La verdad, no sé qué hago yendo a verte, Ernesto, después de partirte el cráneo. A ver qué te digo, que fue sin querer, que somos amigos, que estábamos borrachos como cubas, que a las novias no se las menciona… No, eso no, que fui yo quien te la robó. No me costó mucho, ya nos teníamos ganas la morenita y yo. Fíjate que, incluso contigo delante, era solo rozarme al pasar y me ponía palote. Ay, morena, que me pasa aún, que no sé qué haría sin ese culito. Pobre Ernesto, sin novia y descerebrado. Me dijo el abogado que intentara congraciarme con la familia, que de momento era un juicio de faltas, pero que la cosa se podía poner fea. No te mueras, Ernesto. ¡Joder, qué putada, acaba de pasar el autobús! Ahora me toca esperar o andar. Mira, viene otro, y va casi vacío. Buena señal. No te mueras, por Dios y por la Virgen, no te mueras. Tú eres fuerte, siempre lo has sido. Si no sé ni cómo pude tumbarte. Será porque habíamos perdido la cuenta de los cubatas y tú te estabas poniendo muy cabrón y la llamaste puta, ¿te acuerdas?, y yo agarré la silla y te sacudí con ella con una fuerza y una rabia que no sé de dónde me salió, porque yo siempre te he querido un montón, tío, que eres como mi hermano. Mira, si se me saltan las lágrimas solo de acordarme de las juergas que nos hemos corrido tú y yo. No sabes qué alegría cuando me llamaste para quedar en el bar del moro, como siempre, con el tiempo que hacía que no me hablabas. Que igual ya no volvemos a hablar, aunque no te mueras, porque te quedas alelado para siempre, con la baba colgando y con los ojos perdidos, y ya ni vuelves a reír y te tienen que dar la comida como a los críos y ni se te vuelve a levantar.

-Ernesto Flores Cantos. Habitación 216, se permiten visitas hasta las 19:00- me dice la mujer de la entrada.

-Solo quiero verlo un momento y me voy- digo, y pienso: ni cinco minutos aguanto.

Nunca me han gustado los hospitales. Subo en el ascensor grande y metálico como una lata gigante de sardinas. Sonrío y saludo con cara de circunstancias, que creo que es la cara que se pone en esos sitios. Me intereso por saber a qué planta va cada cual y pulso amablemente los botones. Con ese talante pacífico salgo del ascensor y enfilo el pasillo hasta la habitación.

Que no esté su madre, que me mata. Pues menuda es Remedios, brava y fuerte como su hijo. Que cuando su marido se cayó del andamio desde un cuarto piso sacó adelante a los tres huérfanos, Ernesto, Reme “la chica” y Rafitas, que andaba aún chupándose el dedo. A mí Remedios no me quiere, cree que Ernesto no hizo carrera por mi culpa, cuando la verdad es que era aún más zoquete que yo para los libros.

Llego a la puerta de la 216, se oyen voces, está entreabierta, me asomo compungido. En un instante he encogido un palmo. Veo a Ernesto vendado como una momia y tieso. Y sí, está Remedios, sentada en un sillón junto a la cama, como una reina en un trono, con gesto de Virgen de los Puñales, hablando con la acompañante de otro enfermo que hay en la cama de al lado. Me mira y salta como un resorte y sin decir más que: “Pero qué haces tú aquí, desgraciado, yo te mato”, me echa las uñas a la cara, como los gatos, y apenas tengo tiempo de cubrirme con los brazos. Menos mal que la sujeta la otra mujer. Y entonces, y aún doy las gracias al cielo, Ernesto abre los ojos, me ve y, por primera vez desde el sillazo, le oigo articular palabra con un hilo de voz que pareciera venir de ultratumba.

-Me cago en tus muertos, Perico, esta ronda la pago yo.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS