Semana 2 – Liam

   ¿Crees que tu vida apesta? Yo te diré lo que apesta. Apesta estar muerto. Y no me refiero al cuerpo en descomposición. Bueno, un poco sí apesta, pero no es eso de lo que hablo. Apesta en un sentido metafórico, intangible. Sí, ya sé que todo el olor es intangible. Pero no hablo de un olor que entre por las fosas nasales, estoy hablando de un olor que sientes, un olor que duele. Como cuando llegas a unos baños públicos y notas ese golpe físico, como si el hedor hubiese tomado forma y te golpease directamente en la boca del estómago. De eso hablo. De un olor que apesta y duele.

   Yo tenía una vida feliz. Viajaba de un lugar a otro y llevaba mi arte por todos los rincones del mundo. La gente se agolpaba para oírme tocar el banjo, un exótico instrumento traído de lejanas tierras que muy pocos son capaces de manejar, mucho menos con la gran maestría con la que yo lo hacía. A ver, sí, se agolpaban en alguna taberna, donde el público era… íntimo. Y sí, también he tocado en la calle. Pero es que la música al aire libre no suena igual y, además, todo el mundo tiene derecho a disfrutar del arte. Con talento y generoso. Era todo un partido.

   Mi problema fue la pasión. Mi amor por la música ha sido siempre tan grande, que nunca dejé de buscar la forma de mejorar, dispuesto a llegar a lo más alto. Un lugar que, en mi caso, y aunque esté mal que yo lo diga, estaba realmente arriba. Llegué a la isla con intención de aprender de la gran maestra Vania Len, una de las músicas más famosas de todos los tiempos. Su arte con los instrumentos de cuerda era conocido en el mundo entero y creía que podría aprender algo de ella. Pero, ¡ay de mi!, descubrí que, a veces, la leyenda es mayor que la persona de la que nace. No todos estamos a la altura de lo que se espera de nosotros.

   Me planté en su puerta, dispuesto a deleitarle con una de mis mejores piezas, demostrándole que sería el alumno más digno que jamás habría tenido. Mis dedos recorrieron las cuerdas de mi banjo a una velocidad sobrehumana. El viento, atrapado entre los acordes, vibraba en una vertiginosa melodía nacida de la parte más pura de mi alma. Aquel día di a luz a un sonido que no creo que ningún músico haya podido igualar jamás. Mientras mis manos creaban aquella música celestial, observé como la cara de la gran Len se tornaba en un intenso color rojo, abiertos los ojos ante la magnificencia de lo que sus sentidos captaban. Estaba seguro de que, no solo me aceptaría como su alumno, si no que juntos crearíamos una nueva música, algo que el mundo no olvidaría jamás. Y entonces, no llevando yo aún tocada media canción, el acalorado rostro de aquella mujer se perdió tras su puerta, que encajó de nuevo en su sitio con un estrepitoso golpe.

   No sé cuánto tiempo me quedé allí, mirando la puerta cerrada. Mi cabeza se encontraba perdida en una amalgama de emociones y pensamientos. Había llegado allí con intención de aprender de la gran Vania. Una “maestra” (y, aunque no podáis verme, estoy haciendo el gesto de las comillas) que me había cerrado la puerta en las narices. Un indecoroso gesto que solo podía tener una explicación. A Vania Len, le asustaba (¡No! ¡Le aterraba!) que fuese capaz de tocar mejor que ella. Según me había visto en el dintel de su hogar me había identificado como una amenaza y, oírme tocar, no fue más que la certeza de sus sospechas. Si cedía a enseñarme, sabía que estaría en condiciones de derrocarla en cualquier momento, mis habilidades claramente mucho más amplias que las suyas. Así que, con toda la cobardía que, ahora sé, le caracteriza, huyó hacia el refugio de su casa mientras muraba que nunca había conocido a nadie que odiara tanto su instrumento como yo lo hacía. Pero yo sabía lo que pretendía, lo supe en el mismo instante en que sus palabras salieron de su boca. Aquella musicucha de tres al cuarto me temía. Temía lo que yo era capaz de hacer, porque era algo que ella, con toda su fama y su gloria, no podía ni soñar alcanzar. En aquel momento comprendí que nunca estaría dispuesta a enseñarme, para que así no le robase su lugar. Frustrado, pero con el ánimo redoblado al ver como incluso los más grandes me reconocían como su superior, abandone aquella casa.

