El barquito – Relato

El barquito

En esos días pasaba las tardes con uno de mis tíos, pero el siempre salía por ahí no sé dónde y me dejaba solo. << Chechito, voy y vuelvo >> decía, y yo me despedía sin dejar de ver televisión. Una vez terminaban “Los Picapiedras” apagaba el televisor y venia ese sentimiento. Una invisible soledad que no me disgustaba, tampoco me incomodaba, ni menos me asustaba, sino más bien creaba en mí una extraña y delicada ansiedad por imaginar cosas, sobre todo cuando me metía en la pieza de mi abuelo o cuando jugaba en el patio trasero. Solo, sentía que podía llevar el buque del hogar y que una fuerza o valentía se asomaba desde el alma. Pero no con el fin de enfrentarse a algo tangible, sino más bien de enfrentarse a un guerrero ilusorio que se acercaba desde los surcos de mi mente. Algo tenían esos lugares. Por un lado la pieza de mi abuelo era solitaria, poseía muchos cachureos, tenía un olor malísimo, que con el tiempo de entrar a ella terminaba por desaparecer o suavizarse un poco – muchos años más tarde, cuando ya tenía unos 28 años, recién descubrí que ese olor fétido era de cigarrillo; el humo se impregnaba en la pieza y ese era el molesto olor. Simple, pero me costó mucho comprender su origen. Y el patio trasero era informe, sucio, repleto de objetos en desuso que apilados uno sobre otro provocaban un desagrado a la vista. Quizás allí conocí la imagen de lo antiestético, del olvido, de la pobreza. Pero tan pura es el alma en la infancia que los conceptos y palabras parecen no influenciar la realidad. Solo veía objetos y como estuvieren me atraían, quien sabe porque – creo que allí aprendí sobre el olvido, visto como la presencia del tiempo que pasa dejando su inevitable huella al ver que allí, en el patio trasero, antes se alojaba un gallinero o algo de lo que quedó de la vida campestre de los abuelos. Gallinas, plumas, caca de gallina, rejillas emplumadas, alambre de púas que formaban los lindes con la casa vecina trasera. Pero con el tiempo las gallinas murieron y sus casuchas fueron arrancadas. Aun así seguía atrayéndome. La otra parte era la pieza de mi abuelo. Lo que más me gustaba de ella era su baúl. Uno desarrapado, con clavos chuecos y manchas de aceite de auto y petróleo. No tenía candado y siempre aparecían cosas nuevas, por lo general en mal estado e inutilizables. Estaba al lado de su cama y justo debajo de una suerte de closet sin cuerpo. Era simplemente un tendedero formado por un fierro puesto de forma horizontal, sujeto en sus extremos con cables y alambres que fueron atornillados al cielo de su casucha. Allí colgaba sus camisas, sus pantalones y algunas chaquetas. Todas conservaban el olor del ambiente y el olor a bencina o algún aceite de mecánicos. El era mecánico, aprendió el oficio “mirando” a sus jefes en un terminal de buses. Tenía algunas fotos añejas de contornos carcomidos por la humedad, tiempo y hongos. Me gustaba observar sus fotos. Nunca conocía a las personas que aparecían en ellas, a excepción de las que aparecía mi abuelo.

Recuerdo que en una de las fotografías dos hombres lo arrastraban por la arena tirando de sus piernas. Parecían estar cerca del mar, en un paseo de amigos. Es la única foto que hoy recuerdo. Además de fotografías siempre encontraba repuestos para autos, cables oxidados, clavos oxidados, diarios en donde aparecían modelos en bikini, por cierto carcomidos. En fin, cachureos que pese a su invisible valor atraían mi atención. En estos dos lugares es muy probable que haya experimentado la noción inconsciente de lo que significa la creatividad, pues en ellos caía en un profundo ensimismamiento y nada, ningún objeto, ningún sentimiento, temperatura o lo que fuere, podía distraerme, pues en ese estado podía construir realidades únicas, me preguntaba lo que en casa a nadie podría preguntarle, podía ocuparme de un yo que por diversas razones vivía en el abandono psíquico, pues en esos tiempos de infancia jamás las cosas se dieron para que yo pudiera manifestar mis intereses, mis pensamientos creativos y otro tipo de necesidades que tenían que ver, hoy comprendo, con el arte, la filosofía, la magia de cualquier tipo, el estudio de las esencias, la contemplación de la existencia. Pero ese yo real podía sobrevivir. Escondido en el envés de mi mente podía enclaustrarse y esperar su día y hacerle frente a la ansiedad que creaba la pregunta ¿Cuánto falta para ver aquel día, mi propio día? De diversas formas ese mágico yo que tímidamente se guarecía al socaire de mis pensamientos se manifestaba, siempre tímidamente, como si asomase su cabeza en momentos cuando el peligro se ausenta.

