Luisa de Sandoval desconcertada abandonó el Palacio Nacional, había tenido una reunión oficial con el jefe de gobierno, sus compañeros de lucha se encontraban a su alrededor. Hablaban con ella, pero no podía escucharlos, a pesar de que eran muy insistentes. Estaba tratando de desatar la maraña de preguntas, dudas e hipótesis que se le había quedado presa en el interior del corazón y le impedía respirar. Llevaba más de un año luchando por recuperar a su marido. Según le dijeron, el día de la desaparición Ignacio Sandoval Pedroza y Cortés, su querido Nacho, se encontraba de servicio. Eran las tres de la tarde cuando pasó por la avenida de los álamos en pleno centro de la ciudad y se lo llevaron unos civiles. A pesar de que todo había quedado grabado por las cámaras urbanas, en un análisis más escrupuloso resultó que el teniente Pedroza se esfumó al doblar una esquina, ante los ojos de sus compañeros. Los pocos testigos que se encontraban en ese sitio sólo afirmaron ver un perro callejero que en la zona lo conocen como el Pipo. Era un grupo de cinco gendarmes y hacían una ruta cotidiana de revisión. Las calles no estaban muy concurridas y los pocos paseantes los vieron avanzar en fila india, sin embargo, todos afirmaron haber visto sólo cuatro uniformados. Parecía que se lo habían llevado los extraterrestres porque no había quedado ninguna señal del disciplinado teniente. Lo peor era que en los siguientes meses sus compañeros corrieron la misma suerte y tampoco fue posible encontrar sus imágenes en las grabaciones de las cámaras urbanas. Las comisiones oficiales ciudadanas afirmaban que se trataba de una deserción del cuerpo de vigilancia, ya que ningún grupo civil se había adjudicado el rapto. Luisa llevaba mucho tiempo dirigiéndose a la Asociación en defensa de los Policías sin ningún resultado. Los grupos civiles con los que se había entrevistado no le dieron una respuesta satisfactoria. Asistió al Congreso Internacional de los Derechos Humanos, su caso estaba en el escritorio del jefe de justicia de la nación, pero como no era el único expediente tenía que esperar. Lo malo es que las fuerzas tienen un límite—le decía la señora Luisa a sus vecinas—. Uno no puede estar a expensas de lo que digan los órganos oficiales. Tengo mis contactos, pero nadie sabe nada. El investigador privado que he contratado para la búsqueda me ha pedido que tenga paciencia, pues el trabajo es muy duro. A menudo se registran desapariciones espontáneas de los guardianes del orden. Se esfuman de sus patrullas, no terminan sus horarios de trabajo, no llegan a sus casas, no se registran en los vídeos de las cámaras de las calles. Luego, por arte de magia aparecen a cien kilómetros de distancia o sus restos dentro del uniforme amortajados en fosas. Nunca hay testigos. Nadie ve nada ni oye nada, estamos en un país de sordomudos donde los civiles padecen a conciencia la desaparición de sus policías, pero no pueden hacer nada. Mucho tiempo corrió por las calles el rumor de que los grandes ideólogos de los sistemas capitalista y socialista habían inventado las cuotas. Era una cantidad determinada de opositores al sistema que tenían que ser abastecidos para conservar el orden, mantener el terror y asegurar el bienestar de los representantes del gobierno o partido comunista. Al principio resultó conmovedor saber que la cuota de civiles era de cien por día. La gente sobrellevó las condiciones de vida entre cirios, tazas de café y grupos de excavaciones arqueológicas para rescatar del subsuelo los esqueletos de sus seres queridos. Un día se confundieron los conceptos, se mal interpretó el programa de cuotas y se infiltró en la vida la denuncia de complots, es decir, el dizque esto o el dizque lo otro. Atemorizada por los malos presagios, la gente se unió, de esos grupos hubo un listillo que enarbolando el mandamiento del Viejo Testamento dijo que era necesario cobrar un ojo, diente u otra cosa por su equivalente.

