Cap II El velatorio

II El velatorio

No. No soy yo. “Yo” no existo, me he perdido en este dolor tan extraño que siento como si me hubieran arrancado una mitad, como si “yo” fuera una fina capa de algo que no reconozco.

Hasta cuando me miro al espejo no soy “yo”, “yo” no estoy, en su lugar un joven moreno de ojos azules, un desconocido, me devuelve la mirada. No parece un reflejo sino una entidad que está ahí, con una mirada neutra, peinándose conmigo.

Era muy amigo de Víctor, me digo, como si fuese la cosa más normal del mundo el ver en el espejo un reflejo de un joven en lugar de una mujer en los cincuenta, que había sido rubia de ojos verdes y no azules.

El joven me parece alguien muy cercano, muy querido por Víctor aunque no tengo ni idea de quien pudiera ser, yo no le conozco, debe ser de otra vida, me digo. Debería de haber sido un criado fiel, casi un hijo, fue cuando el Víctor era el señor, el que poseía una gran casa.

–El señor ha muerto- le digo al joven del reflejo sin esperar respuesta.

No es prudente seguir conversando con ese desconocido que ha sido amado en algún momento del tiempo de antes.

Ahora todo es diferente y tengo que ir con mucho cuidado. Estoy sola. Ya no tengo a nadie que me proteja o me defienda en caso de ataque.

Decido que no voy a utilizar el espejo por el momento,prefiero peinarme con cualquier luz, al reflejo de mi sombra.

No voy a contarlo, no le voy a decir a nadie lo que veo, no sea que a alguien, a alguno o a alguna, se le ocurra ayudarme.

No. No entienden. Sólo pueden comprenderme los que han sufrido una pérdida, a los que se les ha muerto alguien, alguien suyo, alguien de dentro. Los que saben que se llama duelo porque duele. Un dolor que noto en la barriga, en el estómago, en el centro del cuerpo. Un vacío, como una herida, la misma sensación que cuando me operaron de apendicitis o de histerectomía. La misma. Pero ahora no me falta nada físico, ningún órgano, ninguna víscera, ningún apéndice y sin embargo… Ahí está el vacío doliente, en duelo.

No estoy soñando, él está ahí en la caja, amarillento, pudriéndose, sin vida, sin vista, invidente…

Y yo, o quien sea ese yo, me siento ligera como un chaval, como si realmente fuese el chico a quien veo en el espejo.

-¿Por qué pareces un chico joven, Paulina?- me pregunta Julia, de golpe, directa, en un tiro horizontal dirigido al secreto.

Entré en pánico: ¿cómo ha podido darse cuenta?. ¿Tan evidente es?

No puedo decirle la verdad, no puedo contestarle que no está hablando con una pobre viuda sino con un chico de unos veinte años.

-Tengo miedo- es mi respuesta cautelosa. –Quizá sea porque estoy sola y me siento como una adolescente- razono.

Julia es filósofa con cargo, catedrática de filosofía de instituto. Y con un filósofo hay que razonar, siempre, en cualquier momento por muy colocado que estés, no admiten otra respuesta. Si me hubiera quedado con el simple y veraz, “tengo miedo”, no hubiera valido. Las pequeñas emociones parece que nunca explican nada.

A tenor de su respuesta lo había hecho bien, había sido una buena contestación que la había dejado pensando, como buscando el fallo epistemológico en mi corto discurso. Y pude escapar. A las viudas en el tanatorio se les permite moverse. Los demás están ahí, sentados, como haciendo compañía al muerto pero yo no podía estar ni un momento en ese sitio, me ahogaba. Entraba y salía, subía y bajaba. Y cuando volvía a entrar volvía a encontrarme con esa luz en el techo iluminando las paredes naranjas, los sillones naranjas.

No me extraña que mi hijo vomitase cuando entró y le vio ahí echado en la caja, en silencio, mudo, sin vida-invidente… acompañado de flores. ¿Se ha dado cuenta alguien de lo tétricas que parecen las flores al lado de un muerto? Flores arrancadas, muertas, para los muertos. Una redundancia que marea.

Recuerdo la primera vez que conocí a Julia, bajando por un ascensor, saliendo de una fiesta en casa de Amalia con un pedal del quince. Una rubia consistente, pensé, tal fue la sensación de solidez que transmitía. Le dio tiempo en el corto trayecto de hablarme de Hegel y de hacerme una pregunta difícil, de esas que sólo saben hacer los filósofos y de la que, afortunadamente, no esperó respuesta porque ella ya la tenía. Me sentí algo apabullada.

¿Acaso no se había fumado ningún porro? O los porros le daban ese speed o igual había habido en la fiesta otras cositas que tomar de las que yo no me había enterado. Pensé que habría estado bien conocerla al principio y no a la salida de la reunión porque a mí los porros me dan bajón y no sé qué conversación hubiéramos podido mantener.