Un día mi abuelo llevó a mi hermano Miguel, a mi primo Juan y a mí a una cantina que estaba cerca de casa, saliendo de nuestra población. Cruzando un puente por donde pasaba un canal sucio. No tenía o nunca vi el nombre del lugar. Mi abuelo se refería a él nombrando al dueño solamente: “El tito Ortega”. Así que jamás conocí el nombre de la cantina. Nos íbamos caminando lentamente pues mi abuelo tenía una minúscula cojera que le impedía caminar rápido y menos correr. También tenía uno de sus brazos torcidos. Según él, en una carrera de autos se accidentó y tuvieron que ponerle un fierro en el interior para unir ambos huesos del brazo. Yo no le creía, me gustaba la historia, que por cierto
es más larga, pero no le creía. ¿Si su cojera es producto de un accidente que tuvo en el baño, pues se metió a la ducha ebrio y bañándose se cayó, quebrando su fémur y quedo cojo, porque lo del brazo tendría que ser un accidente en una importante carrera? Pensaba en ese entonces. Aunque ahora creo que inventaba historias para entretenernos y eso mostraba su lado más amable, porque cuando bebía podíamos presenciar su lado oscuro. En definitiva cumpliendo con las inevitables leyes cósmicas.

Entrar en la cantina a esa edad no significa mucho, no hay juicios que degeneren la actitud de todos esos hombres asiduos al vicio. Simplemente
uno se fija en lo cercano, lo más físico y, en este caso, en el olor, los colores, los sonidos, la forma y disposición de los muebles del recinto. El
olor preponderante del lugar se asemejaba mucho al de la pieza de mi abuelo, pero era más intenso. Era como si se adhiriera a cada uno de los hombres del lugar y jamás los dejase, como si los que recién llegaban al bar ya venían con él por el hecho de ya haber estado allí; los colores eran poco amables, rojos opacos, marrones por todo el lugar, un gris que lo aportaban los cristales, vasos o todo lo que fuera hialino, eso en promedio; los sonidos eran lo mejor pues siempre se orquestaban conversaciones ininteligibles, un chorro de parlanchines voces roncas, deformes por el alcohol, silbidos como notas solitarias que venían a variar la composición sonora del lugar, el alcohol vertiéndose en los vasos era lo mejor, las cervezas espumeantes y el gas de las bebidas eran el broche de oro de esa tela de timbres; la forma era muy común. Un pasillo en el cual a su lado izquierdo se posaba la barra, la entrada a la caja y los sectores más bien privados del local. Todo esto separado por una puerta pequeña que se ubicaba en uno de los extremos de la barra. La barra se extendía hasta el final del recinto y en la mitad del pasillo a mano derecha se abría un espacio en donde había mesas y sillas dispuestas para los clientes. Mi abuelo nos sentaba allí y nos hacía esperar un rato mientras pedía las bebidas que nosotros le pedíamos. Nos las traía y luego él se iba a la barra a tomar un vaso de vino. Sólo bebía vino y siempre bebía un solo vaso cuando andaba con nosotros. Tenía una forma especial de beber. En la barra dejaba su vaso que siempre se rebasaba como una purpura cascada finísima y siempre mojaba sus dedos. Él se los chupaba haciendo ruido, apoyaba uno de sus brazos y se dedicaba a conversar con don Tito Ortega o cualquiera de los clientes – siempre conocidos – sin beber, sin tocar su vaso. Lo tocaba a ratos sin mirarlo como para que sus dedos recordaran donde estaba. Y ahí estaba, rebasado, incólume hasta que uno de nosotros le pedía que nos fuéramos, le exigíamos volver a casa y luego de un rato, terminando la conversa se despedía de todos y recién se empinaba el trago de un solo vuelo y resolvía emitiendo un sonido gutural y se limpiaba la boca con la manga de su camisa << Chaíto don tito >> decía, y nos íbamos. Me hacía gracia su manera de tomar y me divertía acompañarlo a ese lugar.