Se le unieron los desempleados y ociosos, formaron grupos de apoyo en los que confesaban sus inconformidades, temores y traumas. Nacieron las organizaciones que no aceptaban las cuotas imprudentes, donaciones, vagos, malvivientes que les asignaba el gobierno. Un brillante economista se dedicó a asesorarlos y subvencionó a los líderes que surgían por todas partes y deseaban una vida tranquila para la gente. Pronto comenzaron a salir en la prensa las noticias de la reducción que estaba sufriendo el cuerpo de policía. Eran levantados en plena luz del día, se les cogía en un sitio y aparecían cincuenta kilómetros más lejos o en alguna excavación cercana de las zonas antropológicas. Se le ofrecía toda la colaboración a las esposas que declaraban la ausencia de sus parejas. Exigían la búsqueda inmediata y las declaraciones reales de los miembros de las organizaciones civiles. Siempre había conferencias de prensa, se explicaba detalladamente la ruta de los policías hasta el momento de su desaparición. Todo eso era historia y Luisa Sandoval seguía encerrada en su rutina epistolaria en la que escribía con sus pensamientos cartas a su marido. Le preguntaba si dormía bien, si el oscuro olvido donde la tenía le daba de desayunar o lo recibía alegre por las tardes al verlo regresar de sus peligrosas jornadas de trabajo. Le comentaba los momentos más difíciles de la espera y las pesadillas que no la dejaban morirse de alegría en sueños de pasión con él para despertar por las mañanas sin la pesadez de la somnolencia. Le preguntaba con insistencia por la razón y el momento en el que la vida se había torcido. Iba muy bien, el tronco era recto y se esmeraba por levantar su sombra reconfortante, pero el peso de las ramas lo había ladeado. Era por los fuertes vientos de la realidad que le habían mermado las raíces y, a pesar de seguir tieso y muy erecto, ahora se apoyaba sobre unas piedras para no irse directo por un barranco.

Una mañana la tiró de la cama el timbrazo que le dieron en la puerta. “Luisa, Luisa, despiértese—le gritaban los vecinos a coro—. ¡Ya lo encontraron, ya lo encontraron!”. Salió medio desnuda enseñando las pantaletas rojas de la suerte que no se quitaba desde el fatídico día de la impuesta castidad del abandono. La apedrearon con los pelos y señales de la noticia que habían oído en la tele. Ella cubriéndose con los brazos en actitud de mártir resistió la lapidación de verdades que la dejó arrinconada en el patio. La ayudaron a levantarse y se la llevaron como estaba a buscar al marido. Entre trompicones y golpes en las asentaderas llegaron al descampado donde dos hombres sostenían al teniente Sandoval Pedroza.

Luisa creyó ver en su marido un espantapájaros con ropa azul y pistola a la cintura. Lo malo era que la canana le llegaba debajo de la rodilla, en la ropa se podía meter a otro hombre para rellenarlo y los pelos parados no eran las púas negras de antaño, sino paja mal puesta. Lo más impresionante eran los ojos porque parecían de imitación. Como esos de cristal que hacen para los tuertos. Lo cogieron y lo doblaron para llevárselo en el maletero. Cuando llegaron a su domicilio la recibieron los representantes de las organizaciones civiles. Le dieron un diploma en honor a su resistencia y le prometieron que todo iría bien. Le sacaron fotos para colgarlas en Internet. Le dijeron que fuera al Twitter y el Facebook y, en caso de que no le gustaran las imágenes, podía poner sus emoticonos o escribir en cien caracteres su inconformidad.

