La Patagonia insurrecta

Prefacio a “La Patagonia insurrecta”

El manifiesto comunista – 1848

Toda la historia ha sido una historia de luchas de clases

Un fantasma recorre Europa.
Tiene el tamaño de una espuela,
de una carcajada, de un anteojo,
de un peldaño, de una montaña roja,
de un hombre asido a su fusil
y otro a su herrumbrada espada.
Una pedrada venturosa.
La plenitud del futuro.
El tamaño de una mujer llena de confianza
y el de un niño muerto de hambre
en una madrugada helada.
Un fantasma recorre Europa.
¡Comunistas! ¡Comunistas!
Amor y drama arrebatado sin incertidumbres
en las rudas barricadas de la lucha clase,
en los padecimientos proletarios
que fermentaron en la Liga de los comunistas,
la secreta sociedad obrera.
Allí, coagulo y potencia de la voz humana,
un grito: ¡Proletarios del mundo, uníos!
y ese grito recorrió el mundo como un fantasma.
Manifiesto comunista:
Llegó su letra a toda la geografía
y entró
por la ventana,
por la puerta,
por las rendijas
de todos los padecimientos
de la vida de los eternos oprimidos
y se encontró cara a cara
con la Revolución de marzo,
cuando la insurrección en Alemania
se extendió en la metalurgia del fuego
y el espléndido ronquido de la pólvora
de los insurrectos.
Así fue en París, de buena gana
pedrada a pedrada,
temperamento de la roca,
bala a bala,
dichosa sustancia de la humana pólvora
rompiendo la desolación
de los tiranos.
Hermanos,
camaradas,
comunistas,
Un fantasma recorre Europa
y el mundo lo ha acogido
y crece y arremete
y surge la dicha hasta del último barro
en su magna formación de emblemas.
Flamea
rojo,
aurífero
polen,
consciente
firmamento,
ardiendo flamea
porque no se detiene,
y en la cima del Hombre
la libertad espera
su completo triunfo.

La Comuna de París – 1871

La causa de la Comuna es la causa de la revolución social, es la causa de la completa emancipación política y económica de los trabajadores, es la causa del proletariado mundial. Y en este sentido es inmortal. Vladimir Ilich Lenin

Dominio de la muchedumbre, terrorífico e inexplicable,
clama, proletario de Francia, ese insurrecto manifiesto,
noble, transpirado, puro hueso y pellejo, casi muerto,
decapitado en las profundas trincheras de la última guerra
donde la noche se escurre entre las ratas.
Clama. ¡De pie los condenados de la tierra!
Este sol no ha salido sino hasta hoy y nos ilumina.
Marcha por París cargando el futuro sobre tus espaldas
y clama a viva voz, convoca a tus hermanos:
¡De pie los hambrientos! ¡De pie!

La razón truena desde lo profundo de la historia,
es un relámpago escarlata, es un volcán rojo,
lava roja y de su boca de roca centenaria
surge la erupción, el manantial final del tamaño
de una colosal arquitectura completamente nueva.

Llegue la pólvora como los nuevos vientos
y barra con su fuego todo lo pasado. Es el día en que el pueblo
decide precisamente el natalicio de la Historia nueva y estalla
verdaderamente estalla barriendo los horrores del pasado.
Clama y ya no está desamparado. Multitud de esclavos ¡levántate!
Multitud de esclavos ¡de pie!

El mundo será cambiado desde su base,
de la pradera a la montaña, desde los llanos
a las solemnes latitudes de los cielos.
Todo será cambiado, dolores, desesperanzas, rejas,
los despóticos candados, el humo de las hogueras
donde fueron quemados Servet y Giordano Bruno,
las cárceles donde los labios y los ojos son arrancados,
los dorados burdeles donde son prostituidas nuestras hijas,
los lóbregos dictados de los lóbregos burócratas,
y nuestras mujeres ya no serán asesinadas y en sus vientres
a cuestas llevarán los libertos y nuestros niños
no serán arrojados a los perros como migas de pan
mientras ellos beben el licor extraído de nuestra plusvalía
y ríen implacables, negras estatuas de la muerte.

¡No somos nada, y sin embargo somos todo!
Sin nosotros no habrá hierro con que forjar cañones,
no habrá fusiles ni balas con que asesinarnos,
ni hilo con que tejer los uniformes para que nos maten
vuestras esplendorosas tropas mercenarias.
¡No somos nada, y sin embargo somos todo!
Sin nosotros no habrá trigo y no habrá pan,
no habrá la pura leche ni el dulce néctar de la miel.
¡No somos nada, y sin embargo somos todo!
Sin nosotros andarán descalzos los reyes y los ministros,
y no tendrán más remedios que ir de rodillas a sus misas,
gendarmes y gendarmes de sotana, rezando villancicos
mientras matan al pueblo. ¡Sangre! ¡Libras de sangre!
Estatura de la sangre de los oprimidos.
A donde se mire derrama nuestras sangre en sus billeteras.
¡No somos nada, y sin embargo somos todo!
Ramón, Pedro, Juan, héroes hablando desde las barricadas,
madre, padre hijo ¡ha llegado la hora! En la noche de la Humanidad
somos nosotros los fogoneros del futuro.

Estribillo:

Esta es la lucha final: a golpes, a fatídicos sones,
en la perfecta insurrección del pueblo
la nueva marcha suena en la pluma biológica de Eugène Pottier.
¡Agrupemos! Marchemos juntos, y mañana, seguramente
nuestro canto recorrerá el mundo. Nuestro canto será internacional.
¡Arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin pan!
La tierra será el paraíso, el reino de la humanidad.
Será la raza humana, criatura a criatura y día a día
su propia salvadora. No habrá salvadores supremos:
ni Dios, ni César, ni tribuno, los únicos salvadores
están en los socavones aguardando los revólveres,
los átomos de pólvora, los filos victimarios de las dagas
antes que cante por última vez el gallo traicionero.
Productores, ¡salvémonos! ¡Decretemos la salvación común!
Para hacer que el tirano caiga por los desfiladeros,
para destruir el espíritu de las mazmorras,
para sacar nuestros espíritus de los calabozos,
nosotros mismos soplemos la potente fragua
que el Hombre nuevo ha de forjar. La iracunda metalurgia
de la revolución late en la comuna ardiendo
y sus enrojecidas raíces socavan la vieja sociedad
y derriban los antiguos monumentos de los esclavizadores.

Estribillo

El Estado aprieta, cuídate de su maquinaria,
de su estirpe de verdugo a través de los siglos,
sus puñetazos en la sien y sus cordajes en los cuellos
de los que pende la muerte a diario, a diario.
¡Cuídate de la ley que engaña! La ley en su trono
mortal condena al proletario a todos los castigos.
Luego, a tu cadáver le vaciarán los bolsillos, a golpes de garrote
te quitarán el corazón para comerlo durante las tertulias imperiales.
Serás tumefacto. Perfume desgarrado. Luego polvo.
Inmisericordiosos los impuestos desangrarán
a tu desafortunada prole que entre sollozos y azotes
serán espectros hambrientos. Llorarán entre barros
y exhumarán los cadáveres de tu raquítica prole
y la servirán en misa de seis a ocho.
No se impone ningún deber a los ricos
pero el derecho de los pobres es una palabra hueca,
apenas un capítulo de sangre, la pirueta de una mosca
en el estiércol de los establos de los asnos de la corte
del enano Thiers, el sanguinario.
Basta de languidecer en la tutela de los batallones
que a hierro caliente queman las coyunturas hasta los tuétanos.
Basta de languidecer al pie de los cadalsos,
la mirada perdida, atroz la soga, tragándose los odios
hasta morir entre interminable asfixia. ¡Basta!
La igualdad quiere otras leyes, ¡igualdad!
¡Iguales! ¡No hay deberes sin derechos!

Estribillo

Horribles en su apoteosis, los reyes de la mina,
los señores de la tierra, los dueños de la cólera
¿alguna vez han hecho algo más que ver morir a sus esclavos?
¿Alguna vez han hecho algo más que robar nuestro trabajo?
En las cajas fuertes de la pandilla está nuestra propia vida,
ojos, lenguas, cuellos, corazones, tripas; allí la sangre se almacena
y vuelve en oro nuestros padecimientos. Atroces, nuestros niños
trozados en onzas de plata para su almacenamiento. ¡Basta!
La riqueza que acumularon se ha evaporado, se ha derretido
como el hielo de la nevada en primavera. El proletario
decreta que se le devuelva al productor todo lo que se le ha robado.
La gente solo quiere lo que les corresponde.

Estribillo

Los reyes nos emborracharon de humo
¡Paz entre nosotros, guerra contra los tiranos!
Pan para el hambriento, para el sediento agua,
no hay murallas que ganar, sólo el tamaño de las miserias
nos esperan. Asestemos el golpe a los ejércitos,
¡Quédate y rompe filas! ¡Vuelve con tu fusil a tu sufrida familia!
Si persisten, estos caníbales, pronto sabrán que nuestras balas
son para nuestros propios generales. ¡Vuelve con tu fusil!
Toma el sendero de los hijos pródigos, el de los esposos
que regresan de las impías trincheras. ¡Trae la pólvora contigo!
¡Trae el hierro de la bala! ¡La mordedura de la bayoneta!
¡Vuelve con tu fusil a tu sufrida familia!

Estribillo

Obreros, campesinos, somos el gran partido de los trabajadores;
La tierra pertenece solo a los hombres,
los ociosos se irán y se quedarán en otra parte.
¡Cuánto de nuestra humanidad se deleita!
Los cuervos, los buitres, una de estas mañanas desaparecerán
¡El sol siempre brillará para nosotros!

L’Internationale

Eugène Pottier

C’est la lutte finale:
Groupons-nous, et demain,
L’Internationale
Sera le genre humain

Debout! les damnés de la terre!
Debout! les forçats de la faim!
La raison tonne en son cratère:
C’est l’éruption de la fin.
Du passé faisons table rase,
Foule esclave, debout ! debout!
Le monde va changer de base:
Nous ne sommes rien, soyons tout!

Il n’est pas de sauveurs suprêmes:
Ni Dieu, ni César, ni tribun,
Producteurs, sauvons-nous nous-mêmes!
Décrétons le salut commun!

Pour que le voleur rende gorge,
Pour tirer l’esprit du cachot,
Soufflons nous-mêmes notre forge,
Battons le fer quand il est chaud!

L’État comprime et la loi triche;
L’Impôt saigne le malheureux;
Nul devoir ne s’impose au riche;
Le droit du pauvre est un mot creux.
C’est assez languir en tutelle,
L’Égalité veut d’autres lois;
“Pas de droits sans devoirs, dit-elle
“Égaux, pas de devoirs sans droits!”

Hideux dans leur apothéose,
Les rois de la mine et du rail
Ont-ils jamais fait autre chose
Que dévaliser le travail ?
Dans les coffres-forts de la bande
Ce qu’il a créé s’est fondu
En décrétant qu’on le lui rende
Le peuple ne veut que son dû.

Les Rois nous soûlaient de fumées,
Paix entre nous, guerre aux tyrans!
Appliquons la grève aux armées,
Crosse en l’air, et rompons les rangs!
S’ils s’obstinent, ces cannibales,
À faire de nous des héros,
Ils sauront bientôt que nos balles
Sont pour nos propres généraux.

Ouvriers, paysans, nous sommes
Le grand parti des travailleurs;
La terre n’appartient qu’aux hommes,
L’oisif ira loger ailleurs.
Combien de nos chairs se repaissent!
Mais, si les corbeaux, les vautours,
Un de ces matins, disparaissent,
Le soleil brillera toujours!

C’est la lutte finale:
Groupons-nous, et demain,
L’Internationale
Sera le genre humain’

Junio 1871

La revolución bolchevique

“Yo deseo esta revolución con toda mi alma.” Con esas palabras, desde Ginebra (Suiza) Jorge Luis Borges se expresó sobre uno de los hechos más significativos del siglo XX: la Revolución rusa. El escritor argentino, para sorpresa de muchos, firmó 3 poemas sobre el proceso bolchevique: «Rusia», «Gesta maximalista» y «Guardia roja».

Elegí estos tres poemas para indicar la hondura del impacto político, emocional y cultural que tuvo la revolución bolchevique. Nadie más impoluto para este objetivo que Jorge Luis Borges.

Rusia
La trinchera avanzada es en la estepa un barco al abordaje

con gallardetes de hurras

mediodías estallan en los ojos

Bajo estandartes de silencio pasan las muchedumbres

y el sol crucificado en los ponientes

se pluraliza en la vocinglería

de las torres del Kreml.*;

El mar vendrá nadando a esos ejércitos

que envolverán sus torsos

en todas las praderas del continente

En el cuerno salvaje de un arco iris

clamaremos su gesta

bayonetas

que portan en la punta las mañanas
Jorge Luis Borges- 1920
*/Kreml: Textual/
Gesta maximalista

Desde los hombros curvos

se arrojaron los rifles como viaductos.

Las barricadas que cicatrizan las plazas

vibran nervios desnudos.

El cielo se ha crinado de gritos y disparos.