En una de las tantas veces que nos llevó a la cantina nos encontramos con una bella sorpresa que entre tanta jauría de ruidos y bochinche era como un tesoro escondido. En la barra el señor Tito Ortega tenía un barco a escala. Estaba al lado de una caja hecha de cristales a la cual le llegaba una luz que hacia rebotar un reflejo hacia el barco. Debió ser de noche pues estaba muy oscuro y había mucha gente, muchas luces encendidas que no podían compensar la oscuridad. Mi abuelo me sentó en un piso apernado a la barra. Comenzó a contarle a don Tito que yo era su nieto más chico, el regalón, repitiendo lo que siempre decía de mí y de mi hermano. Don Tito estaba acostumbrado, habiendo tanto «curao» no había dialogo que le hostigara o aburriera. Cuando mi abuelo me vio abstraído por la contemplación de la belleza de ese barco a escala, me observó detenidamente con una evidente ebriedad, me guiñó el ojo y comenzó a platicar intensamente con don Tito. Algo alcancé a comprender con esa seña, aunque más bien provocó en mí una ansiosa curiosidad. Mientras conversaban don Tito me acercó el barco dejándolo al borde de la barra y me esbozó una sonrisa. Entonces pude tocarlo. Estaba hecho de maderos muy delicados y tallados minuciosamente. Sus velas tenían cuerdas que las sostenían. La proa tenía un madero fino, y la cubierta hecha madera de distinto color creaba una perfecta ilusión en donde yo podía imaginar a corsarios desempeñar sus funciones al vaivén de las profundidades marinas, azotados por las fuertes olas y empapados por las brisas de altamar. Acerqué mi nariz para olfatear y sentí su perfume. Me quedé allí totalmente recogido por esa artesanía. Luego de platicar un rato mi abuelo le dio la mano a don Tito y él le entregó el barco. Enseguida me lo acercó y me dijo << Toma, para que juegues con él >> Simplemente eso. No sé cómo lo hizo para convencer a don Tito. No sé si lo compro, si lo truqueo o si lo engañó. ¡¡Nunca lo supe!! Pero me llevé a casa ese obsequio artesano que iluminó mis ojos.

Cuando llegamos a casa con mi abuelo como de costumbre él se encerró en su pieza a dormir y a “pasar la mona”. Su cuartucho hecho de madera, una media agua, estaba un poco separada de nuestra casa. Lo único que unía ambas casuchas era la cocina: estaba en una caseta de ladrillos, en donde teníamos un lavaplatos, un estante donde dejábamos especias, platos, tazas, etc., y una cocina a gas. Era fría y también estaba separada de nuestra casa. En invierno, cuando debíamos ir por la tetera hirviendo, el frío se sentía mucho más. Se calaba en el cuerpo de forma muy molesta y, de alguna forma, arruinaba el calor ganado en nuestra casa por el brasero.

