
Mi gran amiga
–Cuenta conmigo –le dije, más por obligación que por sentimiento propio. Más aún cuando aquella carita de niña huérfana partió mi corazón en mil pedazos, mucho más, que el hecho de la pérdida de mi querido abuelo. La vi triste durante todo el mes de agosto y supongo que aunque sabía del cruel final, sintió algo de alivio. Y fue justo en ese momento de impase, que comprendí que algo tenía que decirle…
–Aunque me esfuerce, no sé de tu dolor, ni siquiera me imagino cómo lo sientes, ni como se hace para seguir entera, en una pieza; pero por favor, deja que lo intente y permíteme derramar algunas lágrimas por ti, quizá con eso, las dos salgamos fortalecidas.
Creo que fueron esas palabras las que estuvo esperando durante todo el invierno, porque cuando llegó la primavera su rostro marchito como una pasa de uva afligida se reconfortó y dio lugar a una insuperable sonrisa quinceañera.
Mi abuela tiene setenta y seis años, cincuenta de conocer a Jacobo, mi abuelo. Su compañero inseparable desde la adolescencia, hasta que un cáncer de pulmón se interpuso entre los dos. Todavía resuelta, se suelta el pelo para andar en moto. Ella no conduce, pero me pide a mí que la lleve cada domingo al cementerio bien temprano, con el fresco de la mañana, apenas abren sus puertas, a cambio de concederme la reliquia familiar.
Es una Harley Davidson, modelo 1960, original e impecable. Le gusta, mientras manejo, apoyar su cabecita liviana en mi espalda y tomarme de la cintura con todas sus fuerzas. Eso, dice siempre, le recuerda la primera vez que Jacobo, mi abuelo, insistió en salir de paseo por el parque Pereyra Iraola, obvio que se guarda los detalles de las primeras citas, pero por su carita de pícara, deduzco que las costumbres no cambiaron desde aquellos tiempos.
Después de bajarse y acomodar con ambas manos su ceniciento cabello enredado, me cuenta con cierta añoranza las historias de tiempos perdidos mientras caminamos hasta el pasillo de los laureles, lote doscientos dos, tumba cuarenta y tres.
Limpia prolijamente la lápida de mármol gris, cambia el agua del florero y pone un ramo de margaritas y claveles, besa la foto y reza a media voz una plegaria que ella misma escribe los sábados por la noche, antes de irse a dormir. Deja el papel sobre la mesa para que lo lea y corrija su mala ortografía. Aunque no la tiene, a pesar de su primaria de quinto grado superior. Y entre línea y línea contempló la vivencia de un amor que no pongo en dudas que será eterno. Y me da envidia…
Yo soy Angie, su nieta preferida entre siete más, y no lo oculta, tengo veintiocho años y me dice que soy igual a mi mamá, su hija menor, pero sé que se equivoca. Tantas andadas, me marearon y en realidad todavía no sé quién soy.
Amé la rebeldía a los quince y me fui varias veces de casa. Me enamoré perdidamente a los dieciocho, rompí una vez, otra y otra, hasta llegar a los brazos de Orly, con quien conviví tres años de mierda y decidí invitarme indefinidamente a casa de los abuelos. Los incondicionales. Sin saber lo que sucedería en los próximos meses.
Llegue por tercera vez a sus vidas, con una pila de escombros sobre mis hombros, el corazón roto y un ojo morado. Como un pollito mojado, al menos en eso dijeron a coro para consolarme, mientras levantaban una vez más mi ánimo de adoquín, con sus viejos y gastados chistes de siempre; que como siempre, funcionaron a la perfección.
Y consintiéndome, como cuando corría desconsolada a sus brazos por algún reto o chirlo en casa, procurando recibir sus mimos sanadores y algún dulce guardado en un frasco de vidrio con tapa roja, sobre el estante del aparador verde. Aunque siempre me decían que eran solo para mí, intuyo que a mis hermanos también le regalaban con la misma complicidad, la misma alegría y la misma frase: estos dulces son para la princesita de la familia y de nadie más… En caso de mi hermano Manuel, habrán dicho, para el príncipe, o tal vez el rey de Sumatra, por algún un cuento de corsarios. A él también le tenían un cariño especial, pero ese mismo afecto, iba en una sola dirección. Manuel, siempre fue más reservado y más compinche de papá. En cambio, yo era y soy de mis abuelos maternos. De los los otros, apenas recuerdo las pocas visitas que nos hicieron, bueno, como nosotros a ellos…
Y retornando la punta del ovillo, vaya si lo consiguieron; porque gracias a ellos, retome mi estudio de maestra, abandonado por otras tantas veces.
