas y azules; que sólo ellas poseían en sus dedos de sirenas de agua dulce.

Si, ¿y que me decís si os cuento, que esas franjas tan hermosas y radiantes que forman los arcoíris, eran muy, muy orgullosas? Cuentan que todas, querían ser la primera en salir al azul escenario, la que queda más afuera, la que más alta está en el cielo. Y que cuando Moradita quedó última, se puso muy triste.

Veía a sus hermanas con sus largos cabellos azules, amarillos, o naranjas …, ser las primeras en derramar sus matices en el cielo húmedo y claro. Ella, en cambio, que tanto se esmeraba comiendo prunelas y verbenas lilas, para que fijaran su color, era la última de todas.

Pues, para no retrasar más la historia que voy a contar, y que escuché sin preguntar; fue la Reina Buena la que alegró su cara de rosa (morada), diciéndole un día, a la pobre y desconsolada franjita, con una voz, como si cantara una canción de sueños alegres y tranquilos; que habían muchas cosas que ella, Moradita, vería por ser la última que saliera de sus hermanas; claro, si dejaba de llorar; entonces podría ver el arcoíris en todo su esplendor. ¡Qué sorpresa!, tan ocupada estaba con su tristeza que no se daba cuenta de lo hermoso que ocurría a su alrededor. Y desde entonces aparece, risueña y feliz, detrás de sus hermanas, con una sonrisa que ya conozco, Moradita, a admirar el espectáculo. Eso sí, después de que la lluvia cansada de mojar, rociar y salpicar, se marche a su casa a descansar.

Bueno, volvamos a empezar nuestra historia, que prometo no volver a interrumpir:

Cuentan que una vez, hace muchísimo tiempo, en cierto reino, en cierto país y cerca de cierto lago; vivían, en un palacio verde turquesa, la Reina Buena, la Princesa y la cigarra cantarina. La Reina se llamaba Buena, la Princesa se llamaba Bondadosa, y la cigarra simplemente, Margarita.

Un día que había llovido tanto, que las gotas de lluvia, estaban ya mareadas de tanto chocar y tropezar unas con otras; y que casualmente había nacido un arcoíris; la Princesa  decidió, que después de aprenderse de memoria, tooooodos los escudos que representaban su reino, irse a dar un paseo por la orilla del lago. A Bondadosa le gustaba sorprender a la brillantes truchas, saltando animadas, a ver cuál de ellas llegaba más alto; y cómo las flores, después de un fuerte aguacero, quitaban el manto de gotitas que colgaban de sus maltrechos pétalos; que aquella manía de aprenderse los escudos.

Fue así como un día, conoció, sentada en una hoja verde, a la cigarra Margarita, que cantaba y vocalizaba sin parar.

Ver a Margarita tan pequeña y delgadita, y quedarse prendada de su gracia, fueron la misma cosa.

Al principio Margarita se asustó, al ver a aquella Princesa, tannn alta, con aquellos cabellos, tannn largos. Pero la sonrisa; la de la Princesa; que era la ingenuidad misma, que era infinita en su alegría; y que ella ignoraba que poseía; la dejó también deslumbrada. Y así fue como se hicieron amigas.

Día a día, Bondadosa, iba a escuchar las canciones que cantaba Margarita. Y como ella era como Meñique, el del otro cuento, el que nunca se quedaba sin intentar saber lo que no entendía; preguntó a la verde y delgada cigarra, el porqué de sus cantos a esa hora.

Margarita cerró su pequeña boca; y que conste, sólo la cerraba, si venía algún sapo comilón o alguna grulla entrometida; “con aquellas patas largas y feas pensando que eran las dueñas del lago”, decía muy seria. Sólo así paraba de cantar.

—Mi querida amiga—, dijo, con su voz chirriante— me presentaré al prestigioso concurso de Las Cigarras Cantadoras. Como ves, tengo una hermosa voz y seguramente ganaré. He de reconocer que todo no es tener talento, también constancia, y es por eso, que después de llevar a mis pequeños hermanos, a la escuela de saltarines; vengo a esta parte del lago, que tanto me gusta, a repasar mi eeeeeexxxxxtenso repertorio. – Y agregó, al ver que Bondadosa la observaba sorprendida:

—Hasta las mismísimas mariposas, se quedaban sin palabras al oír mi hermosa melodía, ¡y ellas sí que saben escuchar en silencio!

