Cansado de mi círculo
lo tomé con ambas manos
como si fuera un volante.
Sereno, pensé en que
maniobrar sería fácil.
Lo giré hacia la izquierda.
Lo giré hacia la derecha.
Lo subí. Lo bajé.
Impotente, torcí mis muñecas,
una hacia adelante
y la otra hacia mí.
Rojos mis puños.
Ardiente mi intención.
Apareció una flexión
que se me antojó mágica.
Mis manos se acercaron
y frente a mí se dibujó un símbolo.
Me dije: “Es un ocho acostado”.
Luego me corregí:
“No, es el infinito”.
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