   Mi problema no era la falta de maestra (claramente no la necesitaba). Mi problema era que había gastado los últimos ahorros en el pasaje de barco que me había llevado a la isla y, si Vania Len había decidido no aceptarme como aprendiz, las noches en aquella isla tenían pinta de ir a ser muy frías. Y largas. Frías y largas.

   Me dirigí de nuevo hacia la zona de los muelles, donde esperaba poder encontrar comida y alojamiento a cambio de trabajo. Cualquier posadero sería más que afortunado de contar con mi arte durante un par de noches. Pero no contaba con que Vania, celosa, se me habría adelantado. Claramente había utilizado sus contactos para impedir que nadie me diera trabajo y, según empezaba a tocar, los dueños de las distintas tabernas declinaban mi oferta. Tal es el precio de la fama que solo los mejores debemos pagar.

  Abandonado a mi suerte, deambulé sin rumbo por las calles de la ciudad, buscando un refugio en el que guarecerme de las inclemencias de la noche. Tres días, con sus tres noches, vagué por aquellas calles, frío y hambriento, hasta que di con mi benefactor. Maldita sea la hora en la que nuestros caminos se cruzaron pues, aquel día, empezaron a sonar las últimas notas de mi melodía.

   Me encontré con él mientras, frío y mojado, buscaba un lugar donde conseguir algo de comer. El alboroto llamó mi atención y me acerqué a la muchedumbre que se vislumbraba al final de la calle. Pronto me di cuenta de que el foco de atención recaía sobre un viejo callejero, que parecía estar en peores condiciones que las mías (y eso era mucho decir en aquellos momentos). El gentío, cruel como solo podía serlo aquel populacho ignorante, se reía del hombre, mientras este aseguraba que sus manos, otrora fuertes como las de un troll, habían acabo con cientos, si no miles, de enemigos. Juraba y perjuraba la veracidad de sus gestas, mientras los allí congregados le dedicaban burlas de lo más ocurrente. Para ser un pueblo carente de todo gusto musical, había que reconocer que tenían una viva imaginación para las chanzas. No se si fue la simpatía que despertó en mi por encontrarme en una situación similar o la generosidad innata en mi persona, pero no dudé en acudir en su ayuda, si bien no lo hice hasta que el populacho se dispersó. Y no fue un acto de cobardía, si eso pensáis, sino más bien la conclusión lógica de que un extraño solo habría ayudado a agravar la situación y bastante tenía ya aquel pobre hombre con lo suyo.

   Se presentó a mi como Eiborn y no dudo en contarme su historia, deseoso de narrar sus hazañas a quien estuviera dispuesto a escuchar. Según me contó, su vida como mercenario había sido todo un desafío, con aventuras dignas de los más famosos libros de leyendas. Pero una lesión en la pierna, fruto de la cuál presentaba entonces una notoria cojera, le había obligado a apartarse de su belicoso camino. Con los pocos ahorros de que disponía, se había comprado una pequeña casa en aquella isla, alejado del mundo. Un remanso de paz en medio de un mundo en guerra. Pero los horrores de una vida en el campo de batalla le habían acompañado al cruzar el mar y se presentaban a él cada noche, implacables. La bebida había sido, como de tantos otros, su refugio. Y el camino que desde entonces había llevado, bueno, lo podéis imaginar.