Solsticios interiores han quemado los cráneos.

Uncida por el largo aterrizaje

la catedral avión de multitudes quiere romper las amarras

y el ejército fresca arboladura

de surtidores-bayonetas pasa

el candelabro de los mil y un falos.

Pájaro rojo vuela un estandarte

sobre la hirsuta muchedumbre estática.

Jorge Luis Borges en Vltra (n° 3, Madrid, 20-11-1921), incluido en Antología de la poesía latinoamericana de vanguardia (1916-1935) (Ediciones Hiperión, Madrid, 2003, ed. de Mihai G. Grünfeld).

Guardia roja
Guardia Roja*

El viento es la bandera que se enreda en las lanzas

La estepa es una inútil copia del alma

De las colas de los caballos cuelga el villorrio incendiado.

La planicie rendida

no acaba de morirse
Durante los combates

el milagro terrible del dolor estiró los instantes

Ya grita el sol

Por el espacio trepan hordas de luces.

En la ciudad lejana

donde los mediodías tañen los tensos viaductos

y de las luces pende Jesús-Cristo

como un cartel sobre los mundos

se embozarán los hombres
en los torsos desnudos.

Guardia Roja**

El viento es la bandera que se enreda en las lanzas

La estepa es una inútil copia del alma

De las colas de los caballos cuelga el villorrio incendiado.

Y la estepa rendida

no acaba de morirse
Durante los combates

el milagro terrible del dolor estiró los instantes

Ya grita el sol

Por el espacio trepan hordas de luces.

En la ciudad lejana

donde los mediodías tañen los tensos viaductos

y de las luces pende el Nazareno

como un cartel sobre los mundos

se embozarán los hombres
en los cuerpos desnudos.

*En Ultra, Madrid, Año 1, Número 5, 17 de marzo de 1921, página 4
**En Tableros, Madrid, Número 1, 15 de noviembre de 1921
Luego en Rythmes rouges (bajo el título Garde rouge), Pleiáde, 1993, pág.38,
y en Textos Recobrados 1919-1929 (2007).

Los marxistas del 90 – José Ratzer

Nombres. De hombres apenas recordados.
Oliendo a ropa de trabajo, a pan, a vino,
a callejones de letras cuando las escrituras
sobre el amarillo papel de los periódicos.

Sonaba el metal su sortilegio tipográfico
en esas iniciales letras proletarias.
En las tardes de sol o media noche,
se estampó la queja de los primeros asalariados
que aún llevaban en el lomo las cicatrices
que los amos repartían a sus anchas.

Nombres. De hombres apenas recordados.
Nombres de los negros esclavos que ilustraron
“El Proletario” con su pellejo a talerazos.
Como el del Negro Lucas Fernández pluma y verbo.
Negros en la encrucijada de la perdida pampa
bonaerense entre papeles escritos con la propia sangre.
Tinta roja coagulada en el temblor de huesos.

Impronunciables nombres de los extraños inmigrantes
temblando de hambre en los arrabales de los puertos.
Venidos de los mares azules, de los cielos antiguos
con sus colores de panal y oliva sobre la geografía
austera del hambre y la sed de cuando eran pastores.

Modernos esclavos llenos de historias increíbles
que poblaron los oscuros talleres
y anunciaron al proletariado como clase
en idiomas por entonces desconocidos.

En el arisco y levantisco gremio tipográfico
los arrebatados del taller pasaron a los comités,
a las manifestaciones y a los atrios.
Fermento de la subversión criolla, la vida anduvo
de catre en catre susurrando verdades
que estaba vedado repetir en voz alta.

]Entonces llegó Victory y Suárez a cuestas,
en las espaldas el comunismo de Esteban Cabet y su utopía.
La utopía se escurrió como pedazos de viento,
bajo la lluvia se deshizo en el recinto del barro
y fue solo barro en su agonía.
Quedaba siempre el hambre, la miseria
entonces volvió la palabra al papel,
al reinado de verbos y adjetivos
para librarse de la ignorancia.

Lo que no pudo suceder por obra
de benevolentes publicistas burgueses
llegó a Buenos Aires desde Europa
atravesado de cicatrices. Era el fantasma
del manifiesto rojo que recorría el mundo
y al que los proletarios le abrieron puertas y ventanas
para que estableciera su primer dominio
y luego peregrinara la patria palpando la sangre
de los explotados. La Primera Internacional
se descubría ante los obreros en los agitados recintos
y se leían sus cartas y mensajes sobre los comuneros de París,
los atrevidos que tomaron el cielo por asalto.

Cartas. De Buenos Aires a Europa.
De Europa a Buenos Aires,
Cartas de cicatrices, de verdades, de ideas,
de músculos y gargantas. Cartas
que llagaban a la anegada geografía del Plata
desde los reductos clandestinos europeos.
Cartas. De Vilmot Raimundo Wilmart a Marx.
De Marx a Vilmot Raimundo Wilmart.
Cartas internacionalistas, pequeñas letras manuscritas
haciendo prensa en “El Trabajador” donde el fermento
rojo del fantasma iba nutriendo las nacientes raíces de la clase.
Cartas en la joven patria que esperaba su momento.

***

Internacionalistas. Wilmart, Peyret, Lallemant.
Nombres extendidos desde la pampa a la altura estrellada.
No hay mayor tesoro que el que echa cimientos.
Cava. Cava hasta la raíz. En la raíz primigenia
nutre en la luz la sangre derramada por centurias.
Allí perduran los internacionalistas latiendo su humanidad
invencible. Sus enseñanzas (y banderas) palpitando.

Aún la patria es vigilada como entonces.
Los señores de levita y ridículo monóculo
y aristócratas de lanzar manteca al techo
sospechaban de estos hombres y palparon sus cuchillos,
sus revólveres, exigiendo alcahueterías alentadoras.
¿Ya los asesinaron? ¿Ya los comprometieron con un crimen?
Preguntaban agitados y reclamaban una solución final.
Aludían recetas venenosas, proponían hogueras
donde quemar a los nuevos herejes y repartir sus cenizas
tal y como hicieron los conquistadores con Tupac Amaru.
Sus policías, sus esbirros, enardecidos, también aguardaban.
Rejas. Grilletes. Garrotes. Tumbas. Cruz y estiércol
por toda sentencia y entonces se acabarían para siempre
las habladurías en lenguas extranjeras.

Pero no hubo agonía. Fueron haciendo camino los internacionalistas.
Desbrozaron los espesos caminos
y echaron brazos rojos a la nueva labranza.
Sonó la voz de los obreros como renovado incendio
y un temblor y otro escalofrío corrió por la osamenta
de los señores de levita. Siguió el camino de la siembra
y como toda semilla llevó su tiempo cosecharla.
Viejos, mujeres, niños, obreros, cada uno con sus fatigas,
con sus sufrimientos fue entendiendo el infierno bajo sus pies,
sus suertes de apaleados, de hambrientos, de ignorados.

Huelgas. Huelgas. El hambre y el frío y el trabajo a destajo.
Huelgas. Huelgas. Del silencio a la voz y de ella al grito.
Puño y brazo duro. Pecho decidido, la verdad se hizo presente.
Huelgas. Huelgas. Así creció la raíz y bien nutrida
en tanto sufrimiento y en tanto fortaleza.
Tipógrafos, panaderos, ferroviarios y albañiles.
Luego los otros rostros invisibles y nombres apenas pronunciados
e hicieron sus reclamos a viva huelga y en voz alta.
Hierro y libro, juntos. Hierro y libro y sus proclamas
al calor de los fuegos y el olor de los guisos.
Huelgas. Huelgas. Tocaron a la puerta de la Historia
y ocuparon los recientes proletarios sus jóvenes trincheras.
Desde entonces y hasta hoy la unidad en la huelga fue bandera. 


German Ave Lallemant

De Lübeck a San Luis, tu nuevo tiempo,
experto conocedor del hombre,
te trajo a este apartado confín suramericano.
Ya te llamaras Pirquinero o Agrófilo,
tu completa sabiduría de puntano
abrió caminos,
hurgó la entraña de la tierra,
halló el inquebrantable mineral,
organizó la ruda minería,
elaboró los aforismos de la ciencia,
reconoció la fauna,
explicó en sus apuntes la flora puntana
y predijo en la ternura del combate
al Hombre verdadero
en su magnífica sustancia proletaria.

Recorrió la vasta geografía de la patria,
a la que amó en su desamparo,
vio los cielos en sus recatados horizontes,
los develados vientos en los trémulos ramajes
de las inmensas arboledas. Fue maestro y alumno,
agrimensor y subversivo,
desde la geología de El Paramillo de Uspallata
al Club Vorwärts, estampó en El Obrero
y en El Socialista su estirpe de marxista.

***

El movimiento socialista en Argentina – José Ratzer
El marxismo y la revolución argentina – Otto Vargas

Fundación del Partido Comunista
6 de enero de 1918

Día de inmensidad, de clandestina magnitud,
cuando se recogió la sangre de los pueblos
en los pabellones rojos de los insurrectos.

Allí se renovó el acerado temple de los proletarios,
el espléndido músculo de los campesinos,
y unidos alzaron la indestructible hoz, el poderoso martillo
y la esclarecida bandera de los revolucionarios.

Tiempo antes, Zimmerwald esparció su levadura
a todo el mundo y a las orillas del Río de la Plata
llegó en un puño y un corazón victoriosos.
Fue festejo y fue lágrimas, fue risas,
fue incertidumbre en la estatura de la hazaña
de acabar con la guerra imperialista
e imponer el gobierno de los ignorados.
Fue la palabra repetida desde entonces:
Proletarios del mundo ¡uníos!

Luego, un ardiente e impetuoso soplo cruzó
triunfante el mundo de Rusia a América
en torrentes vigorosos. Unió en la tierra
las tormentas, llamó a los combatientes
a cada uno por su nombre, levantó las miradas
hasta los límites del cielo y apuró los ardientes
deseos de acabar para siempre
con la explotación del hombre por el hombre.

Lenin fue el nombre que echó raíces
en el granito rojo de la patria. Reunió el amor
y la esperanza, las lágrimas encontraron su consuelo
y la lucha alcanzó su dimensión planetaria.

Y aquí, donde la pampa se estampa en rojo y verde
hasta la curtida corteza de los Andes,
donde se multiplican los ríos en silencio,
muestra la puna su estrellada altura
y la Tierra del Fuego se extiende hasta la Antártida,
hombres y mujeres, enérgicos y esclarecidos,
que visionaron fervientes una sociedad más justa,

sin explotados,

sin explotadores,

sin guerras,

sin tiranos,

que en la magnitud de las auroras
llamaron a la puerta de la Historia
y sonrieron satisfechos,
caminaron la tierra envueltos en los himnos
que cantó Babef cuando la Conspiración de los Iguales,
los sublevados de París en la Comuna
y los bolcheviques en la Revolución de Octubre.

***

En base a la obra “La Patagonia Trágica”
de José María Borrero
– Una mirada hacia atrás

…He hablado extensamente con los obreros de las estancias; he comido en sus propias mesas; he dormido en sus mismas covachas; he estado a su lado en el taller y en el campo y he escuchado sus quejas.

En las estancias del sur, José María Borrero, “La Patagonia Trágica”, primera edición, 1928

Primera edición, 1928

I

Masacre de la Playa de Santo Domingo

Esa última cena fue la trampa; la tumba bien servida
y a cada uno su ración de muerte; una substancia
funeral oliendo a carne, alcohol y a llanto.
Cientos de muertos sobre la helada tierra.
El viento traspasó el perfume de los muertos.
Viento. Duro viento. Viento helado. La sangre escarchó
bermeja contra las piedras y el mar tornó roja
su cámara de espuma. Hubo tanto hermano muerto
en esa playa que el cielo se derramó sin consuelo
cuando puñales y Remington deshicieron
los hilos de la vida. La muerte tuvo nombre:
Macklenan, el cazador de indios. Asesinando
pueblos en la extendida estepa acantilada.
La sangre hasta las cejas; su decisión de muerte
el estandarte que ondea todavía en las estancias
de los nuevos conquistadores y hace del dolor
y la matanza la capitanía de los renovados virreyes.

Primero fueron los hombres; desde la altura
de unas desnudas colinas se los mató carcajeando.
Luego, las mujeres. La turbia pasta de la sangre
y la tierra alcanzó la magnitud de un eléctrico río.
Bajo el intenso rumor de la muerte,
los niños fueron los últimos en ser ejecutados.
¡Ay la lágrima penetrante de la muerte
entre músculo y hueso! Fue prohibido
el recuerdo de los muertos que estamparon
su martirio estepario en la rugosa tierra.
Apenas se menciona la presencia de un pantano
de látigos y aguas muertas, nauseabundas.

(( Luego del genocidio,
los asesinos comieron y bebieron
y fumaron un puro para relajarse.))

II

El último conquistador

José Menéndez Menéndez

Principio del siglo XX

En Cabo Domingo se hace matar en masa.
En la Anita se hace matar en masa.

Tú, Patagonia, fuiste cementerio
al desangrado sur del continente.
Desolada tierra, el viento su cabellera
tocó la muchedumbre de tu piedra implacable.
La estepa se empapó de muerte
en la inmensidad de tu horizonte.