Mientras mi abuelo roncaba en su cuarto yo me dediqué a imaginar lo infinito en ese barco pequeño, a sentir las imágenes que parecían estallar por breves segundos en la cubierta del buque, mostrándome el trabajo armónico de cada uno de sus hombres que con esmero dirigían a quien sabe que lugares del planeta o del cosmos marino o porque no, a quien sabe que costas de las redes de mi mente. No lo puse jamás en agua, para mí era un barco especial, no era como todos los barcos, éste navegaba por los rincones que otras naves marinas no conocen, éste sobrevolaba lo desconocido, la oscuridad de la luz, las colinas cósmicas, las riveras de cristales, los valles azulinos, las rojizas orillas pedregosas de los últimos mares, los límites delimitados por Dios, la Nada, todo lo que mi mente inconsciente pudiera crear en ese instante. Era bello, mágico y poderoso. Tan pequeño pero contenía un qué se yo que provocaba en mí una tierna alucinación. Guardaba, en su pequeñez, la eternidad de la imaginación, la eternidad que se esconde en todas las cosas pequeñas y que nosotros no podemos ver, o quizás en vez de pequeñez, la sencillez, allí donde la esencia de un objeto guarece con sigilo eterno.

Cuando se hizo tarde comenzó a llegar mi familia. El primero en llegar fue mi hermano que venía del colegio trayendo su mochila a cuestas y un poco cansado por la caminata de 10 cuadras y media desde el colegio. Entró a nuestra pieza sin notar mi regalo. Por un momento dudé en mostrárselo, temí que quisiera adueñarse de él y que eso creara un conflicto entre nosotros y el barco por esas cosas fuera destruido. Pero luego pensé << No, mi hermano no es así, siempre nos hemos llevado bien, somos muy hermanables >> Preciso es contar que nunca pude llamarlo por su nombre, Miguel. Siempre le decía “hermanito”. << Hermanito mira >>le dije mostrando el barco. Dejó su mochila de lado – la tenía entreabierta en sus piernas pues revisaba un cuaderno – y se acercó a mí tomando el barco. Lo observó por todos lados girándolo con mucho cuidado mientras me preguntaba de donde lo había sacado, quién me lo había dado. Le conté. Y se fue al comedor y lo dejo sobre la mesa. Nos sentamos uno frente al otro separados por este preciado objeto artesano y con miradas al unísono nos quedamos allí por un largo rato. La puerta de entrada a nuestra casa estaba pegada al suelo. Este no era un piso de madera ni de baldosas ni menos de cerámica, nada de eso, era sólo tierra que con el tiempo fue suavizándose y apretándose. Tenía desniveles muy evidentes para quien entraba a la casa, pues al caminar podías notar muchos pequeños socavones, para nada profundos, pero que le daban a nuestro piso de tierra un caprichoso carácter. Bueno, al rozar la puerta con el piso las maderas de esta rechinaban al vibrar y un ruido se metía a la casa. Así recuerdo como fue esa tarde que llegó mi madre de su jornada de trabajo. Entró con ese ruido y nos sorprendió observado el barco y de paso nos abstrajo de tal magia. Nos saludó muy tiernamente, como si abrazarnos y vernos era lo más deseado del día. Nos dio unos ricos besos, nos preguntó que como nos fue en el colegio y luego, dejando su bolso rosado y desgastado en el respaldo de mi silla, se asomó por mi hombro y nos preguntó que << qué era eso >> Comprendíamos que se refería a de donde lo habíamos sacado. Le dije que don Tito Ortega se lo había dado a mi abuelo y él a mí. Se quedó en silencio observando y se fue a preparar la once sin dar algún comentario sobre el barco – eso me dio la impresión de que en esos breves segundos no estuvo pensando precisamente en el barco, sino más bien en preocupaciones de adultos. Yo y mi hermano nos quedamos jugando, prácticamente, a mirarlo. A veces cuando él tocaba una de sus velas yo de forma rápida quitaba sus manos de encima del barco puesto que no quería que nada le pasara y cualquier acercamiento brusco yo trataría de evitarlo. Era un objeto delicado. Pero está de más decir que mi actuar era un poco precipitado y algo paranoico. Luego de un rato mi hermano perdió interés en la nave marina y salió a jugar al patio. En cambio yo, me quedé un rato más contemplando e imaginando.