La emoción no le permitió derramar lágrimas frente a las cámaras, se disculpó y metió a su marido ella sola. Cuando se encontró frente a él sentada en el comedor descubrió que no parpadeaba, que tenía una boca hecha de estambre rojo y que olía mal. Lo desnudó con la esperanza de que después del baño vital del agua tibia volviera a ser el verdadero Nacho. Lo apoyó contra la pared y dirigió la regadera hacia su endeble cuerpo. No tenía un gramo de grasa y hubiera servido muy bien para una clase de osteología. ¿Qué te hicieron, Nacho? ¡¿Qué paso, dímelo?!—preguntaba sin parar, pero Nacho seguía destejiendo su boca para poder sacar las palabras. Ese día fue imposible sacarle las preguntas y con un pijama nuevo para niño de diez años lo metió a dormir. Pensó que tal vez el calor de las mantas serviría de horno para inflarlo como pan con levadura. La desgracia quiso que en la noche el insomnio no llevara la necesitada levadura y las palabras solo habían servido para hacer más crujiente el cuerpo de su marido. Lo sentó esta vez en la mesa y con una cucharita de juguete le comenzó a dar de comer. Por el pequeño orificio de su boca torcida se fueron absorbidas las letritas de sopa. Luisa sabía que esas vocales y consonantes de pasta amarilla saldrían tarde o temprano en forma de palabras para contarle todo lo que la desvelaba.

Pasaron algunos días y tuvo que acostumbrarse a relacionarse con el silencio de su esposo como si este fuera una escoba que pasaba por los rincones de la casa y dejaba tirada para ver si con algunos embrujos y hechizos levantaba el vuelo. A veces le resultaba difícil mirar sus ojos eternamente brillantes. No los cerraba nunca y se decía a sí misma que las malas experiencias le habían borrado esa función del programa de parpadeo que todos traemos al nacer. Se le acercaba para ver si en sus pupilas había quedado algún rastro de las espantosas cosas que había visto, pero las pupilas permanecían como dos insolentes niñas poco estudiosas. Un día llegó un psicólogo que le envió la asociación civil y le mostro un método de comunicación infalible.

Mire—le dijo a Luisa el elegante psiquiatra—, cuando le dé de comer, hágale la pregunta. Si come, eso significa que sí y, si no lo hace, eso significa que no. Lo vamos a verificar. Veamos. ¿Nacho quieres comer? —cogió la cucharita con sopa y se la acercó a la boca—. ¿Ve? Ha comido. Eso quiere decir que tiene hambre. Probemos algo que no le guste, a ver, a ver. ¡Ah! Nacho, ¿quieres hacer las faenas de la casa? ¿Ve? No ha comido. Ya está. Todo ha salido a la perfección. Si necesita algo llámeme o escríbame, aquí tiene mis datos. Se fue y ella quedó muy impresionada. Intentó darle de comer a Nacho haciéndole preguntas como el amable psicólogo.

Nacho, ¿Sufriste mucho? —Nacho comió con avidez y Luisa empezó a llorar en silencio—. ¿Te electrocutaron los hue…s? ¿Te dieron el agua mineral? ¿Te rasparon? ¿Te amasaron? Nacho respondía con apetito y Luisa se alarmó. Algo no funcionaba bien. Experimentó con la esperanza de encontrar respuestas alentadoras, pero todo fue un fracaso. Llamó de nuevo al psiquiatra y al interrogar a Nacho con las mismas preguntas se abstuvo de ingerir la sopa. Como recomendación le dijo a Luisa que tenía que ser observadora, pues Nacho con ella no funcionaba bien por algunas cosas que nadie sabía por el momento. Era probable que se hubiera desacostumbrado a ella o había recordado algunos conflictos de pareja y se empeñaba en reprochárselo llevándole la contraria. Pasaron las semanas y alentada por los vecinos, que en realidad se alegraban de que Nacho hubiera vuelto, lo sacaba a pasear equipado de unos patines y atado por la cintura para jalarlo. A veces las personas se acercaban a conversar con él y Luisa sacaba su sopa de lata para que él respondiera con el método de las cucharaditas. Cuando las respuestas eran inapropiadas o comprometedoras, Luisa sacaba un certificado médico en el que le mostraba a sus conocidos y amigos la cláusula que preveía el margen de error en la conducta del rescatado. Todos se acostumbraron a convivir con Luisa y su marido. Ellos fueron muy felices gracias a que habían enderezado la vida que por un momento creyeron derribada.

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