En la neblina fueguina la soledad tocó a silencio
cuando llegaron los nuevos conquistadores.
No portaban los raídos uniformes
o las negras y estercoladas armaduras
de los Adelantados de la muerte
que en el nombre de los reyes de España
celebraron la matanza primera.
América cavó en el socavón su sepultura
y en la estepa fueguina padeció su renovado sacrificio.

No llevaban yelmos ni espadones,
ni echaban plegarias a una desquiciada religión de muerte.
Ni cruz ni espada, solo whisky y Remington.
Crosta de la sangre pustulada.
Eso fue todo.

Fueron los nuevos ángeles exterminadores
llegados del naufragio negro de los cielos.
Llegaron a dentellas hasta la última frontera
y probaron el néctar del submundo de la muerte.
Renacidos ángeles de la matanza
para la cacería de los últimos desamparados,
de los hambrientos apiñados en la estepa
que padecía su veneno hasta la médula.

Fueron los aristócratas del Remington.
Pólvora de los verdugos que mató onas y tehuelches;
brutos enriquecidos a los que la carnívora libra esterlina
les palmeó la espalda agradecida. Su Majestad el Rey de Inglaterra
los bendijo con el detritus de su monarquía
y los nombró gerentes de la servidumbre.

Exhibieron el amargo ritual de los verdugos
deslumbrados por sus carnicerías. Matanzas.
Sangres. Músculos y huesos. Mugres.
Con esa argamasa edificaron sus mansiones.
Cada ladrillo un muerto; en cada muro los decapitados
adornaron su tenebrosa cristiandad a la que rebuznaban
de orgía en orgía luego de cada borrachera.
En las magníficas habitaciones
los muertos depositaron sus ofrendas,
las niñas sus vaginas,
las mujeres sus senos,
los hombres sus testículos,
y alhajaron las vitrinas lujosas de los hacendados
que Macklenan vigilaba con su mortífera piara.
En cada rincón un decapitado
mostraba la profundidad oscura
de sus ojos vaciados.

Trozos de humanidad conservados
en pequeñas tumbas (pequeños alhajeros)
bendecidos por un cura a la distancia
prudente de la cólera. Fue la orfebrería
de la tiranía de nombres repetidos.
Un escarpelo sordo cortó la humanidad
a los tumbos y arrojó su amenaza
a la tierra enrojecida por la muerte.

En las australes latitudes siempre
Menéndez y Menéndez,
el último conquistador.

Su estirpe se repitió en los nombres.
Behety,
Menéndez Behety,
Braun,
Braun Menéndez.

Y luego siempre
Menéndez.
Braun.
Behety.

Menéndez.
Braun.
Behety.

Aviesos asesinos.
Menéndez.
Braun.
Behety.

Una y otra vez los mismos nombres
y los mismos crímenes. Todos los vieron
sonar las vértebras,
trituras las arterias
cuando el escalofrío de los decapitados.
Una cabeza, una libra y así creció la fortuna
de los herederos del genocidio
del prostibulario Roca.

A nuestros días llegan
los nombres de esos cazadores.
Gerentes de la libra o del dólar,
jueces, secretarios o ministros,
encumbrados bandidos saqueadores
mendigando cadenas a los poderosos.

Hace poco el gusano reptó
por los salones de la casa de gobierno
y fue a Inglaterra a postrarse a los pies
de su Majestad la Reina.
Vistió como un súbdito.
Habló como un súbdito.
Rio como súbdito.
Babeó como un súbdito.

Rostros sombríos
del pudridero de la historia.
Lúgubres mordedores de la carne originaria de la patria
que disfrutan sus riquezas a la hora del té
cuando pasan revista a los esclavizados.

Cada muerto fue retratado en un álbum,
cárdenas fotografías de los martirizados
que disfrutó sorbo a sorbo el presidente Juárez Celman.
Cuando acabó su risa, los muertos fueron ocultados.
Fueron regurgitados en decretos y sentencias a medida
de los nuevos conquistadores de la patria.
Con sus huesos se adornaron las tranqueras de las estancias,
con su sangre se marcaron los límites de los nuevos virreinatos
y sus carnes fertilizaron las extensiones póstumas de las fronteras.

Pero de aquellas mujeres,
de aquellos hombres,
de aquellos niñas
y de aquellos niños
no quedó siquiera una sospecha.
Los llevó el viento al mar profundo,
los devoró la estepa, los dispersó la lluvia
entre las piedras como una mancha oscura
bajo la lacrimosa luz de las estrellas.

III

Estancia “La Anita”

Matar en masa. Nada describe la muerte
donde es ley a punta de fusiles.
“Yo mato. Tú matas. Él mata. Ustedes matan”,
fue el padrenuestro escrito en el revés roñoso
de unas barajas muertas.
Matar en masa fue de ese modo tu Biblia,
el ladrido de tu salmo patético
llegando en el vuelo furioso de la pólvora.
¡Y tu estancia lleva el primoroso nombre de la “Anita”!
Como si apenas se tratara de un juguete,
el dulzor de durazno o el perfume del poleo en el viento.

Anita. Un nombre íntimo y pequeño.
¡Qué criminal engaño!
Ardiendo los decapitados en una tea impura,
un adorno humano en el fango,
un silencioso átomo de sangre
girando estepario en la fría mañana de la muerte.

Las balas rasgaron los paisajes mustios.
Un polvo gris agujereado a tiros
olía a la sangre que se incineraba.
Los fusilados tocaban las cavidades de tu tierra
y hurgaban la lívida greda con sus uñas.

“Anita”. Maléfica desgracia;
así se presentaba ante los condenados
mientras tu piara gruñía su saliva
y ocultaba los cadáveres en la barranca en sangre,
barranca sanguinaria a la intemperie
poblada de gusanos y alimañas.

Libra por libra se desolló la carne
y el hueso quedó con el dolor expuesto
con su materia blanca triturada.
Luego bebieron a los mutilados en licores
y comieron la oscura fruta del verdugo.
“Anita”
, nombre pequeño para tanta muerte.

IV

Exterminio

Los cazadores de indios

Macklenan

Cerdo Macklenan,
¿acaso tuvo un Dios tu piara sanguinaria?

Chancho colorado en la pradera gris
donde la estepa fatigaba los vientos.

Whisky arenoso, en tu boca cereal de piedra
y en tu lengua el amasijo de la muerte
lucía su saliva dura y despiadada.

Un único verbo repetido: asesinar.

¡Murder!
¡Murder!
¡Murder!

La sangre en hebras de los ajusticiados.

En tus rojas pupilas implacables
lucía la muerte su espolón despiadado.

Fuiste el trozo de un aullido en el hocico,
la dentellada en la carne de los pueblos
al sur de las desgracias cuando el cielo trituraba
el horizonte hasta dejarlo consumido.
Bajo la extensión oscura de esos cielos
cazaste hombres que huían sin destino,
hambreados por semanas, meses, sedientos
y quemados por la helada perenne,
resbalando en el barro mustio estercolado
hasta quedar tendidos boca abajo
como un estampa machacada hasta desaparecerla.

Allí les disparabas. Tendidos en la substancia
de la greda mortuoria, la silvestre mortaja
que los cubrió de escarcha.
Hombres,
mujeres,
niños.

¡Murder!
¡Murder!
¡Murder!

V

La ballena varada

Matanza de la ballena varada

Navegaba los mares hasta la paz del crepúsculo.
Una esmeralda espuma tocaba su vientre
y alzaba azul su cabeza en la espumosa materia de la sal.
El corazón latió pequeño y su campana roja se detuvo.

Las olas se precipitaron en el agotado eco de su canto
e inmensa tocó la playa. La gota almendra de los territorios
se extendió sobre la estepa y asistió al recinto de su muerte.

Hubo una estrella inconclusa sobre su áspero lomo.

Ballena varada, acertijo marino. Húmeda carne
del reino de las aguas glaciares.

Los cazadores la vieron como un cárdeno sarcófago
contra el archipiélago de agua y arena transparente.

Los cazadores enfundaron sus látigos.
Rieron sus risas de piedra a la intemperie.

Sus risas eran vidrio. Y labios y harapos. Baba.
Se derramaba el whisky como la cólera hasta las tripas.

Whiskys sin ceremonias para la borrachera
y veneno bajo el pellejo de la bestia.

Cintas de veneno. Barbas hurañas
para hundir el colmillo hasta la grasa amarilla.
Allí el veneno, penetrando en la entraña,
saboreando la carne como un pámpano negro.

Llegaron los hombres
arenosos

selknam

y también las mujeres
minerales

selknam.

(Los niños fueron los últimos en el banquete,
fueron la pequeña mordedura del martirio).

Los cazadores sonrieron
y en la blando mediodía esperaron de pie la ceremonia.

“¡Tomad y comed todos de ella!”gritaron

invitando al sacramento funerario, hostia de la venganza.

“¡Tomad y comed todos de ella!”

¿Quién no saciaría su hambre en la carne de una ballena varada
donde el sur se hunde hacia la cicatriz antártica?

Ballena varada. Oceánico banquete al alcance de la estepa,
desmesura de una catedral de muerte.

En la sustancia del veneno bajo el pellejo se agazapó la traición.

“¡Tomad y comed todos de ella!” Gritaron nuevamente.

Gritaron infernales hasta quedar desiertos.

Y los hombres comieron hasta que se saciaron.

Y las mujeres comieron hasta que se saciaron.

Y los niños apenas comieron un bocado
del tamaño del polvo de una hostia.

En la salmuera de la playa cientos de muertos
(cientos de muertos)

hundidos en el agua,
hundidos en la arena

donde el mar empapaba su glacial desesperanza.

VI

La gran cacería

Fría mañana, en el cielo una nube bermeja se desmadra.
El sol vuela mar adentro atado a la tormenta.
Y en la fragancia de la estepa el viento repta
la patria de las piedras. Hay murmullos que rondan
las pequeñas riberas de las hojas y en todas las espinas
el momento salvaje de la muerte lanza su turbulencia roja.
Los cazadores palpitan el sobresalto de su sangre espesa
hasta el erótico temblor en las manos sudorosas.
Se ve en las escopetas las últimas salpicaduras,
pulpa de un diente o de unos parpados empavonados
como el acero mismo cuando las pálidas lágrimas
de otros condenados cayeron por las mejillas a la arena.
Días de caza. Chillaban los perros que olfateaban la matanza
e iban y venían aterrados como los hombres,
como las mujeres, como los niños, que huían
de un exterminio a otro por la geografía esteparia.

De esto hablamos:
la mañana de disparos se llenó del fuego de la pólvora
sin ceremonia, salivosas sonrisas de los perpetradores,
pasta de lengua, whisky y tabaco rancio.
Cada disparo un muerto y luego otro
y luego otro (otros) desnudos, amontonados,
sobre la tierra áspera y sobre la piedra lunar
que el tumultuoso océano desenterró de los abismos.
Cordillera de muertos, una levadura de sangre
manchaba los ascéticos cuerpos de los fusilados
abandonados en las inabarcables playas de la Patagonia.

Hombres,

mujeres,

niños.

El sacramento del silencio al fin de la masacre.

Una palabra en inglés y un espumarajo rojo.

En la arena sanguinaria los últimos momentos de las víctimas.

¿Qué volverá de tanta muerte sumergida?

¿Qué germinará de esa raíz de sangre?

VII

Un problema pavoroso

“Las revoluciones populares, que en los últimos tiempos han conmovido a la Humanidad, empezando por la francesa del siglo dieciocho y terminando por la rusa del veinte, se han caracterizado por la mismas ansias de libertad y reivindicación de derechos por parte de los oprimidos, que no pudiendo soportar por más tiempo la argolla del opresor, la quebraban vigorosamente, provocando movimientos colectivos que se resolvían a la corta o a la larga en el triunfo de un ideal.”

La Patagonia Trágica, capítulo III, página 57.

VIII

Negreros.
Ante el mar desterrado se extendió la tierra despojada.
En las orillas, la insurgente espuma imprimió su agonía
como una llamarada blanca. En los azotados arenales
surgió el escalofrío de la piedra durante el abandono de los vientos.
Aquí y allá despuntaba el escalofrío de la escarcha y no había hombre
ni mujer ni animal que no peregrinara antes de morir de hambre.

Esclavistas.
De tenebrosa dicha ovillaban las cadenas
de las que aún goteaba sangre hasta el último eslabón
tocando los muertos con su forma de sortija funeraria.
Selknam, en el hierro y el humo tu tierra fue encendida
en lágrimas y en la palabra tantas veces triturada.
Sangraba tu vuelo, y en el terrestre plumaje quedaba el aroma
de la iracunda hoguera donde quemaban a los últimos de los derrotados.

La patria fue vaciada.
Su substancia fue mortuoria.

La investidura de los terratenientes extendió su linaje
hasta la desembocadura de los ríos, y donde ellos se afincaron
la patria fue un cementerio entre los vientos esteparios
y los fusiles de los tenebrosos cazadores.