Un día equis, para nada particular, jugando en mi patio, decidí mostrarle el barco a un vecino que vivía precisamente al lado de nuestra casa. Él se llamaba Sergio, de dos o tres años más que yo. Tenía una personalidad caprichosa, fama de veleidoso y burlesco, pues siempre terminaba por apagar la entretención y armonía de los juegos que armábamos con nuestros amigos por las noches en la calle. Esa situación yo la detestaba, me irritaba ver como, por ejemplo, sus burlescas muecas le quitaban la alegría a uno de nuestros amigos que tropezaba y se veía inevitablemente atacado por las risotadas despendoladas de este niño – no sé en qué momento se me ocurrió mostrárselo, no pude prever su obvia reacción y tal desenlace. Lo acerqué por sobre la reja de alambre de púas revuelta en una enredadera de plantas de diversos tipos y le dije << Mira, un barquito >> Él lo tomó y lo observó por un tiempo que fue verdaderamente corto pero que para mí fue un largo pasar. << Está bueno, ¿eh? >> En ese momento pude ver una mala intención en su mirada pero a la vez me di cuenta de que él en su interior sabía que no podía romperlo por un simple gesto de orgullo, pues yo era más chico que él y realizar semejante acción ante mí no sería muy honorable para él mismo. Pero su jugada fue mucho más inteligente de lo que pude en ese entonces pensar, pues me dijo << Sabes, si este es un barco de marinos, estoy seguro que dentro de él deben estar sus marineros. ¿Por qué no lo abres para verlos? >> Con ese consejo me pasó el barco y me dejó solo pensando mientras se iba a jugar a la calle. Ya en mi interior sentía un fatídico porvenir y luego de despegar mi ida vista dejé el barco en una mesa de mi patio y fui a buscar herramientas que me podrían servir para descubrir a esos marinos dentro del barco. Con eso rompería la fatal curiosidad que me endilgó mi vecino, sin saber, por cierto, su oscura intención. En la pieza de mi abuelo encontré un destornillador, un alicate, una sierra pequeña y un martillo. Sentí que con esas era suficiente como para abrir la barriga del barco. Frente a la barca, con las manos sudorosas, dubitativo y con una sierra en la mano derecha tomé con la mano izquierda el barco, lo puse acostado de lado en la mesa y soportando la lucha entre la estúpida curiosidad, provocada por las viles palabras de Sergio y mi tácito compromiso de cuidar como reliquia ese objeto tan maravilloso, di el primer rasguño con la sierra en la obra viva del barco. No supe que ocurrió hasta que abrí los ojos y vi que nada había pasado. Solamente que el barco tenía ahora un horrible rasguño en su guata de madera. Comprendí que verificar si en su interior había marinos esperando por mi destructiva curiosidad sería más difícil de lo que creí, puesto que la madera era muy dura. Seguía dudando de si conseguir o no aclarar lo que dijo mi vecino, pero al ver ya que mi nave marina no era la perfecta belleza de antes, producto de ese feroz rasguño, me comenzaba a dar lo mismo. Creo que estaba embebido por la curiosidad. Seguí rasgando el barco con la sierra e intercambiaba herramienta por el martillo dándole estruendosos y molestos golpes de los que no estaba seguro de hacer, pero sin embargo los daba. Pasó un largo rato hasta que, con sudor en la frente y manos adoloridas, pude abrir la panza del barco. La sorpresa era de esperarse, menos así las lágrimas que cayeron después de largo silencio y de observar el barco destruido por completo. Me quedé un largo rato frente a la mesa con la mirada pegada en el desastre que había dejado con las herramientas y mi curiosidad. Sin darme cuenta de mis lágrimas tomé los restos del barco, los eché a una bolsa plástica y lo fui a esconder en la parte trasera de mi patio, donde dejamos todo lo inservible, donde lo hosco es un adorno pero se torna invisible. Camine a la pieza de mi abuelo para dejar los esbirros de herramientas que destrozaron mi objeto y me senté en una piedra grande en forma de huevo a pensar y llorar. No hay marinos, Sergio me engañó y rompió mi barco a través de mi inocente curiosidad. Me encerré en mi pieza, me acosté y me dormí sin recordar el momento en que me había acostado.

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