   Agradecido por haberme parado a escuchar sin dirigirle ninguna burla, me invitó a su casa. Le acompañé hasta allí, más por la tristeza con la que había realizado la invitación que por la idea de poder pasar un tiempo bajo techo, la verdad. Pronto llegamos a aquella casa, en la que poco había había. Poco, salvo botellas vacías, de las que había decenas o quizás cientos. Apartando algunas de ellas, me cedió asiento en una de las dos sillas con las que contaba y comenzamos a charlar. No recuerdo bien lo que me dijo, pero sí recuerdo el placer de abandonar por un rato las calles y sentir de nuevo un techo sobre la cabeza y la seguridad de cuatro paredes alrededor. Al poco de estar allí mi estómago comenzó a rugir, solicitando un alimento que llevaba tres días negándole. Al escuchar aquello, mi anfitrión, al que recordemos que yo, generosamente, había acompañado hasta casa, me ofreció algo de comer. Es probable que aquella fuera la peor comida que hubiese yo probado en la vida, muy alejada de los manjares a los que un gran artista como yo estaba acostumbrado. Pero sirvió para calmar a mi agitado estómago. No se aún por qué, probablemente debido a que la inanición de aquellos días había afectado a mi buen juicio, decidí contarle mi historia a aquel hombre. Aún recuerdo como se iluminó su rostro al saber que se encontraba ante uno de los mejores bardos del mundo, el único con aquel dominio sobre el banjo. Sus ojos no parraban de alternar entre mi instrumento y mi persona y, no había yo terminado de contar mis desgracias en aquella isla de ingratos, cuando me ofreció un trato. Me dijo que uno de sus sueños era que alguien cantara sus gestas, como se hiciera con los héroes de antaño. No tenía mucho que ofrecer, pero a cambio de narrar sus aventuras, no me faltaría cobijo ni comida mientras lo hiciera.Ya, ya sé lo que estáis pensando. Se trataba de un trabajo indigno de mi, un trabajo que hubiese sido adecuado ofrecer a cualquier músico novel y no a un gran estudioso del arte como era yo. Pero, una vez más, mi innata generosidad hizo acto de presencia y acepté el trabajo. Comer aquella insulsa comida y alojarme en aquella humilde casa sería un sacrificio, pero todo fuera por traer algo de felicidad al corazón de aquel hombre.

   Las semanas siguientes las pasamos entre historias mientras yo, en solitario, componía la mayor de las gestas que el mundo hubiese escuchado nunca. No dejé a Eiborn escuchar ni una sola de las notas, pues quería que fuese una sorpresa, un regalo envuelto en la más grande de las melodías. Di a luz a una obra de tal magnificencia que los más altos miembros de la realeza harían cola para escucharla. Pero, para eso, primero había que abandonar la isla. Y, sin dinero, no habría pasaje de barco.

   Me vestí con mis mejores galas, reservadas solo para las ocasiones especiales, y me dirigí a una de las tabernas de la ciudad. Después de una dura negociación con el dueño, acordamos que, en un par de noches, tocaría para él y toda su clientela “La leyenda de Eiborn, la espada de los dioses” (un título de total y absoluta invención mía, por supuesto). Pactar el precio fue duro, pues el ladrón del tabernero pretendía quedarse con 9/10 partes de las ganancias. Tras una dura negociación y hacer uso de todos mis encantos y recursos de hombre de mundo, acordamos que las ganancias se repartirían en 8/10 partes para él y 2/10 partes para mi. ¡Ja! Tabernero iluso. Mi obra sería tan grande que con la parte que me correspondía sería capaz de abandonar aquella isla para siempre y hacerme rico con mi nuevo espectáculo. Le había engañado bien. Así aprendería a valorar la verdadera música cuando la tuviese delante. Y, cuando me rogase desesperado que repitiese mi obra todas las noches de la semana siguiente, yo sonreiría triunfante y abandonaría el lugar sin mirar atrás.

   La gran noche llegó y, junto a Eiborn, nos dirigimos a la taberna para dar comienzo a la mayor oda jamás narrada. La taberna aquella noche estaba a rebosar, atraídos los asistente por la noticia de mi actuación. Reparé en que todos acudían con cestas llenas de vegetales y, una vez más, comprendí la limitada visión de la vida de aquellos palurdos, que habían convertido el mayor acontecimiento de sus vidas en un insulso día de mercado. Que ganas tenía de volver al mundo civilizado.

   A la hora acordada, comencé a tocar mi banjo, acompañando las notas musicales de las más bellas palabras que nadie hubiese escuchado jamás en un escenario. El ambiente vibraba con la tensión de la historia, y mi voz portaba el tono de emoción adecuado en cada momento. Ojalá hubieseis estado allí para escucharlo… y para apreciarlo. Porque, una vez más, había sobreestimado las mentes simples de aquella isla que, al poco de haber empezado yo a tocar, comenzaron a utilizar los vegetales como armas arrojadizas contra mi. ¡Malditos botarates! ¡No reconocerían el arte ni aunque les les llamase la puerta y, al abrirla, les mordiese el trasero! Indignado, abandoné la taberna, ignorando por completo las sugerencias de aquellos mezquinos de que utilizara mi banjo con no se qué ignominiosos fines.