Inútil fue el pueblo de manos curtidas.
En las gradas de la desventuras
vio morir la familia ante la acerba luna negra
de Mister Bond danzando al aullido de la pólvora.

Exterminio y reemplazo, desde le principio de los siglos.
Así todo lo humano moría en el escalofrío de la tormenta
y el terrateniente daba rienda suelta a su frenética codicia.

IX

Piratas de la Patagonia

Edelmiro Correa Falcón (The Patriotic League)

La extensión de la Patria, donde la arena helaba
el cinturón del viento, tocaba la última frontera.
Un planeta de piedras y cáscaras de estepas
iba hacia el mar en la incertidumbre nebulosa del cometa.
Acantilada sal, furia glacial de cielos sepultados,
cráter cruel donde la terrosa sangre de los selknam
socavaba la abismal magnitud de las oscuras tumbas.

El cazador al sol, riendo en el aire, impregnada
de gritos su chaqueta ardiendo en pólvora y whisky
las últimas humanidades. The Patriotic League
celebraba su meeting y Correa Falcón establecía
la contaduría de la muerte. Un brazo, una cadera,
una garganta, un útero, una porción de lenguas
que los conquistadores aniquilaban en las piojeras
de los atiborrados establos del ganado.
Al final del balance los infinitos latifundios
abonados con las entrañas de los asesinados.

Para estar seguros del reparto
el gobernador pasó lista a la Brigade.

Estaban todos los verdugos.
Douglas,
Hamilton and Saunders,
Waldron and Wood,
Kark and Osumburg,
John Rudd,
Santiago Halliday,
Leslie Cameron,
George Mac George,
Alexander Jamisson,
William Nees,
Carmak and Baden,
Cayetano D’Hunval,
S. Smith,
William Dikie,
Payne and Atkinson
y cuántos dolores reunieron estos nombres.
¡Cuántas gangrenas! Ácidas carnicerías
de los embrutecidos miembros
de la Patriotic League Brigade
como buitres contra la estirpe
de la estepa a los Andes,
del inmenso mar hasta las cicatrices
de las altas catedrales andinas.

Híbridos animales parloteando en inglés.
Douglas que gastó las orillas,
Hamilton que cosechó las llagas
en pequeños recintos de marfiles,
Waldron que cambió sus libras por cabezas,
y Rudd y Halliday y Camerón
que lucieron sus crímenes como preseas.
Mac George que acuchilló esperanzas,
Jamisson y Ness embalsamando los pálidos pechos,
las desnudas cinturas, los hombros azotados.
Carmak and Baden matando cada músculo
y D’Hunval y Smith triturando los pueblos
hasta en los desolados reductos de la estepa,
mientras reía Dikie, reía Payne, reía Atkinson
y Correa Falcón lacraba con sangre el inventario.

X

The Monte Dinero Sheep Farming Company.
Yo no olvido. Tu máscara, tu fachada, tu falsa sonrisa
en el cofre clandestino de los despojados, huele
a una forma de la guerra que esconde las banderolas
en la región de la piedra y la pradera secreta.
Conocemos tu reino así en la tierra como en los mares.
Y también conocemos la sangre que ha sido vertida
por cada uno de los asesinados. Yo no olvido tampoco
la penumbra salvaje, algo de madera podrida
y una enramada filosa que prodigaba intacta
su olorosa curvatura verde. Desde la imposición
de tus amarguras las poblaciones se estrujaron
hasta dejar la última gota de la plusvalía.
Piojos en las cicatrices que asomaron temblorosas
al percibir el fusil de los cazadores que hacían puntería
contra los niños cuyos cadáveres resecos
dejaron en el desierto para ser devorados.

The Correa Falcón Monnay Farming Company Limited.
Yo no olvido. En la niebla la luna letal de las estepas
cuando el hombre fue reducido al sueño de una calavera,
a la salmuera de la cuenca vacía de los ojos
y al agónico verbo de la lengua en el fondo de la boca.
Tú, Correa Falcón, saliste de la madriguera cuando la huelga.
Allí murió el obrero, allí su esposa, allí su niños,
una codicia a repetición en manos del verdugo
que soltaba sus balas hasta la pulpa de la entraña
tocada por el viento salitroso. Tanta injusticia
al cabo de un lingote de oro y otro y otro
que fueron protegidos por soldados que apenas
si comprendían el por qué de la matanza.
Los muertos hicieron roja la tierra
cuando llegó le Ejército a empellones
y extendió los cementerios hasta la última frontera.

The San Julián Farming Company.
Yo no olvido. Se vio venir la muerte en la chequera.
Un soborno al juez, al policía, al militar, al gobernador.
La estepa fue la extensión del ruido de los gatillos
que describieron la aniquilación de la geografía
en su mortaja salobre y helada.
Se conservaron los dolores largo tiempo, el que dura
la sangre hasta enterrarse como el mineral inalterable.

Nadie olvida,
al abogado, al comisario, al coronel, al político
que asesinaron a los originarios y luego a los obreros
a los que fusilaron hasta encarnizar los pliegues
de la tierra que fue amarrada a la sangre por los poderosos.

XI

Amos y siervos

La Patagonia fue el sutil zarpazo
en la copiosa catedral de la meseta.
Cayendo el cielo en la aglomeración de cirros
hielo a hielo hasta la pulpa escamosa de la tierra.
De los Andes al Atlántico el bosque magallánico
guardó los muertos añosos convertidos en agua,
y aun se oyen en los vientos salitrosos de la pampa amarilla
los estertores de los moribundos.

Los terratenientes crearon sus pantanos
con la trémula sangre, una mancha en la noche,
una roja incisión entre los neneos que corrió
en la latitud azul del horizonte. Allí descubrieron
sus sombrías pasiones y en la pasta arenosa
de la sal en la hierva echaron los cimientos
de sus fortalezas. Y el sicario fue citado
llevando su carabina y su puñal
y sus colmillos (grasas, whiskys y sangres).

El arma amartillada –libra esterlina–
se instaló como ley, como escarmiento,
como preámbulo y reverencia,
sagrado anuncio de la renovada esclavitud
en la hazaña de las nuevas cadenas
bajo el detrito de la mirada de Carlés
que aguardaba nervioso su momento.

Tuvo el obrero sus hazañas, linaje proletaria
de aquellos olvidados en los confines de la geografía.
De noche a noche y sin descanso tocó la helada
copa de la luna y el cristal de sus gotas
envuelto en cuero, durmiendo a la intemperie,
en silencio y hambreado, colmado en deudas
de un salario que nunca alcanzaba sino para morir
de a cuotas diarias. Todos los dolores,
todos los tormentos al alcance de la desesperanzas.
Así nació la lucha. Como un pequeño himno.
Como el espacio libre entre los ríos
y el tumultuoso viento, como la empuñadura de la piedra,
y el nombre de la patria en la tormenta.

Madre e hijo Selknam,  Isla Grande, Tierra del Fuego.

La Patagonia Rebelde, Osvaldo Bayer. Edición 2001

XII

En base a la Obra “La Patagonia Rebelde”
de Osvaldo Bayer

“Mata Grande”. Una huelga. La primera.
“Mata Grande” pronuncio, y la palabra huelga
excava donde las tumbas anónimas de los salknam
conducen a los lugares inhóspitos del genocidio.
“Mata Grande”. Enorme. Enorme.
Éxodo de palabras. Encadenados al frío
los proletarios exigen a viva voz sus reclamos.
Ay de tantos dolores, ay de tantas prisiones
del pobre pueblo sometido.

“Mata Grande” hasta “Los Manatiales”
donde pace la jauría inglesa sus gargajos
en whisky y tabaco rancio. Cazadores
de Manantiales y azotes, aguas envilecidas
donde fuera exprimido hasta el último músculo
del obrero rural. Hasta llenar las manos de castigos.
Tumbas. Tumbas hasta pulverizar los huesos.
De la dimensión del Manantial a la “Florida Negra”
de verdugos que mancharon con sangre los arroyos
y el suceso verde de los líquenes.

“Florida Negra” del golpe del sudor de los obreros
surgió la rebelión. En la entraña de esa florida negra
sacudió el territorio el ruedo pertinaz de las cenizas
de las calaveras que tocaron las puertas de la muerte.
Allí fue la policía fusil en manos,
tras las huellas de las primeras gotas de la sangre.
Rebenque, lazo, fusil, pánico en las extendidas cicatrices
de las espaldas curtidas de los trabajadores,
cuando la geografía de las persecuciones alcanzó
la espesura de las gangrenas blancas
y el Juez dictó condena escondido entre los esbirros
que farfullaban en inglés las sentencias.

Mata Grande en Los Manantiales
y la violenta Florida Negra, allí la huelga estaba viva,
mostró el combate su primera fisonomía proletaria
y la derrota fue apenas un suspiro fecundo,
un alto en el camino, una distancia breve
hacia los días del pueblo alzado en armas
en la hosca soledad santacruceña.

***

“Otra vez”. Eco estepario de la primera huelga.
“Otra vez”. Dijo el patrón. “Otra vez”, dijo el juez.
El esbirro palpó la muerte colgada a su cintura.
¿Cuántos obreros mataría entonces?
Ay por las calles resecas de los matarifes.
Otra vez la huelga.
De lugar en lugar corrió el aviso
y la proclama cruzó los silencios
como el beso de un viento hasta ahí desconocido.
Los obreros del “Swift” unieron sus fortalezas
y donde no había pan, no había vino,
(la mesa estaba siempre vacía)
salieron a la huelga extendiendo sus voces
hasta los bordes brumosos de la patria.

En Río Gallegos, el carbón en las entrañas
y el puro cielo su estandarte nupcial,
la muerte los corría hasta las aguas
y el obrero se alzó también por sus derechos.
Desvelos de la huelga general,
primera vez, única y viva huelga general
cuando la ciudad tembló por su ternura
y puso sus amores sobre las espaldas proletarias.

De allí a Puerto Deseado.
Tu ría en el perfume de los arenales
y azules submareales donde las algas rojas
lanzaban sus colores hasta el desgarro de las nubes.
El hombre, los hombres, unieron sus esfuerzos,
fueron abrazados por los vientos de la lucha,
vientos de los abismos profundos
donde los explotados juntaban el odio
cotidiano esperando el momento preciso
de los fusiles y de los puñales.
Los obreros rurales,
los empleados de La Anónima,
los ferroviarios,
tocaron las fibras del último planeta,
en las piedras sangrantes,
y en la substancia de la renovada esclavitud
sus voces y reclamos se alzaron
en las llamaradas de sus banderas rojas.

***

En Río Gallegos mujeres proletarias.
Madres del pueblo en el escalofrío de las piedras,
en la meseta amarilla de los calafates.
Mujeres proletarias, apenas la camisa
y la pollera y los puros estandartes
bajo los que marcharon reclamando
los derechos del pueblo atormentado.
Pieles en la aurora, filos de los terciopelos,
voces surgidas de tiempos ancestrales
de cuando el Hombre era hermano del Hombre
y no su lobo, antes de la invasión de los conquistadores.
Esparcida la tiniebla de los opresores,
ellas surgieron como la misma luna,
alumbrando la vida en la breve primavera
que al final se hundía en la marea antártica
del oceánico tejido de la espuma.
Flores en la desértica tierra,
cuáles fueron sus nombres, cuáles sus rostros,
cuál el metal de sus ojos,
cuál la estatura del beso
a los esposos antes de la huelga.
Viven en la eternidad de las palabras,
en las añejas banderas de las insurrecciones
que aún guarda la purpúrea marca de la sangre
de los desconocidos insurgentes.

XIII

Aurora de los rotos

Aurora de los rotos.
¿Para quién salió el sol esa mañana?
¿Para las tentaciones blancas del rocío?
¿Para los puertos barridos por los vientos?
¿Para el racimo de nubes en el sinfín de la tormenta?
¿Para el agua de mar y su arrullo de espumas?
Fue para los obreros, los explotados.
Fue cuando los rotos empuñaron la aurora
y dieron esperanzas a las legiones proletarias.
Ardieron blancas las riberas marinas,
arenoso baluarte de la sangre,
y la rebelión surgió de las entrañas minerales
de la estepa ensimismada. Profunda soledad.
Allí el Hombre cotizaba menos que una oveja,
–nacido para el eterno sufrimiento–,
una cadena al cuello como al perro de guardia
lo sujetaba en la estancia a su muerte segura.
Aurora ante los invasores que robaron la tierra,
los Menéndez, los Behety, los Braun,
los brutos terratenientes y los de levita
y Correa Falcón, su perro de presa.
Los policías, los jueces, los militares.
Eléctrica aurora sobre la desértica estepa,
nacida de la luz y también de la greda,
de la raíz inquieta de los selknam,
de la geológica sangre de los pueblos
que nutrieron a la Federación Obrera de Río Gallegos
cuando, a su asamblearia condición obrera,
llegó el gallego Antonio Soto portando la rebelión
definitiva. La insurrección nació de la fatiga y el odio
y la aurora de los rotos se alzó en armas.