Sé que soy un desastre de mujer y no sé porque tengo el mal gusto de elegir al peorcito del grupo y creer que puedo cambiarlo; sin darme cuenta que el tronco de parra jamás se endereza. Esa frase es tan vieja como mi abuela y le pertenece. La aprendí, tanto como a los otros consejos, tan valiosos que, de remacharlos como un martillo al clavo, los aprendí de memoria: 1, cerrar bien las piernas, 2, abrir grande los ojos 3, elegir con el corazón, no con la … 4, conocer a su familia antes de los seis meses, 5, conocer qué tipo de amigos tiene, 6, que tenga un trabajo y no reniegue de lo que gana y si es así, que busqué otro trabajo, 7, ¡que sea honesto! 8, conocer a su ex y saber porque terminaron, 9, que ame a los niños, tanto como a Dios, 10, ¡lo más importante! es que esté dispuesto a pelear con dragones lanza llamas por ti! y, 11, que me aleje de la maldita marihuana…
Al poco tiempo de compartir con ellos, el abuelo se enfermó. Vinieron los estudios, las visitas más seguidas al médico, las internaciones y por último los rayos y la quimioterapia, que no pudieron controlar el daño hecho de treinta años de fumador compulsivo.
Consciente y tan lúcido como era, sabiendo que se moría, me llamó por un teléfono celular prestado, para que no se entere Mathilde, de lo que tenía para decirme.
Por supuesto que colgué la comunicación y fui corriendo a verlo.
En esa charla, me dio instrucciones precisas de cómo cuidar a su compañera de toda la vida, y me pidió que jurase sobre su lecho de muerte que cumpliría la promesa; a pesar de su mal carácter, claro que lo último era mentía. Aunque comprendí al instante, que lo mismo le exigió a ella, el día anterior; para que cuide de mí… lo vi en sus ojos tan grises y claros que no hizo falta agregar palabras.
No, no tenía que cuidar a mi abuela, a pesar de mis casi treinta años era yo quien necesitaba ayuda y él lo sabía.
En los meses sucesivos, aprovechando la buena relación y el buen tiempo del verano, descubrí una mujer maravillosa y temeraria; detrás de esa frágil figurita de cristal, había una verdadera leona, dinámica y activa, con una memoria prodigiosa para contar historias. Lo de leona, porque fue ella quien impulsó la idea de salir de campamento a Mar del Sur en moto. Un viaje de casi seiscientos kilómetros, con solo tres paradas, algunos mates y mucha adrenalina; el resto, por los hermosos recuerdos que supo compartir en el bungalow del camping “La Sirena” un paraje agreste y maravilloso, donde la magia del lugar nos abrió el portal a infinitas aventuras.
Ana y Elvio, los dueños del lugar, amigos de tantos viajes hechos con el abuelo, supieron ponerle onda al duelo de Mathilde y hacer de nuestra estadía, un festival de risas y distracciones. Y sin proponerme descubrir quién era esa chica triste y rebelde, de tan mal humor, que tan mal se llevaba con la vida.
Ana, se encargó de avisar al resto de sus amigos. Mensaje corto pero efectivo: Imposible faltar, cita impostergable, Ella, “la Maga” ha regresado, montada como siempre, en su carroza de plata, (nombre de fantasía para la Harley) acompañada por una bella y joven discípula…o sea yo, y lo de discípula en su momento no lo entendí, pero tampoco pregunté.
Uno a uno fueron llegando grupos de motoqueros venidos de todas partes del país, otros de Uruguay y de Brasil.
Para el cuarto día, las doce cabañas estaban ocupadas y el complejo repleto de carpas multicolor.
Decenas de motos y triciclos desopilante de hippones sexagenarios, que como en el caso de mi abuela acompañados de hijos, nietos o amigos más jóvenes; se sumaban locos de contentos a saludar a mi enigmática abuela, enigmática para mí, que jamás supe de su apodo; mucho menos que era tan popular en las playas de Mar del Sur.