Julia pertenecía al grupo de las amigas de Víctor, amigasde las que yo no participaba ni quería participar ante el cabreo expuesto por Amalia alguna vez. No es que a mi no me gustasen las mujeres o su sabia compañía, las mujeres inteligentes tienen un estar muy agradable, sólo que ellas eran su vida, la vida de él, su territorio que yo no quería profanar puesto que eso me permitía tener el mío.

Los celos se me habían pasado quizá porque dolían y había decidido aparcarlos o quizá porque mi umbral de dolor siempre ha sido alto.

Ya sabía que era guapo, el más guapo de la fiesta, siempre. Y que a alguien así es difícil tenerlo en exclusiva.

Sabía también que se había acostado con Amalia pero si yo no “me enteraba” qué importancia tenía. Él seguía conmigo como si nada hubiera pasado, como si el acostarse con otras formase parte de su obligación social, del ser bien educado. Es la obligación de los guapos.

Curiosamente, no me sentía traicionada. Él estaba ahí conmigo y lo estaría para siempre. Me demostraba que era fiel, a su manera. Estaba a mi lado, aunque desapareciera de vez en cuando. Me acostumbré y llegué a apreciar cuando se permitía una canita al aire, sobre todo cuando estaba con Amalia puesto que volvía estupendo, grácil, ligero, con sentido del humor, hasta el punto de que yo contaba con ella cuando el desdén por la vida del que era mi marido llegaba a límites insoportables.

-¿Puedes quedarte unos días con él?- le había pedido alguna vez a Amalia. –Necesito descansar. No puedo más-

-¿Tú te crees que mi casa es una guardería?-

Pero, yo no contestaba y era en ese silencio lleno de información al que Amalia no podía dejar de responder.

-De acuerdo, pero sólo por un par de días. Y sólo por esta vez-

Tal era el talante solidario de sus amigas. Había que cuidar de los niños y había que cuidar de los hombres heridos, los sensibles o los gays. Los únicos que tanto ellas como yo, permitíamos entrar en nuestros círculos.

Recuerdo a mi madre tratarme de “tonta” por no permitir que un hombre me mantuviera y tenía razón. No sabía, ni nunca supe como se hacía eso, de igual modo que no comprendía como mi hermana podía dedicarse a cuidar de su casa y de sus hijos y a ser mantenida. Me era imposible entenderlo.

¿Cómo lo hacía? ¿Cómo se lo montaba para pedir dinero?…

No sé porque estoy pensando ahora en mi hermana. Está aquí en el Tanatorio, lo sé, aunque apenas me ha dicho nada como siempre hacemos en mi familia cuando hay temas importantes. Que cada uno apechugue con lo que le ha tocado y si no, no haberse metido en líos. Ni siquiera me ha abrazado, sólo un gesto de –venga, ánimo. Ahora no te vas a derrumbar ¿verdad?- haciéndome sentir culpable de mi dolor, de mi duelo. No puedo mostrarme vulnerable. No está bien…

La culpa, siempre la culpa, la culpa asumida, la culpa potente y prepotente que habita en mi familia de origen.

La yaya, la abuela, nos había educado con mano de hierro pero con guante de seda, como les gustaba decir a los mayores.

Y con el libro de tapas negras.

El libro que la yaya nos había mostrado a cada uno de nosotros tres por separado, en un día y un momento escogido por ella. A solas, sentados en la butaca de su habitación ante el libro con láminas dibujadas a plumilla, en blanco y negro, en las que se describía el castigo, la tortura sangrienta, a la que cada pecador era sometido por unos demonios con tridentes y cuernos. A los mentirosos les cortaban la lengua, a los adúlteros los genitales, a los ladrones las manos… Y así una página tras otra con imágenes espeluznantes, góticas, describiendo con todo detalle lo que le podía pasar a uno si se portaba mal. Pecador.

Nunca habíamos hablado de ese tema entre los hermanos. Yo me había enterado por casualidad cuando un día mi hermano mayor soltó un –todavía me acuerdo del libro de tapas negras- pero no dijo más, no continúo, no quiso seguir contando, todavía avergonzado de lo que él, como yo misma imaginaba, era el único pecador en exclusiva.

¡Qué poderosos son los adultos con los niños! ¿Somos conscientes de ello? Heredamos todas esas creencias, todos los miedos que llevan nuestros mayores que nos taladran y nos configuran hasta el fondo y luego, luego todavía hay gente que no cree en las terapias, ni en el inconsciente…

Amalia está diciendo unas palabras en el funeral. ¡Qué bonito! Ha hablado de su amigo, de su amigo del alma y luego ha salido Bernat, su otro amigo-amante, también. ¡Qué francés todo, qué agradable! ¡Cuánto les quiero!

No sé lo que opinaría, si supiera, el cuñado de mi hermano que es quien está oficiando y es un cura católico de los de antes. Igual tendría que absolverles en confesión a todos. Todos absueltos, aunque no quisiera…

No ha habido manera de zafarse del oficio religioso, el otro era complicado y yo no estaba con capacidad de decidir si quería parlamentos o música o lo que fuese. Ha sido mi familia biológica, los que lo han hecho todo. Y yo me dejo. No tengo capacidad para mucho más.

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