XIV

El Gallego Soto

Ría del Ferrol, mares abiertos a golpe de navíos,
la ría sonaba a lámpara y martillo
en la metalurgia naval que halló su puerto.
Antonio, niño en Ferrol, niño en Buenos Aires,
casi la misma hambruna allí y acá;
de un lado al otro del Atlántico
la miseria prendida en la humana sustancia
de músculos y huesos.

Madre,
déjame en los oficios de la vida.

Golpear la piedra, cargar los vientos,
tocar las argamasas con las manos.
El cura atento bendecía las palizas
y el policía arreaba a los niños
a la pocilga de los calabozos.
En las piojeras de las comisarías
se encendió su llama combativa.

Madre,
déjame en los oficios del teatro.

En la tramoya fue donde la estrella helaba
de ida y vuelta, donde no había norte, solo sur
y río y noche y olas de archipiélagos
y frío antes que el secreto de los fuegos.

Madre,
déjame en el oficio de los puertos.

Fue estibador en la escarcha de las madrugadas.
Bajo la mordedura de los estancieros
vio sus metales, vio sus labios en sangre
recitando condenadas a peones llegados
de vaya a saber dónde. Estibó los azotes,
la cólera del capataz, el hambre del paisano.
Fue en esa estiba que el germen se hizo carne,
y surgió el propicio fuego de su rebeldía.

Madre,
déjame en los oficios de la huelga.

En Chubut, ardió la escarcha.
La rebelión convocó a la pueblada
y allí estuvo Antonio palabra a palabra
en las barricadas iniciales.

Eras la forma rebelde de las patrias.

Tenía ojos azules,
cabello tirando a rubio,
hijo de España,
hijo de Argentina,
sonó tu arenga en las riberas
de la inagotable Patagonia
donde la ría santacruceña
devolvía los antiguos dolores de los selknam.

***

En Trelew, las familias de los trabajadores
alzaron su voz en agitadas asambleas.
Deben decirse tantas cosas de aquellos luchadores,
a los que no se nombran en los actos oficiales
y no merecen una página en los libros de historia.

Debe decirse que fueron a la huelga los peones
de los lujosos hoteles. Eran los hombres
que cargaban las maletas de los señoroñes
repletas de maldiciones y tormentos para los encadenados
a la nueva servidumbre de los estancieros.
Fueron con el hambre a cuestas,
con la esposa y los hijos que a los ojos del patrón
eran invisibles, abandonados a su suerte
en las callejas de viento y nieve.

Fueron los cocineros que doraban la carne
para la gula de los enterradores.
Ellos preparaban los manjares
para los amos de la estepa, sin atreverse
a sorber de la sopa la sustancia jugosa
de los ricos pucheros. Algo de sangre
y de sudor proletario había en los panes,
en los vinos franceses, en los corderos.
Ellos fueron a la huelga y el frío
tocaba sus osamentas con las largas
púas de la escarcha. Les importó la lucha
y ya no estuvieron solos.

Fueron las lavadoras
que fregaban con sus manos las roñas
de señores y señoras. Eran ungüentos
de los carceleros, manchas de humanidad
azotada, y en los jabones inconclusos
la roña alcanzaba su magnitud de muerte.
Se olía aun la baba de los cazadores
que bajaba a las bragas como una señal
irremediable. Baba grasienta,
whiskys y tabacos negros.

Y fueron a la huelga los estibadores,
los que ni tenían nombre a la hora de robarles la paga.
En el mes de agosto policías en todas las esquinas,
juntando la garroteada para los huelguistas.
Palo y azote y rebenque y fusiles.
Esa era la ley. Férreas cadenas
que Ritchie15 echaba a la multitud
al fondo de los huesos y socavaban la piel
hasta la pulpa humana de los rebelados.

***

Comisario Ritchie. Estaban las bayonetas
libres de verdades. Su filo turbio anunciaba
fuego en la estepa neblinosa.
Ya no había secretos entre los uniformes;
faltaba la orden, la voz corriendo en las callejas
porque luego de ello se mataría a los obreros
como antes se asesinó a los selknam.
Fueron convocados los clones de Macklenan,
cerdos colorados entre alcoholes y puros,
acopiadores de más de una sangre
vertida en el relámpago de los combates.
Sables, puñales, pólvoras, balas,
en el desierto al sur donde las aguas
tocaban las orillas como azules cuchillos
y se preparaba la carnicería y el Comisario Ritchie
escribía de banderas y revoluciones y lo hacia
desde la desembocadura de la muerte.
Tintasangre la letra garabateaba las condenas.

Región al sur, región de puertos,
donde el viento llevaba el lamento
hasta el vuelo del majestuoso albatros
y la lluvia desenfrenaba su relámpago.
Un aullido. Un quejido en el fondo de la legua
donde se hundía feroz la humanidad
de los obreros explotados. Ahí fue Ritchie
su propio desborde. Enarboló las osamentas
de los predecesores (a veces la Biblia en mano)
y agonizó a su pueblo a pura bala
como lo hizo antes en la Comuna de Natale.
Sórdido. Corroído. En la sangre y la nieve
su pisada fue la señal repetida
por los nuevos verdugos y a cada paso
una promesa sepulcral. Ritchie, gusano
favorito de los terratenientes. En la región sur,
región de puertos, su nombre perdura
en los recintos ruinosos de los calabozos.

***

3 de noviembre de 1920

Ay de tu corazón, gallego.
Luego de santiguarse en whisky
dieron la orden de matarte
(un rencor de tabaco y un gargajo).
Un desgarro en el pecho sería suficiente
y a fermentar la tierra como tantos.
De las sombras y el viento salió la puñalada.
¡Ay de tu corazón si hubiese muerto!
Tras la máscara del sicario iban en procesión
los terratenientes. Era el cadáver más preciado.
La muerte, patrimonio del amo,
rociaba roja la tierra congelada
y el amasijo estepario se llenaba de sangre.
De las sombras y el viento salió la puñalada,
tu corazón latió valiente.
Un pequeño e impalpable reloj
salvó tu vida. Del dolor de los metales
y la insolente maquinaria del tiempo
salió tu salvación inesperada.
Huyó el verdugo hacia otras muertes.
El sicario guardó sus crímenes para otros hombres.
Los asesinos no alzaron sus copas celebrando.

XV

Final feliz: buen preámbulo para la muerte

Círculo Argentino (de asesinos)

2 de diciembre de 1920

Círculo Argentino. A matar se ha dicho.
¡Los cazadores que defendían
el orden de los opresores fueron convocados!
Círculo Argentino de patricios
que cavaban tumbas y se proclamaban héroes.
Círculo de hierro, viejas rejas penitenciales
donde se crucificaba un Cristo a cada rato.
¡Cava sepulturero! ¡Cava profundo
la tumba del obrero! Matar se han propuesto
los esbirros y sobraba el dinero para eso.

Círculo Argentino de los prostibularios
portando credenciales de matones.
Lucían lamparones de sangre en las chaquetas.
Whinchester en los rincones,
viva fusilería y filosos sables.
Winchester en los rincones.
Armas. Armas. Para matar obreros.
¿O qué se creían los rotosos peones
encadenados a la estancia de por vida?
¿Quién leería el pliego de reclamos
escritos con la sangre de los aporreados?

Donde cavaron los sicarios los sepulcros
la raíz sudó una sangre antigua y otra nueva
y disciplinadas carabinas regaron su bruñida guirnalda
de pólvora y de plomo hasta los huesos.
La raíz se tornó oscura dentro del Círculo de muerte
que la Legión describía al tenaz grito de ¡Viva la Patria!
Los perros feudales ladraban sus colmillos
echando sus furiosas dentelladas.

La patria, entonces, fue sangre reseca,
una llamarada de músculo rociado de alcohol
en la hostil antorcha que los fusiladores
alzaban para escarmiento de los sublevados.

Círculo Argentino de niños bien,
de oligarcas de whisky y cocaína (de máxima pureza
porque en los vicios no cabía privarse).
Emboscados en las frías oscuridades de la comisaría,
esperaron armados a los obreros que marcharon
a reclamar sus derechos.
¿Mejores salarios?
¿Comida para el hambriento?
¿Merecido descanso?
¿Qué era todo aquello escrito en los papeles,
aquello de que hablaban ácratas,
anarquistas y maximalistas,
adoradores de Lenin
y su revolución bolchevique?
Si no eran más que hombres sin nombres,
harapientos de rostros quemados por el frío.

Cuando los obreros estuvieron a tiro,
los niños bien del Círculo Argentino
descargaron sus armas a la distancia
de una muerte segura.
Allí cayó Domingo. Domingo Faustino.
Vaya nombre para matar a quemarropa.
Vaya nombre.

Su joven cadáver ferroviario quedó tendido
pálido y helado, bajo la fría luz
que destilaba una luna esteparia.
¡Madre! ¡Me han roto el corazón con una bala!
Y por la herida lloró la fría luna
su frágil centella platinada. 

***

Elegía a la Muerte de Domingo Faustino Olmedo
Joven ferroviario asesinado por los sicarios
del Círculo Argentino

El día que murió Domingo, cuando lo asesinaron,
el cielo era indomable y el viento palpitaba su rocío.
El sol era apenas la espuma de un antorcha.
Como tantos otros hombres en su propia encrucijada,
a golpes de hambre y de miseria había llegado
a la huelga, sencillo como el pan escaso,
el agua salada de los mares, la hierva dura de la estepa.

Tal vez Domingo alzó el puño sin ninguna jactancia
y lanzó un golpe redondo entre las hebras del vapor mañanero,
no como el golpe del hierro contra el hierro,
ni como el de la masa contra la dura piedra,
sino como una protesta escondida entre los dedos,
un alivio secreto, el umbrío toque de la queja.

No lo hizo porque pensara en catástrofes,
en el derrumbe de las altas montañas
luego de que flameara en ella un estandarte rojo,
en el desborde de los caudalosos ríos de montaña,
en la contienda glaciar de los mares helados,
ni en la severidad de los combates mano a mano,
cuando el odio se cobra su merecida revancha.

Solo deseaba hablar de sus penurias y también de la de otros,
que los patrones oyeran sus reclamos, que no alcanzaba el salario,
que había hambre en todas las mesas proletarias,
que escaseaba la leña en los largos inviernos esteparios.

Pero no tuvo tiempo de agitar su puño
ni de decir sus verdades a los cuatro vientos.
La calle donde lo asesinaron se hizo estrecha,
por ella fue la bala al impulso del martirio.
Plomo maldito de una maldita carabina,
de una mano maldita, de un corazón sin patria.
Maldito, pues, el asesino de Domingo Faustino,
maldito el hacedor de muertes del Círculo Argentino,
maldito Micheri (execrable coimero)
que dio la orden entre carcajadas.

***

Responso

Domingo, ven aquí. Hay sol en las banderas,
sal del socavón helado de la estepa
oculto en el amarillo invencible de los calafates.
Vuelve. Vuelve. Trae contigo tu dignidad obrera,
y muestra la flor tan pura de tu puro coraje.
Muéstranos tu corazón, nos pertenece
tu sangre para cobijarla. Tu herida sanará
con nuestros besos, cubriremos tu cuerpo
de secretos y te echará su luz una lámpara nueva.
Domingo, ven aquí. Renace entre desconocidos.
Tu mano en nuestras manos devolverá
a las cosas su humano sentido.
Centellarás en las ásperas orillas arenosas,
en la extendida pampa de los labradores
donde las doradas espigas del trigo
se mecen en silencio, y hasta en la ruda cordillera
desgranarás tu luz en cientos de pequeñas tormentas.
Vuelve. Vuelve.
Somos el hogar a donde perteneces.
Aquí hay sol en las banderas.

XVI

José Aicardi. El “68”.

Alfredo Fonte. El Toscano.

Fuego, hasta el trueno brutal de la contienda,
piedra ciega en el redil del cielo
en donde no hay lugar a la desdicha
y se combate estancia a estancia,
despertando la insurrección de la modorra.
La rebelión conduce entre fríos glaciares
los estandartes de los sublevados
tiro a tiro, tajo a tajo, hasta el último acoso
cuando ya no se podía ver la tierra sin la sangre.
Los fusilados precipitaron su muerte
en la geología infinita de la Patagonia
y de un modo ritual murieron combatiendo.
¿Quiénes serán los jueces en sus tribunales?
¿Quiénes dirán de sus adioses en tanto el temporal
de una guerrilla sacudía a los oligarcas hasta la médula?
Tiempo de pólvora en los sumergidos desfiladeros
de la antigua estepa de los selknam. El áspero
alarido de la muerte sonó hasta la última frontera
donde la patria se hundía atlántica a la deriva.

XVI

Jorge Ernesto Pérez Millán Temperley

Tú, administrado asesino
del catecismo violento de Carlés
el matarife, fuiste a las frías tierras
de los explotados a exponer
tu perturbado crucifijo negro
despellejando almas.
Fuiste herido en El Cerrito.
Fuiste capturado en El Cerrito.
Frágil tu valentía. Ni un grano de coraje.
Fuiste liberado cuando la matanza
de los sublevados.
Liado a la mutilación de la patria
legítima, tu cólera cargó el máuser
de la infame venganza.
Y sobre un catre mugriento fuiste muerto
en bandeja en el hospicio, a la hora
furiosa de tu última comida.