   Lleno de ira, volví a casa de Eiborn y esperé. Se me antojaba raro que mi anfitrión no hubiese vuelto aún y, aunque me planteé salir a buscarle, decidí que era mejor no hacerlo. Seguramente estaba tan enfadado como yo y necesitaría estar solo. No, le esperaría en casa y daría cuenta de las sobras de la comida, que parecían a punto de echarse a perder y hubiese sido una falta de respeto hacia aquel que, generosamente, compartía su comida conmigo.

   Estaba finalizando las viandas cuando la puerta se abrió de golpe y entró Eiborn… ¡completamente borracho! Nada más entrar, me señaló con el dedo y me acusó de ser el peor músico que jamás había escuchado. ¡Eso me dijo! ¡A mi! Después de haber aguantado sus fanfarronadas durante semanas sin haberme quejado nada. Bueno, no mucho al menos. Pero, ¡a mi! Que había llevado su insulsa vida a las más altas cotas de arte. ¡A mi! Que había convertido una vulgar historia de espaditas en la gesta de un héroe. ¡Maldito ingrato!

   Aquella noche, los insultos salieron a borbotones. Dejo al descubierto, y así se lo hice saber, todos sus encantos de borracho de pueblo, de empedernido lamebotellas, del adalid de los caminantes torcidos. “¡Rasgacuerdas!”, me dijo. “¡Pierdebatallas”, le respondí. “¡Retuercegatos!”, fue lo siguiente. ¡“Secuestraviejas”!, le acusé. “¡Funambulista!”. “¡Desertor!”. “¡REVIENTATIMPANOS!”. “¡COBARDE!”. “¡NO SERÍAS CAPAZ DE TOCAR UNA NOTA NI CON LAS MANOS DE OTRO!”. “¡NO ACERTARÍAS CON LA ESPADA NI A UN CADAVER!”.

   Y aquél, y no otro, fue mi error.

   Ciego de ira y rebosante de cerveza rancia, se dirigió a la espada que reposaba sobre la chimenea. Desenvainándola se dirigió hacia mi, mientras me cortaba el paso hacia la puerta. Acorralado en una esquina, intenté hacerle entrar en razón, pero su ebriedad impidió que ninguna de mis palabras hiciera mella en él. Cuando el frío acero atravesó mis entrañas, aquel borracho sonreía, socarrón. Para una vez que atinaba con la espada y tenía que tocarme a mi.

   Desperté, confuso. Mi primera reacción fue llevarme las manos al vientre, que palpé liso y sin heridas. Sorprendido, miré a mi alrededor. El mareo que sentía confería a todo un halo de irrealidad, como cuando miras a través de unas gafas que no son tuyas. Una vez comprobé que no estaba herido, busqué por la casa a Eiborn, sin éxito. Las puertas de las habitaciones estaban todas abiertas, igual que la de la casa, cosa que me extrañó sobremanera. Mi borracho compañero era muy celoso con sus escasas posesiones (no fuera a ser que alguien entrara a robarle… alcohol, supongo). Salí de la casa y me dirigí a la taberna, en busca de Eiborn. No fue difícil encontrarle, caminando hacia allí como si cargara con un enorme peso, fruto, seguramente, de haber vaciado dos o tras botellas del aguardiente enano que tenía en la despensa. Me acerqué a él con intención de iniciar una conversación, pacífica a poder ser, pero lo que vi al acercarme me hizo detenerme en seco. Eiborn cargaba con un cuerpo. Un cuerpo cornudo. Un cuerpo cornudo Y FAMILIAR. Pero aquello no podía ser. Corrí hacia allí, aún sin entender lo que estaba viendo. Mis sospechas se tornaron en miedo y este en terror, cuando confirmé aquello que me había parecido ver. Aquel desgraciado borracho, aquel alcohólico asesino, cargaba CON MI CUERPO. Pero, ¿cómo era posible? Yo estaba allí, de pie, y, al mismo tiempo, descansaba inerte en brazos de aquel hombre. Cuando conseguí recobrarme del shock, intente detenerle cruzándome en su camino, pero fui completamente ignorado. Le grité, le insulté y creo que incluso, seguramente debido a mi estado de perplejidad, le supliqué. Y nada. Cuando entendí que con palabras no iba a conseguir nada, decidí que serían necesarios otros métodos menos… sutiles. Llevé mi puño hacia atrás y lo lancé hacia delante, con toda la intención de golpear su (objetivamente) fea cara. Acabé en el suelo, perplejo y sin poder reaccionar. No daba crédito a lo que acaba de suceder. Mi puño había atravesado a Eiborn, de lado a lado, sin que este se inmutase ni lo más mínimo. Para cuando comprendí lo que sucedía, ya era tarde.