La Princesa se quedó sin decir nada, sobre los halagos que se hacía la verde cigarra, y aunque ella no le veía tantos encantos a su melodía, sonrió y se escondió detrás de las cosas, donde sí creía, que Margarita era especial.

Pasaron los días y Bondadosa, que llegaba a los ensayos siempre antes que la propia Margarita, comenzó a gustar de su canto. Al principio no le agradara mucho la voz de su delgada amiga; pero con el tiempo, admiró mucho su constancia, su optimismo y, ¿por qué no decirlo?, la carita que ponía cuando soltaba el último y virtuoso agudo en la parte del final: “Fuiiiiiiiiiiiiiiiiiii, yooooooooooooooooo…”

Bondadosa casi lloraba de emoción. Si hubiera sido más pequeña, la abrazaría con toda sus fuerzas. Pero menos mal, que ambas sabían que éso, de suceder, tendrían que tomar algunas precauciones.

Al fin llegó el día del concurso y Margarita, como había ensayado tanto y estaba tranquila por esa parte; se entregó a la difícil tarea, de escoger, con qué traje se presentaría. Le daba mucha importancia a su vestuario.

Y fue por esa razón que pidió ayuda a Tejerina, la reputada arañita costurera, que aunque era tan pequeña, que podía entrar, con el hilo acuesta, por el ojo de una aguja; nadie podía quitarle el mérito de ser, después de las Ondinas del lago, la segunda mejor puntada de la comarca (lugar que nunca aceptó, diciendo, con cierta ironía: “que jamás había entregado a sus clientes, la ropa, ni húmeda ni mojada”).

Pero a la Princesa, se le había pasado algo muy importante. Lo aplazaba cada día y cada noche. Nunca le contó a su amiga, lo que pensaba, de esa frase del final. Le parecía que era muy larga y sonora. Sí, comprendía las condiciones vocales que tenía Margarita, pero creía, y casi, casi, estaba segura; que si acortaba la frase final, sería más perfecta en su canción y tendría muchas más posibilidades de ganar el concurso. Hasta lo había escuchado decir, a unos pajarillos cantadores, que sabían mucho de música.

¡Ay! Pero cómo decirle a una amiga, que estaba tan entusiasmada y segura, y hasta feliz, que había una parte de su ilusión que no compartía. Fue una noche muy larga la que pasó Bondadosa. Si no se lo contaba, ¿perdería su amiga el concurso? Y si se lo decía, seguramente haría añicos, aquella ilusión tan maravillosa que habitaba en su verde corazoncito y … hasta dejarían de verse cada día. No podía ni imaginar hacerle daño.

Esa noche fue muy triste. Tanto, que la Reina Buena, que tampoco podía dormir, al ver que la sonrisa de la Princesa no brillaba como antes ; y las madres saben mucho de esas cosas; fue a su cama, y sin decir palabra alguna, abrazó a su hija con todo el calor y el cariño que sólo tienen las reinas buenas. Entonces la Princesa le contó lo que le sucedía. Y entre abrazos y frases dulces, y las palabras de la Reina Buena, comprendió que, para que el sueño de su amiga se hiciera realidad, tendría que pasar por ese duro momento, al que siempre había temido, ser valiente y explicarle a la ilusionada cigarra, lo que pensaba del final de su canción.

Seguramente la amistad acabaría, pensó Bondadosa, no conocería a las pequeñas cigarritas que vendrían al concurso y todo habría terminado. Pero por otra parte, si Margarita perdía, se sentiría culpable de su infelicidad y de sus ilusiones destrozadas. Su madre, la Reina Buena tenía razón. Si había una manera de que su amiga ganara el concurso, era contándole lo que ella pensaba, y lo más importante, ser honesta con ella.