XVII

Reclamo de la Legión británica
Desde Buenos Aires mandaron las tropas

La Legión británica reclamó sanguinaria.
¡Tropas! ¡Tropas!
Los carroñeros del imperio
reclamaron que hasta el subsuelo
donde yacían los selknam,
se hundieran las tenebrosas bayonetas
para cortar desde sus raíces
el reclamo de los obreros sublevados.

Si el Imperio lo pedía
¿quién se opondría?
Por su real reclamo
desde Buenos Aires enviaron los soldados.

¡God save The King!

Llegaron los soldados
al mando de Malerba
que en la tierra trazó una línea divisoria,
quien no estaba de su lado
sería su víctima. Hasta donde rodó
la fría noche de la estepa
persiguió a los huelguistas
para encarcelarlos. Malerba
era un joven buitre. Llevaba
larga pechera de verdugo
y el comisario Ritchie,
heraldo de la muerte,
lo seguía palpitando
los calabozos en el cruel ritual
de los exterminadores.

De la reseca lengua de los explotadores
se repitió el reclamo.
¡Tropas! ¡Tropas!

De Buenos Aires llegaron
más soldados.
La aviesa caballería galopó
la muerte a la deriva
de la cólera de funcionarios,
comerciantes y estancieros.

¡God save The King!
¡God save the landowners!
¡God save the exploiters!

XVIII

Ángel Ignacio Yza
Héctor Benigno Varela

“Vaya, teniente coronel. Vea bien lo que ocurre y cumpla con su deber”

Órdenes. Pánico de los estancieros.
Palabras del burócrata. Lengua sin compromisos
y desolación de las condenadas dichas entre dientes.
Papeles oficiales, páginas de piedra.
Las calaveras yacían pero no eran vistas
ocultas en el fuego de los pedernales.
De Buenos Aires a Santa Cruz los fuegos
guardaban implacables las cenizas rituales
de los que habían caídos asesinados en Vasena.
Llevaban las sílabas del pogromo y también
la sustancia salvaje de las violaciones.

Todo fue un trámite y en la tinta la sangre
esperando su momento. La ría descifraba
su último esplendor antes de la cacería.
Llegaron con el sable y la pólvora.
Preguntaron por los hombres de alpargatas.
Midieron sus alturas, el dolor de sus ojos,
establecieron la forma de sus rostros
y el oscuro color de la piel de sus dedos.
Sus lenguajes fueron examinados
a la luz marina de las olas glaciares.

Voy a decir de sus reclamos tan simples
y por todos conocidos que nada había en ellos
que no se supiera de antemano.
Lo sabían los funcionarios,
los comerciantes y los mercaderes,
las estancieros y los policías,
y también los militares. Habían machacado
durante años la médula helada de los trabajadores.
Desde los cazadores de indios no había paraíso
porque los hombres fueron desollados
mientras el corazón temblaba entre las piedras.

Los reclamos podían repetirlos los hombres
y las mujeres y hasta los niños.
Porque ellos sabían del hambre
porque lo padecían, del salario escaso
porque lo padecían, de la esquila de noche a noche
en el vendaval de la helada al sur del viento,
cuando se helaba la sangre que se amorataba
con la extensión de la sombría fatiga.
No había medida para el hambre y el frío
y la soledad caía en gotas de la última nube
que se posaba como una ráfaga antártica
sobre los ateridos cuerpos de la peonada.
La rebelión surgió en racimos sobre el territorio
y se hicieron promesas que nunca se cumplieron.

Y prometió Yza con sus medias palabras
y prometió Varela con los muertos de la insurrección porteña
a cuestas portando la bandera de los mercaderes.
Pero los hacendados prometieron la muerte.

Y Varela dijo:

“Si se levantan de nuevo volveré y fusilaré por docenas”.
Esta fue su promesa.

Tte. Cnel. 

Héctor
Benigno Varela

XIX

Septiembre, mes de armarse. Hasta los dientes
repitió Correa Falcón en cada estancia.
La esquila olía a sangre y la sangre llamaba,
como siempre, a más sangre. Los acuerdos de enero
fueron olvidados por los estancieros. La memoria
fue frágil y se exigió arrancar la carcoma y cauterizar la herida.
¿Qué otra cosa? Fuego sobre la herida,
fuego blanco, fuego helado, pedernal de sangre.
Una flamígera sutura sobre la herida abierta.
Nació una serpiente de un huevo podrido,
de la Liga Patriótica salió su brigada y las armas
se cargaron de odio. Pólvora y odio y religión
se consagraron al altar de una patria ancha y ajena
y la serpiente nacida de un huevo podrido
esperaba a septiembre que era el mes de la sangre.
La serpiente fue a caballo a comer la sangre
de los selknam donde la tierra la había coagulado.
Allí tocó esa raíz genuina y bebió su agonía
como un agua bendita. Toda la cólera en su boca.
Dijo:
¿Cómo fue terminada la huelga de Vasena?
¿Y qué suerte tuvo el obreraje en Santa Fe,
donde La Forestal repartió la muerte como estampitas
de hierro, hiel y fuego hasta las tripas?
La serpiente viajó desde la estepa hasta la usina
de los mandaderos de sus majestades reales.
¡Buenos Aires! ¡Buenos Aires!
La fortaleza, la tentación, las procesiones
del oro y a mano la traición a tiempo.
Buenos Aires olía hostil y a patria en las tinieblas.
Los nuevos conquistadores dieron largos discursos,
en Buenos Aires los aplaudió entusiasta
la flor y nata de la oligarquía
los que tiraban manteca al techo
en sus aspaventosos festejos prostibularios.
Comulgaron ensimismados unas pequeñas hostias
del tamaño de una bala calibre 7,65
y aspiraron el sexo de las niñas.
Luego hablaron los Braun,
también los Menéndez,
los Braun Menéndez
y los Behety
y los Menéndez Behety,
y los Braun
y los Menéndez
y los Behety,
y se repitieron sus nombres
desde el púlpito de sus promesas
de generosas decapitaciones,
de próximos azotes
y heridos muertos-vivos
a lo largo y lo ancho de la estepa nevada.
En un interminable círculo de maldiciones
Correa Falcón supo poner el moño a las diatribas.
El huevo podrido se llenó del detrito
de las promesas de martirio y de pólvoras
y puñales y bayonetas rotas contra las dentaduras
de los proletarios cuando fueran vencidos.
Allí habría un muerto
en reposo,
y allí otro,
en amenaza,
y allí otro
zozobrante
a la luz de la luna
vaho blanco en la extensión de la matanza
y Correa Falcón y el propio Carlés
prometieron merodear a los descuartizados
recitando un Ave María sin alzar la voz
entre los negros vapores de las sepulturas.
¡Dios salve a los sanguinarios!
¡Larga vida a los terratenientes!
¡God save the King!

Tocó la víbora los odios ancestrales
y trajo a los devoradores hasta las estribaciones
de la estepa que arreciaba en la piedra los próximos fusilamientos.

XX

Elegía a la muerte de Zacarías Gracián

Sonó en la noche el palpitante golpe de la muerte.

Quedó su rostro mirando un sueño
en el momento último del escalofrío
cuando Ritchie lanzó la muerte
agazapada en la pólvora y el plomo.

Qué habrán visto sus ojos cuando el relámpago aquel
llegó en la mordedura de una bala.

Cayó su cuerpo como digna semilla
y en la tierra echó raíz el alfabeto de la huelga.

Innumerables cielos sobre el joven cadáver
dieron responso desde los ventisqueros,
y entre las vestiduras de la estepa
el frío llamó a silencio con su bruma blanca.

Las hebras rojas de una nube esteparia
fueron el pabellón último de la sangre vertida,
y la majestad de la luna besó su cadáver
ante el hondo hospicio de la improvisada sepultura.

¡A fusilar!

“Vaya, teniente coronel. Vea bien lo que ocurre y cumpla con su deber”

Hipólito Yrigoyen

Estoy entre promesas de fusilamientos.
Encarnizadas promesas. Ya la ropa se mancha
con la sangre de las asesinados y se ve por la herida
el corazón latiendo hasta agotarse.
Vaya y fusile. Fusile. Fusile.
Lo dice el presidente y su ministro de Guerra.
¿Guerra? Los amos de la tierra la reclaman.
¡Guerra! ¡Guerra! Su Majestad el Rey la exige.
Lo ha escrito la embajada en su papel
con el membrete de rapiñas y martirios coloniales.
Lo ha pedido Menéndez.
Lo ha pedido Braun.
Lo ha pedido Behety.
Y si ellos lo piden ¡qué puede hacer el presidente!
Lo han pedido sobre los huesos calcinados de los selknam.
A terminar la faena, a derramar la muerte
como lo supo hacer Macklenan.
¡Vuelvan los cazadores!
Vaya y fusile, teniente coronel.
Fusile. Fusile. Fusile.
Donde se encrespe un grito, fusile.
Donde se esparza una palabra nueva, fusile.
Donde se disemine un reclamo, fusile.
Donde haya un baluarte proletario, fusile.
Vaya y fusile que se mirará para otro lado.
¡Hay bellos paisajes en Buenos Aires!
Paisajes europeos, donde trepan los árboles
y sucumben los cielos a los altos edificios citadinos.
Vaya y fusile, teniente coronel.
Cumpla con su deber.
Termine con la huelga y calcine los reclamos.
No sonará una campana en los responsos
ni se oirá un llanto, se promete.
Los sacerdotes alabarán su empeño,
no habrá jueces que discutan sus sentencias.
Use su espada, use su máuser,
sus garrotes, sus puñales,
limpia la Patagonia a dentelladas,
vaya y fusile, teniente coronel.
Será salvaje la subasta de muerte
pero así son las faenas en la estepa.
A la intemperie la sangre sobre la piedra vieja,
en el fugaz movimiento de los vientos andinos,
en los trémulos arrebatos de los lagos helados.
Vaya y fusile, teniente coronel.
En las extensas regiones de lo sanguinario
usted será el enfurecido héroe
que a caballo del máuser derribará
el galope de los insurrectos,
será un relámpago de hielo,
será la pólvora ciclónica,
será la hoguera última del fuego.
¡Vaya y fusile, teniente coronel!

Estancia “Bella Vista”
Matanza

Dijo el terrateniente:
Qué bello es matar a la distancia
de un máuser argentino.
Qué Bella Vista es matar
Chilotes,
Rusos,
Españoles,
Gringos,
Criollos.

Harapientos.
Crotos.
Mugrientos.
Apenas un poncho,
un quillango
un chambergo
rotoso.

Qué bello es matar al hombre
atado con alambre
a un poste muerto,
el cuerpo desnudo
aterido de frío,
moribundo,
sin palabras,
torturado,
en el estercolero
de un corral,
en el último
excremento
de la patria.
Qué bello es matar al hombre
hasta el último límite,
qué Bella Vista
la muerte a tiros
donde la sal toca la luna
y la piedra luce
los huesos en andrajos.

Qué Bella Vista
la matanza
por el redondo hueco
de la bala en el cráneo,
por la nuca.
Luego tan solo polvo
de ceniza, asesina
tierra chamuscada
al galope del viento
sin amarres
sin caminos
ni lamentos,
perdidos en la estepa
amarilla
ni siquiera fantasmas.

Hombres indefensos,
lágrimas en secreto,
sangre en racimos rojos,
olvidados del juez,
del cura
que sonreía una hostia
hecha de tripas
carcomida
en su misa
y revelada
en los confesionarios
de la oligarquía.

Su sangre
fue una espuma rota,
una gota de hombre
a la deriva.
El hombre fue aplastado.
No fue cualquier hombre.
Fue el obrero rural,
la peonada,
que llegaron en la nieve
hasta la muerte,
solos, en silencio,
abandonados de Dios
que no sabe de pobres
y tampoco le interesa.

Los fusilados,
grito,
no pueden olvidarse.

La jauría
Capitán Viñas Ibarra

Era la hiel su músculo y su sangre,
el corazón amargo y la gangrena
en el territorio de los desamparados,
los ignorados y los indefensos.
Perros de uniforme, charreteras,
una jauría en las entrañas
de la estepa donde el lodo lucía
el color de la sangre en la ceniza.
A dentelladas contra los caídos,
colmillos rojos en los hocicos negros,
matando obreros en la tétrica patria
de los oligarcas. Perros de presa,
sables en la tiniebla y áspero máuser
ardiendo en pólvora sin patriotismo
y flameando entre los asesinados
el aullido de una bandera muerta.

Botín de Guerra

Juntarás tus harapos, tu quillango, tu sombrero,
tu poncho, tus miserias y entregarás el diezmo
a los nuevos invasores. Desnudo
irás a la muerte. Tal vez algo de viento,
tierra, nieve y hambre te dejen poseer
antes de fusilarte. Los intrusos de uniformes
te robarán lo que es tuyo y de tu esposa
y de tus hijos. Botín de guerra,
esa será toda la gloria del verdugo.
Como a un perro muerto entre las piedras
te dejarán tirado luego que los ladrones de uniforme
te hayan fusilado. Sangre en la tierra
y hueso triturado. Tu endurecido cuerpo,
semilla humana en las cicatrices
de los lejanos territorios desafiará el silencio,
y tú, herido patrimonio proletario,
serás el porvenir del fuego
de muchas otras rebeliones del pueblo.