   No fui capaz de encontrar de nuevo el rastro de Eiborn aquella noche. Cuando el sol comenzó a iluminar el cielo, decidí que lo mejor era volver a casa. Antes o después, aquel bastardo tendría que regresar. Le esperé durante todo el día, hasta que regresó a última hora de la tarde. Solo. Sin mi cuerpo. Lleno de ira grité, juré, intenté golpeare una y mil veces. Pero nada resultó efectivo.

   Durante semanas intenté ponerme en contacto con él, pero todo fue en vano. Una vez acepté que no lograría hacerme escuchar, decidí salir a buscar mi cadáver. Busqué por toda aquella maldita isla, pero no logré dar con él. Quién sabe donde podría descansar mi hermoso rostro, mi apolíneo cuerpo. Quizás en el fondo de alguna desconocida zanja, puede que en diminutos trozos devorado por peces. Probablemente abandonado en algún lejano lugar de las montañas. Con el tiempo, acepté que nunca volvería a verlo. Y que yo estaba muerto.

   Al cabo de los años Eiborn murió. Aquel pobre desgraciado acabó sus días entre alcohol, más del que nunca pensé que pudiera soportar una persona. Mi alma, anclada a aquella isla, vio como se convertía en un despojo, una mera broma de la sombra en la que ya se había convertido cuando le conocí. Quien sabe si por pena, o por miedo a ser descubierto, el mercenario guardo mi banjo durante todos aquellos años. Un banjo que no dejé de anhelar ni un solo segundo, inalcanzable a tan solo unos milímetros de mí, incapaz de tocar nada del mundo de los vivos. Hasta que llegó ella.

   Eiborn había muerto y su casa había quedado vacía. Nadie en el pueblo lo añoraba (ni lo añoraría, tal era el triste legado de aquel asesino). Su casa pronto fue reclamada por nuevos habitantes y, con ella, todas sus posesiones. Incluido mi banjo. Vi como aquella recién llegada cogía con sus sucias manos mi instrumento, el instrumento que había creado la música más maravillosa que el mundo hubiese tocado jamás. Lo manoseó durante un rato, ¡e incluso intentó tocarlo con sus blasfemas manos! Incapaz de obtener ningún sonido digno de tal nombre, pronunció entonces aquellas palabras. Las palabras que lo cambiarían todo. Las palabras que me devolverían a la vida.”La madera arderá bien en la chimenea”. ¿Cómo se atrevía a hablar así de mi banjo? ¿Cómo OSABA siquiera poner sus sucias manos sobre él? Aquel banjo era el último vestigio de mi arte, de mi grandeza. El último recuerdo del gran músico que había sido. Despreciado en vida, no iba a permitir que lo hicieran en la muerte.

   Ciego de ira, me lancé contra aquella mujer, ignorando la nula capacidad de cualquier contacto físico que arrastraba desde mi muerte. Y, efectivamente, no hubo contacto físico alguno. En lugar de eso, sin saber bien cómo, me introduje en su cuerpo y tomé el control del mismo. De pronto me veía de nuevo con la capacidad de tocar todo a mi alrededor, de respirar, de sentir… Volvía a estar VIVO. Yo, el mejor bardo de todos los tiempo, había sido capaz de burlar a la propia muerte, tal era mi grandeza. Lleno de júbilo, salí corriendo de la casa, dispuesto a recuperar el tiempo perdido. Pero, para mi desgracia, no llegué a dar más de cien pasos. Al alejarme de la casa, mi alma abandonó de nuevo aquel cuerpo, volviéndome de nuevo un ser etéreo e incapaz de interactuar con el mundo de los vivos. La mujer, viéndose libre de mi control, echó a correr, lejos de la casa. Mis intentos pos repetir aquel acto de posesión fueron infructuosos y, con una pena mayor de la que había sentido nunca, regresé a mi casa. Devolverme por unos segundos la vida para arrebatármela de nuevo… ¡Qué cruel broma del destino!

