La chica del ascensor

Juana Argueda entró un domingo de octubre al edificio más elegante de la ciudad a buscar sus uniformes para lavarlos. Pero nunca salió.

Distraída, subió al ascensor mientras guardaba las llaves en su cartera y se encontró de frente con Lozadita, el celador de la noche. Hacía algún tiempo que ya no se sentía cómoda a su lado. Por eso, no pudo ocultar su cara de amarga sorpresa al encontrárselo aquel domingo, y lo saludó sin mirarlo.

Antonio no dijo nada al verla, solo sus pequeños ojos, detrás de esa gran nariz, la miraban acusadores como diciéndole con odio que lo sabían todo: que había escuchado en la oficina del jefe de ventas las risas, los besos y todos los suspiros que quería para él.

Mientras subían por el ascensor un reflejo de asco cruzó por su cara al sentir su mirada devorándola. Antonio se rió, «Conque mucho fastidio ¿no?» le dijo con sorna, abalanzándose sobre ella. En ese momento, Juana entendió su destino y, pensando en todas las cosas que ya no iban pasar, en los sueños que no podría realizar, cerró los ojos con fuerza para que no darle el placer adicional de disfrutar su dolor.

Para el martes había un jefe muerto y una ascensorista desaparecida. Su hermana contaba, entre sollozos, que llegaron juntas a la puerta de la empresa y, aunque esperó por horas, nunca más la vio salir.

Su familia sufría, sus amigos la esperaban, pero sólo el olor insoportable de los ductos del aire delataron su paradero; ya no era el aroma a jazmín de Anita, era el olor del fin de su vida. El edificio de oficinas, aquella mole insigne de la ciudad, se la había tragado escupiéndola once días después, mutilada su belleza en más de cien pedazos. Su cabeza morena apareció intacta, pero, como en un mensaje macabro, sus partes íntimas no fueron halladas jamás.

Comenzaron las pesquisas, los interrogatorios, la búsqueda, como fuera, de culpables al mínimo indicio. Lozadita retrocedía y retrocedía ante los dedos que empezaron a acusarlo: “Se veía a leguas que se moría por ella”; “No pudo aceptar que se fuera a casar”; “¡Ay, verdad! Cuando ella nos contó del matrimonio empezó a portarse raro”; “No, querida, cuál casarse, si Juanita tenía un amante aquí mismo”. Durante muchos días no se trabajó en el edificio, las conjeturas de unos, la impresión de otros y el dolor de algunos impregnó de un ambiente sórdido la vida de todos. Mientras tanto, el portero fue enviado a la cárcel. Sólo habló para negar haberla matado, pero no decía más. Los rasguños en su cara demostraban lo contrario, sentenciaron los jueces.

Con la suave dignidad de las señoras de su clase, la esposa del jefe de ventas recibió a la policía en su sala de estar. Contestó una a una las preguntas, sin dejar ver ninguna emoción en su rostro, ligeramente surcado de incipientes arrugas: sí, ella tampoco entendía por quién, ni por qué su esposo había sido asesinado ese martes, después de ir a almorzar; no, no creía que tuviera nada que ver con el crimen de la señora de los tintos. “Ascensorista”, le corrigieron, “Si, esa, la chica del ascensor. Es que no la conocía bien, que pena”. Un detective la entendió, el otro alzó una ceja con el pensamiento fugaz de que la esposa de un ejecutivo entraría muchas veces al ascensor, pero no prestó atención a esa incipiente sospecha, recibiendo con una sonrisa el tinto que le ofrecía la curvilínea muchacha del servicio.

Una vena saltaba inquieta en la muñeca de la dama, quien la ocultó con su índice. Claro que la conocía. Odiaba su aroma a loción barata, la forma en que su esposo la saludaba como si fuera lo más importante del mundo: «hay que tratar bien a la gente mija», le decía. «Si, claro, pensaba ella sobre todo cuando son jóvenes y bonitas«.

Lo más difícil fue convencer al tipo enamorado y tener que escuchar su retahíla y sus pobres razones para aceptar el encargo. Tan sencillo que era decir, “si no es para mí, no es para nadie”, pero lo escuchó con paciencia; fingió creerle, aparentó comprenderlo, sin confesarle que a ella la movía un sentimiento igual al amor, pero más fuerte: el odio.

Alzó los ojos en una mueca de dolor.

Lo siento señores es que es tan duro aceptar que me quedé sola. Y escondió el rostro en las manos para aparentar llorar.

Ellos la dejaron tranquila, bastante tenía la pobre dama.

Detrás de la puerta, la criada se estremecía, recordando las palabras que le oyó escupir a su patrona ese martes, al mediodía, después de servirle el almuerzo al señor.

Te la querías comer. Ahí te la comiste.

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