Facón Grande
José Font

El mejor hijo de todas las madres

Yo miro tu presencia en la luz de las cosas,
en tu forma entrerriana de tocar la pradera.
En tu silencio seco de decir a caballo
y de cabalgar el cielo hasta la última frontera.
Tanto viento, tanta arena, la piedra misma
a tu trote fue lábil y apenas sugerente,
y el último bagual sucedió a tu manera
de echar raíz profundo entre tanta fatiga.
Carrero más respetado no hubo en otro tiempo
y tampoco lo habrá. Algo de tigre, algo de agua salvaje
y de color de anillo había si a tu paso
se esparcía esa sombra que no volvió a ser vista.
En el revés de tu facón la patria ardía solidaria
y en el cuero curtido de tu cinchas transitaba la rabia
del paisano por tanta mishiadura insoportable.
Nunca una mala palabra, nunca el egoísmo,
siempre la mano abierta como una ruda rosa
sin espinas. Lo que hiciste “lo hiciste por ellos”*
y recojo sin pesadumbre tu semilla.
Grito ¡miren! ¡Aquí en mi mano brilla su coraje
como el metal de la patria verdadera!
Te asesinó el chacal de lustroso uniforme
y medallón de sangre. De pie en la estepa descarnada,
mirando donde el cielo se volvía el naufragio
de la humana justicia. Fue en Jaramillo,
tal vez fue de mañana, o tal vez fue en la tarde
o en la noche geométrica. El cielo estaba herido de puñales
y la luz deponía sus aromas sobre la encarnizada tierra.
La muerte se covachó en un turbio hoyo
por el ardor de la alevosa pólvora donde caíste
invitando a pelar como sabían los hombres,
mano a mano, cara a cara, no escondido
en el envilecido pelotón de unos fusiladores sin nombre.
Fue tu muerte una estrategia de la cobardía,
como la muerte del paisano Antonio
que marchó inocente a su fusilamiento
vistiendo pilchas negras y montando
en el oscuro esplendor de su caballo moro
cuando le dispararon a traición a la cabeza.
Así mataron los que esperaron el bronce de la patria
y recibieron a cambio la muerte en una esquina.
Fue en Jaramillo, repito, donde te fusilaron.
Tu cuerpo abandonado, estatua muerta,
atravesó la furia sombría de la cobardía
y quedó como estatura del coraje
para todos los tiempos. Tu voz se hizo invencible
y aquí llamas a continuar la lucha. Mano a mano,
de frente, sin condiciones, a pura patria.

(* por los niños)

Foto de José Font, conocido como Facón Grande 

A los Caídos de la Livertá (178)

En un faldeo al este del galpón de esquila
en el cementerio de los fusilados,
hay una cruz arriba, entre las lisas piedras
y las últimas desventuras, en la que fue escrito
“1921. A los Caídos por la Livertá”.
Un breviario de cielo reposa en sus maderas.
Es la desnuda morada de los fusilados,
donde el viento esparce la substancia azul
de los espejos y deja caer su luz
justo donde la cruz y la ilumina.
Allí llevaron a los condenados con su muerte a cuestas.
No fueron consolados y nadie rezó por ellos;
se hicieron invisibles desde entonces.
No hubo banderas ni responsos,
no hubo recitaciones ni perdones,
solo la ciénaga negra de la muerte
quedó estampada en el pálido músculo
bajos los andrajos roñosos de la tela.

La muerte fue toda suya a la intemperie.
Les arrancaron la huelga a dentelladas
para que no sonrieran frente a los fusiladores,
y despojados de la geografía de la tumba
nutrieron la amarga tierra con su sangre.
Quedaron sus osamentas como descarnados archipiélagos.
Los huesos de una mano, la redonda calavera
con el exacto agujero de la bala,
fueron la protesta última de los rebelados de la estepa.

Desde entonces, sus muertes van y vienen
por los profundos minerales,
reptan entre la tardía hierva
y se agitan en el ulular del viento helado.
El pueblo libertador las ha recogido
y las porta en el corazón como una escarapela roja.
Por ello nadie llega a la cruz para llorar.
Eso no está permitido. Quienes llegan hasta allí
no han bebido el agua del rocío,
ni cruzaron la vida entre jazmines.
Fueron amamantados de desiertos,
fueron amamantados de banderas
y buscan en el paisaje las verdades
que aun yacen en los cristales de la arena
y en las endurecidas matas de ese monte
como una mancha pavorosa de injusticia.

Estancia “La Anita”

Ahora van a ver
(Comandante Varela)

Os fusilarán a todos, nadie va a quedar con vida, (…)
No os rindáis, compañeros, os espera la aurora
de la redención social, de la libertad de todos.
Luchemos por ella. No os entreguéis.

“Qué asesinos habían resultado estos militares de Buenos Aires”

En la estancia “La Anita”,
pequeño nombre para una matanza enorme,
la jauría anduvo de muerte en muerte
por el planeta de los fusilamientos.
Balas y pólvoras a empellones.
La tierra oyó el metal y el fuego.
Fue el desértico sonido del máuser
zumbando el relámpago azufrado
salido de su boca redonda.

Bajo las alturas ciegas de la noche,
los prisioneros atados a los postes
que ya mostraban la sangre de los primeros fusilados,
esperaban extenuados su sentencia.

Sobre ellos la helada penetrante.
La agonía hasta los huesos antes de ser asesinados.

No hubo tiempo de sudar
ni de respirar el aire salitroso del último suspiro.
Ni de pensar en la madre, en la esposa o en los hijos.

Ya no se trataba de salarios,
ni de reivindicaciones,
ni de sindicatos.

Había que romper la patria obrera,
hacerla gemir hasta la muerte.

Chilotes,
Rusos,
Españoles,
Gringos,
Criollos.

Harapientos.
Crotos.
Mugrientos.
Apenas un poncho,
un quillango
un chambergo
rotoso.

Ante los prisioneros llegaron los militares y dijeron:
“este, este y este otro”
y se mató de una oscuridad a otra
revólver en mano invocando a la patria.
La noche fue implacable.

¿Qué bandera era aquella por la que se mataba?
¿La de Belgrano?
¿Era su estirpe sanguinaria?

“Ahora verán” fue un juramento
que el Comandante lanzó como una piedra.
Llevó su mano al pecho,
y así prometió entre muerte y muerte.

“Ahora verán”
y arreció la matanza entre los pocos silencios
que rondaban la ceremonia de los fusilamientos.

La tumba trajo su uniforme oliva
y rescató las maldiciones del verdugo
contra aquellos peones condenados.

“Ahora verán”:
agujereados a tiros, la hazaña de los fusiladores
que salían de sus roñosas madrigueras
de la noche a la mañana, a toda hora,
para matar a los obreros sublevados.

“Ahora verán”
por al agujero en el cráneo,
la antigua potestad de los conquistadores,
aquellos que llegaron cruz y espada
y sembraron de muerte la América primera.

“Ahora verán”
a los cazadores de los selknam
volver del infierno de las viejas piedras
borrachos y cebados en libras esterlinas,
matar a voluntad oliendo whisky en el orín
en medio de la sangre, la tierra y la miseria.

A matar se ha dicho. ¡Qué así sea!

La voz del comandante sonó armada hasta los dientes.

A matar se ha dicho.
De pie,

de rodillas,

de frente,

de espaldas,

fauces y garras,

levitas de los estancieros

que balbuceaban a los tiros

su furia nunca bien documentada

pero que el Comandante comprendía cabalmente.

“Ahora verán”
y dejó una multitud de muertos
en la patria cruel de los terratenientes.

Héroes del Imperio. Su Majestad emocionado.
En el banquete de los asesinos se cantó a los gritos:

For he is a jolly good fellow.

For he is a jolly good fellow.

Fue el Comandante y cumplió con su deber,
¿quién podría dudar que él era un excelente muchacho?

For he is a jolly good fellow.

XXVIII

Valientes mujeres de San Julián

A Consuelo García, Angela Fortunato, Amalia Rodríguez,
María Juliache, Maud Foster y “La Catalana”

No habían quedado consuelos,
todos ellos se habían esfumado con la niebla grisácea
de las rías de sangre donde los fusilados tocaron las orillas
con su muerte a la vista, la boca entreabierta y los ojos yermos
hasta la última lágrima azul como un pequeño y redondo cielo humano
rodando por el rostro hasta la esperanza terminal del río.
Pero quedaba un Consuelo. Una extensión de amor en tanta estepa,
una madeja de cielo en forma de caricia como la hebra dulce
de las encendidas y verdes matas de la tierra.
Fuiste vos, Consuelo García, el último consuelo de los fusilados,
la que dijo “en esta cama no duermen asesinos”. No nos tocan los verdugos
que llenaron la tierra con la muerte traída de Buenos Aires
en la punta de sus sables bayonetas y máuseres cargados de inmundicias.

No habían quedado ángeles en aquello tierra arrollada
por la munición de hierro de los matarifes de uniforme oliva,
diseminando las cenizas grises de los incinerados a la madrugada,
ocultos de ángeles y estrellas como todo ser humano tiene derecho
a ser contemplado en su último momento, ser agraciado
entre angelicales caricias y luces amatistas como el hijo que vuelve
después de haber andado por todos los caminos de la tierra.
Fuiste vos, Angela, la última de los ángeles. Ángela en el paraíso.
Angela Fortunato y la misma Fortuna, como la diosa.
Vos, material de ave celestial al viento, plumas de agua y cera y rímel
al cuajar el color de las fondos marinos en tus ojos de océano, tan bellos,
tan bellos, que fueron el secreto recado en los labios amoratados
de los asesinados en las largas noches de los fusilamientos. Ángel y sueño,
vos, luna con coraje, que gritaste a los cuatro vientos “aquí no hay lugar
para los asesinos”
. Y luego blandiste el lazo como aquel Cristo ante los mercaderes
y echaste a los sicarios a la helada cicatriz de la noche esteparia.

Amalia. Suena tu nombre en al permanencia de la sal marina
y en las espumas blancas de las olas. Amalia en el perfume de la piel,
de pronto blanca, de pronto rosa en la curvatura de tus senos,
una sonrisa clandestina y el prodigio de tu furia ante la soldadesca.
Amalia Rodríguez, casi el eléctrico pájaro en su vuelo azul
entre la sal y las ramas de los pequeños arbustos derribados.
También fuiste la que gritaste “aparta de mí a estos asesinos”
y consolaste las oscurecidas sangre de los muertos que esperaban
una señal, un canto, un pensamiento para echarse a la muerte definitivamente.

Maud Foster, tu nombre fue foxtrot de furia.
Sonó como el metal de piedra tu grito, tu condena.
Frenético foxtrot ante la risa cruel de aquellos
recién venidos de la muerte ajena entre risas
palpando la humana harina de la carne quemada.
Maud, enigmática, áspera uva, rencor de la luna
sobre la cama helada a donde no entró el verdugo
con su mortaja a cuestas. Los echaste a otoños en el lomo,
las hundiste el hocico en la inclemencia de los estercoleros
de las guarniciones donde guardaban la muerte en las jauleras.
“¡Fuera! ¡Fuera! Milicia de ratas”. Tembló tu voz
en la desembocadura de la furia, el alarido unánime
en aquella dimensión del día de la sangre en la tierra
y tu foxtrot sonó insurgente en la latitud de las perfectas maldiciones.

Rebelde “La Catalana” como toda catalana.
Inquieta tu despedida a golpes de puños y taleros
contra los asesinos. De pronto se encarnizó tu lengua
que despojó a las palabras de cualquier dulzura.
Cantaste para los muertos, para aquellas emociones
húmeda del último rocío rojo de la noche.
Pero no cantaste para los fusiladores
que querían tu cama, tu caricia, el arrullo de tu canto
que se había escuchado entre las últimas esperanzas
de los fusilados. ¡Jamás! Gritaste. ¡Jamás!
La bandera estaba salpicada de sangre
y flameaba el dolor desde la profundidad de las sepulturas.
Jamás. Jamás. Cólera de la mujer ante la gota de agonía
que caía a la tierra como la última levadura de la huelga.

Y donde hay un Cristo, y donde hay ¡tantos Cristos!
Hubo María madre, María hermana, María hija,
¡María! Lamento y amparo ese diciembre
de cruces quemándose en la tierra, galopando ese fuego racial
entre los vegetales rojos de la muerte.
Fuiste vos, María Juliache, de besos indescifrables
y caricias silvestres sobre los pechos duros de los proletarios.
María, la comarca de tus labios fueron el vuelo rojo
de una palabra que merecía ser oída y el crepúsculo de patria
en una canción bien pronunciada cuando te amaban de a ratos
aquellos que fueron a la huelga tempestuosos,
vestidos con harapos y llenas las venas de humana valentía.
Vos, María, fuiste violento pétalo frente a las armas,
“¡Fuera, asesinos! Gritaste y en la noche los cerrojos
cayeron cuando cayó la máscara de tu pena.