Los menos, llegaron en autos antiguos y camionetas reformadas, haciendo del lugar un bonito y bullicioso circo gitano. Retornado a un pasado esplendoroso y cautivo. Y Mientras la música de los sesenta animaba las tarde-noches y calentaba mi cabeza, no pude menos que dejarme arrastrar por esa maravillosa ola…a tal punto, que cuando desperté por la mañana del sexto día, en la cama donde tendría que estar mi abuela, una mujer apenas unos años mayor, me regalo una hermosa sonrisa y me dijo dulcemente. – Hola princesa ¿Qué hora es? –Su voz resultaba familiar, tanto como su sonrisa… Me refregué los ojos para mejorar la visión y sin poder contestar, puse cara de asombro. Irrumpiendo el largo silencio, agregó. –Vamos remolona, tomemos unos mates y vayamos a la playa.
Yo la conozco de algún lado, pensé. Es tan linda y me traía tantos recuerdos…
La cabaña si bien era la misma, relucía como recién construida. Mire alrededor del cuarto varias veces y si bien todo estaba en su lugar me tenía confundida. Debo confesar que las cervezas de la noche anterior seguían burbujeantes en mi cabeza, por lo que dude, de estar despierta.
Después de repasar de memoria los sucesos de la fiesta en honor a “la Maga”, mire por la ventana para calcular la hora, mi reloj no funcionaba y mi teléfono celular no estaba por ningún lado.
El sol asomó en la ventana, sobre el horizonte detrás del mar, una suave bruma envolvió el camping, aunque no tanto como para no ver el contorno de las cosas, y tanto los autos antiguos, como las camionetas y las motos, no se veían viejas y restauradas, sino como nuevas y flamantes. Pero lo asombroso y lo que más confundida me dejó, fue no divisar a ningún patriarca dando vueltas por el recinto como el primer día desde su llegada.
Abrí la puerta con cierta intriga y escepticismo, creyendo que habían salido a caminar por la playa, o que se habían ido sin sus vehículos. Aunque lo más probable era la primera opción. Más relajada volví a la cabaña decidida a preguntarle quién era y donde se había ido mi abuela, también si sabía de un celular de tapa rosada con un corazoncito de emoticón.
Ella, ya estaba tomando unos mates bajo el alero de frente, sobre la mesa unas magdalenas recién horneadas perfumaban el aire y adelantándose a mi interrogatorio, me ofreció, sentarme a desayunar.
Después del tercer mate y de algunas cosas que intercambiamos sin importancia, probé el bizcocho de vainilla y ralladuras de limón. Tan singular resultó el sabor en mi boca, que sin poder controlar mis sentimientos comencé a llorar, como cuando corría a su casa…
La siguiente hora la pasamos sin decirnos nada. Aturdida y embelesada me deje abrazar estrechamente contra su pecho. Luego intuyendo mi desorientación, intento explicarme porque me ofreció refugio en su cabaña.
–Anoche, cuando llegaste…– no pudo continuar, tampoco me interesaban demasiado los motivos, me sentía bien y los gritos eufóricos de unos muchachos, que a viva voz despertaban al elenco nos puso en guardia y fuimos por nuestros bikinis.
– ¡Vamos ya, las olas nos esperan! Gritaron a coro unos muchachos. Los motores se pusieron en marcha y el ruido irrumpió la calma.
Chicos de pelos largos, barbas ridículas, cadenas con el símbolo de paz, gorritas rastas y largas tablas de surf bajo sus brazos corrían como locos de un lugar a otro, junto a una docena de chicas hermosas, con anteojos tipo mariposas y otros tan grandes como el rostro mismo. Inmensos collares de semillas de palmeras, algarrobo, y otras tantas; también plásticas de colores brillantes. Vinchas y pañuelos de pelo, con los más diversos y locos diseños y enfundadas en pareos con flores, subían a los autos en un frenesí contagioso.
…El sol en la cara, una suave brisa que borraba lentamente mi pésimo pasado y lo trocaba por un espléndido ánimo de aventura. La sonrisa permanente, el cabello suelto y renegrido de Ada, mi nueva y fabulosa compañera, se agitaba serpenteante y brillosos con cada saltito que hacía, jugando con las olas y me daban ganas de dejármelo crecer.
La música fuerte de un auto, me obligaba a moverme a su ritmo, sin poder controlar el movimiento de mis caderas. Las heladeras portátiles con refresco y latas de cervezas iban de mano en mano. La alegría que sentía de estar viva es indescriptible. Y por la noche, hay más, mucho más…

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