Ese día salió más temprano que nunca, tenía que encontrarla antes de que comenzara el concurso. Entonces se fue a toda prisa, al sitio del lago donde siempre ensayaba. Llegó jadeante, y vaya, Margarita no estaba por ningún sitio. Buscó con más cuidado entre las hierbas, miró dentro de las flores, la llamó con todo su corazón, que es más fuerte que la voz. Y no la encontró.

De repente, comenzó a escuchar, desde lejos, una algarabía de aguzados chirridos que no terminaban nunca. Hasta allí dirigió sus pasos. Sabía que no podía llegar muy cerca. Las cigarras se asustarían y eso si que no lo consentiría.

Pero cuando se busca con el corazón abierto, siempre se encuentra lo perdido. Y así fue como la encontró, no muy lejos de donde venía la algarabía, a Margarita, probándose un ajustado vestido verde y ensayando la parte final de su canción.

—Qué haces aquí querida amiga,— dijo sorprendida—, ¿no habíamos quedado en que te cantaría a ti sola mi canción, después que terminase el concurso? Mis compañeras son muy temerosas y huirían si te acercaras.

—Perdona Margarita, —dijo la Princesa avergonzada—, tengo que decirte algo antes de que cantes tu canción. Tal vez esté equivocada, pero no puedo pensar que por no decirte lo que pienso, pierdas el concurso que tanto amas, y lo peor, que no confíes más en mí.

—¿Y qué es eso que, crees que me puede ayudar a conseguir lo que tanto quiero, Bondadosa?

—Me parece— dijo con voz temblorosa—, que si… acortaras un poco la frase final, la canción sería más hermosa. Al principio Margarita quedó sorprendida, pero luego sonriendo de oreja a oreja (¿o mejor: de antena a antena?), saltó hacia la Princesa agradecida.

¡Increíble! se abrazaron, ella con sus dos patitas verdes y la Princesa, con sus laaaaaagos brazos, con tanta dulzura que ni las misma abejas se atrevieron a imitarla.

¡Margarita también lo había pensado!

Bondadosa se quedó sentada, después que partió la ilusionada cigarra, mirando las aguas transparentes, con sus caminos de nenúfares. No sabía lo que estaba pasando en el otro lado del lago, pero se sentía tranquila, había sido sincera con su amiga.

Pasó el tiempo, que ese día estaba muy cansado, y cuando así estaba, las esperas se hacían muy largas. Al final de la tarde, apareció Margarita con sus alegres compañeras saltando a su alrededor, y riendo con sus voces verdes y ruidosas. 

—Gracias amiga, aunque no gané con mi canción, no he quedado nada mal acortando mi extenso final. Pero, ¿sabes?, -prosiguió emocionada-. He ganado el más hermoso premio: tu honesta y sincera amistad.

Se hizo un profundo silencio en el lago, las Ondinas dejaron de ordenar el arcoíris, los plateados salmones dejaron de saltar, sacando sus brillantes cabezas fuera del agua; y los sapos y las garzas de piernas largas, dejaron de molestar a las cigarras por un rato.

Y claro, volvieron a abrazarse. Y después de reír y de llorar y contar las peripecias de ese día; se fueron a dar un paseo: Margarita con sus laaaargos saltos y la Princesa, taaaan alta y con aquellos cabellos taaaan largos y su bella sonrisa que no sabía que poseía, lo que la hacía más hermosa; se perdieron por la orilla del lago, seguidas de muy cerca, del resto de cigarras, riendo y hablando: Bondadosa, del príncipe de sus sueños, y Margarita, del cigarro de los suyos. Y así fue como la cigarra Margarita y la Princesa, se convirtieron en las amigas más inseparables, que se conoce en ese cierto reino, que tenía tantos escudos. Y fue una amistad honesta, reposada e infinita. Y hasta dicen que a la princesa Bondadosa le llegó a gustar final de “¡fuiiiiiiiiiiiiiiiiiiiiii yooooooooooooooo!”, que entre nosotros, Margarita a penas recortó.

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