Valientes mujeres de San Julián. Canto a sus amaneceres rotos,
a los despojos de los besos agonizando entre los vellones
de las sudadas almohadas del burdel. Ustedes enseñaron
sin pompas ni alharacas la nobleza de una causa justa,
mujeres nobles como el erguido árbol de copa temblorosa,
el caudalosos río donde reposa diseminada la luna,
o la lisura de la piel de la piedra en el fragor de la poesía.
Fue hermosa su cólera, fue hermosa. Bendita cólera,
indomables mujeres de piel de pálidos telares.
Nadie podrá olvidar que fueron ustedes las que hicieron valer
por amor, la dignidad de aquellos fusilados insepultos. 

XXIX

Homenaje a Albino Argüelles

El mejor homenaje a su memoria

Poema de Albino Argüelles a su hija, Irma Dora Labat,
hija de Albino Argüelles y Clara Irene Labat.
Argüelles fue fusilado por orden del General Anaya
el 18 de diciembre de 1921.

A ti te queda el consuelo
de nuestro fruto adorado
en cuyo rostro esmaltado
se mitigan tus desvelos
teniendo siempre presente
a nuestra hijita en la memoria
que de tus besos la gloria
la cubre constantemente.
 

XXX

Kurt Gustav Wilckens

“…Temple diamantino, noble compañero y hermano…”
Severino Di Giovanni, “Los anunciadores de la tempestad”.

Después de leer a Tolstói ha visto pequeñas muertes
desfilar por las ruinas de un muro en el que aún perdura
un coágulo. Puede verlo rojo y negro, estampado,
fijo en el adobe, en el agujero que está en ruinas,
y ha adquirido la magnitud de una bandera por decisión propia.

Kurt toma ese coágulo y lo besa con la fuerza de una palabrota.
Camaradas (dice) y ha esperado días, muchos días, mucho tiempo,
y ha destituido al verdugo de su sitial de héroe
tantas veces y le ha echado su letal reproche
hasta cortarle de revólveres el pecho hasta la espalda.

Kurt recibe a Tolstói en el último desayuno. No tienen de qué hablar.
Es la mañana recién llegada casi a fin del mes de enero. Y es caluroso
enero que aporta la mansedumbre del sudor de la noche pasada.

Kurt lleva un atado en sus manos esa calurosa mañana de enero.

Lleva envuelto tanto sufrimiento. ¡Tanto! O el escarmiento
bajo las hojas de un periódico que muestra escrito un cadáver
que se ha encarnizado atado con alambre a un poste muerto.
Las manos derrotadas y el individuo goteando su cabeza
en un pequeño charco negro a donde va a dar hasta perderse.

El hombre se repite en cada poste y en la permanencia
de unas tumbas que no alcanzan a cubrir los rostros de los fusilados.
Puede ver el impulso ancho de sus ojos que conservan
el paso del caliente plomo hasta el corazón roto.
No olvidará esos ojos, esos labios de recién poseído
por la putrefacción, silencio azul entre los dientes
y saliva oscura en la lengua como un trozo de madera. Él no los ha visto con sus ojos. Los ha presentido en las poblaciones
en las que los que sobrevivieron fue mejor morir a mansalva.
La ciudad ha hablado de esas muertes desde la semana de Vasena.
Matar. Matar. Lo gritaron los cajetillas llorando de odio.
Una matanza o dos o quince. La Liga Patriótica hurgó los huesos
hasta encontrar la nueva agonía en la arquitectura de la estepa.

Kurt sabe que alguien debe poner las cosas en su debido lugar.
Alguien debe establecer el meridiano de justicia. No queda tiempo
para volver sobre Tolstói y reconocer el crimen y el castigo.
Los sabe de memoria, los ha repetido hasta el cansancio.

La paz ruega por el metal a la velocidad del fuego.

Kurt llega a destino y encuentra al hombre con su intacta sonrisa.
Lleva su lacónico traje militar; porta con saña su sonrisa
de melancólico verdugo. Tal vez esté decepcionado
porque ha esperado los vítores con los que nunca lo gratificaron.
En su presencia, el presidente apenas diptonga unas felicitaciones
y escapa de las definiciones procesales de los decretos de Honor.
Del asunto aquel no quiere ni oír hablar. Es mejor no mencionarlo.

El hombre lleva a su niña y abraza a su niña y la deja
al borde de un zaguán de mármoles perpetuos y luego, en la calle,
queda cara a cara con Kurt quien descubre su atadito de muerte.

Kurt aprecia el desorden de la luz del metal y el golpe duro
que rompe las piernas del hombre que no deja de caer
aferrándose a un árbol que encrespa su follaje y se desploma.

A Kurt también se le quiebra una pierna; el peroné astillado
ha cortado la materia del músculo en pequeños pedazos rojos,
pero no ha caído. Una frenética urgencia termina en su mano
con el calibre de la muerte justo a tiempo para acabar con todo.

El hombre, moribundo acuartelado acude a la vorágine del sable
pero es tarde, no hay más tiempo que para morir.

Kurt le dispara lo que tiene a mano. En el pecho. En la garganta
a su costado y sale un humo rojo por donde evapora la sangre
a quemarropa los últimos suspiros y putea exangüe, enroscado
a un árbol, el mismo árbol que no tiene nada de temible
y muere ante sus raíces, atávico, destrozado, en su pequeño traje
de fajina, la pólvora mordiéndole la carne con su misma violencia.

Ha muerto el Comandante Varela.

Kurt se ha quitado de encima hasta el último grillete.

El cielo es un misterio irreconocible. 

Epílogo

He elegido el poema “El cementerio patagónico” del gran Raúl González Tuñón para cerrar el poemario.

Conocer la historia de los fusilamientos de los obreros rurales patagónicos que inspiraron este poemario, me obligó a peregrinar por el drama de aquellos hombres que tal vez nunca alcanzaron a dilucidar la hazaña de su alzamiento. A ellos mi admiración revolucionaria.

Raúl González Tuñón es un magnífico poeta. Uno de los mejores. Nadie como él pudo expresar los sentimientos que provoca contemplar el eco de la lucha de aquellos obreros rurales en la inmensa soledad de la Patagonia.

Mi amor hacia ellos, a quienes reivindico en mis modestos poemas. 

El cementerio patagónico
Raúl González Tuñón

A veces el viento patagónico es un cazador barbudo y alto.

Viene como la música, trae los ruidos del desierto y la montaña.

Marcha de puesto en puesto entre balleneros, entre quillangos.

Marca de pueblo en pueblo entre gin, entre pescadores, entre fulleros.

Marcha de campamento en campamento

Entre canallas enriquecidos con la sangre de los desgraciados.

Marcha de puerto en puerto entre rufianes, entre palomas heladas y garúas,

entre asesinatos, entre monedas chilenas y argentinas.

Oh, trashumante.

Las prostitutas de los climas sureros lo siguen, alucinadas.

Todas las prostitutas -en su mayoría pelirrojas- lo siguen.

Él, el viento cazador, continúa su marcha

Y v a perderse hacia quién sabe qué archipiélago,

Hacia quién sabe qué cinematógrafo,

Hacia quién sabe qué enloquecida alcantarilla.

A veces, nuevo avatar, el viento patagónico es una sirena del aire.

En los hangares de las madrugadas atrae a los aviadores.

Los pequeños mecánicos comprueban con júbilo

La velocidad del viento a ras de tierra

y cuando arriba el altímetro señala una capa favorable de aire

La sirena los lleva en su canto,

la terrible sirena los lleva con sus canto de brumas, y lloviznas y nieve,

y ellos van a estrellarse

sobre enormes malolientes colonias de elefantes y lobos marinos,

sobre plantas de petróleo, sobre columnas de asustados guanacos,

sobre los rojos galpones de las curtidas villas del Sur.

Cazador o sirena el viento manda en la Patagonia.

Cazador o sirena se detiene en el corazón de la Patagonia.

Él, cazador o sirena,

camarada de los auténticos trabajadores de la Patagonia, se detiene

y va a rendir a la ceniza de los obreros asesinados por el Gobierno,

un homenaje de silencio cargado de tormenta. Oh trashumante.

En Santa Cruz, entre el mar y los montes

yo he visto el pequeño cementerio de los huelguistas fusilados.

Unos mal enterrados, en la fosa abierta por ellos,

asoman la punta del zapato con tierra y lagartijas.

Otros, enterrados vivos quizá.

una mano de hueso implorante picoteada por los cuervos.

Y no es extraño ver a lo largo del camino

restos de otros,

curioso contenido de la intemperie.

Las caravanas de los desposeídos de la tierra, las largas filas de linyeras forzados,

la multitud de todos los países que se dirige al sur de la tierra

en busca del pan y de la muerte,

la multitud de todos los países que se dirige al sur de la tierra

en busca de la nostalgia y el olvido,

se detiene ahí, donde, oasis del viento patagónico, la tierra estéril lanza sus perros amarillos.

Allí, donde la aullante tierra reseca desafía las nubes,

viajeras de tres cielos.

Allí, donde las brújulas de los barcos perdidos, ya fantasmas,

señalan contra las costas, al fin, el rumbo de una próxima venganza.

Y es inútil, tuertos, sin pierna, todos los marineros han partido.

Todos los petroleros ha partido

y las calderas pueden estallar a la salida del gran golfo.

Todas las prostitutas han partido detrás del viento cazador.

Todos los aviadores de línea han despegado

y van detrás de la sirena viento.

Los peones del campo, las hormigas del cuero, el frigorífico y la lana han partido.

Y los recaudadores de Tierras y Colonias han partido.

Y ellos quedaron solos ente el mar y los montes

y ellos quedaron solos sin nombres y sin cruces

y ellos quedaron solos con las blusas agujereadas

y con lo agujeros de la carne sin carne.

Únicamente el viento cazador o sirena, adormece dulcemente su muerte.

Adormece delicadamente su putrefacta muerte, esa útil muerte.

Ese violento arroyo de ceniza

que subterráneamente ha de desembocar en la revuelta

y en cuyas aguas, grises y calientes, mi voz templa un acero conocido.

Apéndice
Recuerdos para la vieja patria
Pablo Schulz y Otto

Hombres alegres y encendidos como fuegos salvajes,
que se sentían libres, desbordantes de arengas y discursos,
que recorrían los caminos a caballo organizando la huelga.

Convocaron con aguardentosa voz germana:

¡Arbeiter aller Länder, vereinigt euch!

¡Proletarios del mundo uníos!

Luego llegaron los fusiladores, venganza y pólvora.
Desde su madriguera citadina la jauría arribó babeando odio.
Cuando pisaron la tierra con sus botas mortuorias,
su ácida amenaza alcanzó la condición de muerte
y el pueblo, solitario en su combate, se ensombreció de golpe.

Todas las verdades que estaban al alcance de las manos
fueron amarradas a un poste y aporreadas,
y luego del temblor de las descargas, sumidas
en las olvidables desgarraduras de la tierra.

Tiempo del torrencial rito del crepúsculo y el hielo
que, rojo de sangre obrera, corrió cuesta abajo hasta la ría
donde deshizo las últimas alegrías en pequeños terrones
de la más humana de todas las materias.

Pablo y Otto fueron precipitadamente derramados,
infortunado néctar escarlata en la última tierra,
se hundió su martirio en las profundidades de la estepa
y echó raíz en la frontera última de la América insurrecta.

Antes de los fusilamientos, recuerdos para la vieja patria.

¡Auf Wiedersehen geliebtes Land!

¡Adiós patria amada!

Recuerdos de la vieja patria de los luchadores,
memoria en la nueva patria sometida.

Sueño del Rin en los helados corazones de los muertos.

Patagónico sortilegio en la agonía de la luna en la mañana.

Hasta la estepa intacta y dedicada el viento llegó para esparcir
el heroico recuerdo de los fusilados en los confines de la tierra.

Wir werden niemals vergessen.

Nunca olvidaremos.

En 1988 el genial fotógrafo holandés Robert Van der Hilst visitó la Tierra del Fuego e inmortalizó a los peones de la estancia María Behety. En este bellísimo retrato de Pedro Coñocar de Calbuco consiguió atrapar una mirada que simboliza a todos los trabajadores rurales de las estancias de la Patagonia. Hombres con las manos partidas a causa del duro trabajo en el campo y el rostro curtido y quemado por el frío viento fueguino, siempre a la intemperie, pensando en la familia que quedó en Chiloé, en otras partes de Chile o en el norte de Argentina. Durante un siglo, con su duro trabajo y sus terribles condiciones laborales, estos hombres contribuyeron a que un puñado de terratenientes se hicieran inmensamente ricos a su costa. La familia Braun-Menéndez llegó a poseer cuatro millones de hectáreas mientras que sus jornaleros ni siquiera tenían derecho a una pensión de jubilación cuando el cuerpo ya no daba para trabajar más. A pesar de que no figuran en los libros de historia, ellos hicieron grande la Patagonia. Con la dignidad intacta. Aquí el blog del fotógrafo: http://photographyofchina.com/blog/robert-van-der-hilst

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