¿Facundo? —preguntaba amenazante mientras acercaba su cara a quien le llamaba así—. !Entiéndalo de una vez por todas! ¡Soy Fecundo! Fecundo como las flores en primavera o, para que me entienda bien, como un buey de apareamiento. Después de esa reprenda, la gente ya no le volvía a decir su nombre y se limitaban a decirle Fe-cun-do para evitar esos desagradables ataques funestos. El destino quiso que facundo naciera en una familia numerosa formada por sus padres y nueve hermanas. Al ser el único varón, y llegar el último antes de la clausura de la fábrica de bebés de los Naranjo, se convirtió en el centro de atención. Sus hermanas jugaban con él como si fuera otra más de las muñecas que tenían. También fue la manzana de la discordia porque todas querían un muñeco que llorara de verdad para poner a prueba su talento maternal. Lo consentían, le preparaban la comida, despojaban a quien fuera con tal de abastecerlo de golosinas deliciosas. Creció apapachado, libre de hacer lo que se le pegara la gana y a cualquier alteración del orden, sus hermanas acudían de inmediato a consolarlo. Se le quedaron atrapados los piropos en el inconsciente y, a pesar de ser un tío con más defectos que virtudes, creía que era un Adonis.

De adolescente vio mermada su vanidad por la falta de la atención femenina, pero acudieron la ignorancia y la falta de sentido común que le mostraron el mejor camino para seguir gozando de su ensueño. Tenía un espejo en su habitación, se miraba con escrutinio y se desbordaba en halagos. A pesar de que sus piernas eran muy cortas, su barriga era prominente y su nariz era un gancho, se veía a sí mismo como una estrella del rock. Se vestía con ropa de adolescente. Ya tenía cerca de cincuenta, pero se sentía un chaval. Durante su existencia había librado miles de batallas y en cada triunfo había estado al borde del homicidio, sin embargo, en las derrotas lo acosó, sin éxito, el suicidio. Trabajaba en un banco y daba atención al público. Le encantaba que sus clientes fueran mujeres y se peinaba en su presencia guiñándoles el ojo. Se ajustaba su chaqueta de cuero y bajaba un tono la voz. Hablaba como en las películas y tenía ensayado su repertorio. El jefe y los compañeros de trabajo lo toleraban porque creían que atraía la curiosidad de las mujeres. Todos estaban al tanto de los cotilleos que eran la carnada que llevaba a las clientas.

“Magda, imagínate que conocí a un tipo ridículo en el banco. Tienes que ir a verlo y conversar con él, está cerca del aparato de los talones. Ve sin falta, lo pasarás bomba”.

Acepté mi invitación, señorita—les decía besándoles la mano a las visitantes—. Verá lo que es un galán de verdad”.

Quien gozaba de buen sentido común se negaba con disculpas exageradas, pero algunas fingían caer en sus garras y cedían sabiendo que le darían el plantón. Ese espectáculo era disfrutado por todos y se tomaba como la ambientación musical. La gente dejaba de hablar para oírlo mejor.

Un día llegó una mujer que desataría un huracán devastador. Era Andrea y su lengua rajaba a la gente por la mitad. Su crítica tenía tanto filo como un hacha de verdugo. Cuando entró a la sala y vio al ridículo Facundo se le puso el humor fiero. Avanzó con determinación y cuando lo tuvo enfrente a punto de cogerle la mano para besársela, le asestó un terrible bofetón. “¿Pero qué clase de payaso es usted? ¿No le da vergüenza desprestigiar a esta institución?”. Él se levantó con dificultad viendo estrellas, pero se notaba de inmediato que se había producido un fenómeno sobrenatural. Con las pupilas dilatadas y la mejilla encendida le indicó que lo siguiera. Apareció el gerente del banco. Andrea, después de muchos ruegos, aceptó abrir una cuenta y se fue.

Fecundo se transformó. Hablaba de ella sin parar. Fue a cortejarla y solo dios sabe cómo lo logró. Después se les veía discutiendo por cualquier estupidez y ella, a base de bofetones, lo callaba a medias porque después de cada agresión él se ponía en pie, se arreglaba el peinado, se ponía sus gafas plateadas con cristales de color lila, hinchaba el pecho y les decía a los curiosos que se moría por ella. De lejos, la gente pensaba que, dentro de ese caos de tortazos, gritos, aspavientos, blasfemias y escupitajos, se escondía el verdadero amor.

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