   Pasó una semana hasta que la mujer volvió a aventurarse en aquella casa. Como no tenía nada que perder, haciendo acopio de toda mi fuerza de voluntad, me lancé de nuevo hacia ella. Preparado y sabiendo de lo que era capaz, resulto fácil. De nuevo, el control de aquel cuerpo era mío. De nuevo, aquella sensación de vida. Que gratificante resultaba. Desconocía cuánto tiempo podría aguantar aquella vez, por lo que decidí hacer algo que llevaba años deseando hacer. Tome mi banjo entre mis manos y comencé a tocar. Toqué y toqué durante horas. Toqué hasta que aquellos dedos inexpertos sangraron, llenos de heridas. Toqué hasta que caí exhausto. Me dormí sonriendo, consciente de que no había perdido mi gran habilidad, sabedor de que seguía siendo el más talentoso bardo que el mundo había dado jamás.

   Me despertaron las voces en el exterior de la casa. De nuevo en mi forma etérea, vi como la muchedumbre se agolpaba fuera, mientras la mujer de la noche anterior gesticulaba y, aterrada, contaba lo sucedido. Nadie pareció creerla y todos se burlaban de ella. Se burlaban de ella igual que se habían burlado de mi. Aquellos ignorantes no habían aprendido nada con el paso del tiempo, seguían siendo los mimos paletos que me habían lanzado verduras en una taberna. Decidí que era hora de darles una lección.

   Localicé al que me parecía que era el líder de la chanza, el jefecillo de aquella banda de mofas y befas. Hacerme con su cuerpo fue sencillo, facilitado probablemente por la escasez de inteligencia que dentro albergaba. Sin decir nada, entré en la casa y me armé con mi banjo. Con pasos lentos, salí de nuevo fuera e hice lo que mejor se me daba: tocar. Toque tan rápido y tan fuerte como mi alma pedía, dejándome llevar por el furor del momento. Al principio las risas continuaron, convencidos de que se trataba de una broma más. Cuando vieron que su amigo no respondía y que no dejaba de rasgar aquellas cuerdas a pesar de las heridas en sus dedos, comenzaron a asustarse. Cuando me harté de aquel cuerpo, cambié al siguiente y volví a tocar, esta vez durante unos segundos. Y luego pasé a otro. Y a otro. Cuando por fin comprendieron que aquello no era ninguna broma, bastó que el primero echase a correr para que el resto le imitaran. Entonces reía yo. Las notas brotaban de mi banjo al ritmo de mis carcajadas, regocijándome en el miedo de aquellos desdichados seres. Qué bien sabía la venganza. Pero qué poco llenaba.

   No tarde en comprender que aquello no llevaría a nada. Y, cuando lo hice, me dejé caer al suelo, desolado. Podía reírme de ellos tanto como quisiera pero, cuando abandonase el último cuerpo, seguiría muerto. Y nada, nunca, cambiaría eso. Yo estaba muerto y mi música había muerto conmigo. Con las lágrimas corriendo por aquel rostro que había robado, empecé de nuevo a tocar mi banjo. Por primera vez en toda mi existencia, la pena me acompañaba mientras hacia vibrar aquellas cuerdas, haciendo brotar de ellas unas notas que nunca había escuchado antes. Toqué y toqué , llorando amargamente por mi desdicha. No sé cuánto tiempo estuve así pero, cuando volví a levantar la cabeza, estaba rodeado de gente. Rostros solemnes me contemplaban con el mismo respeto que siempre había buscando, silenciosos para no interrumpir mi melodía. Vi lágrimas en algunas de aquellas caras. En otras, paz. Cuando dejé de tocar, unas tímidos aplausos pronto se convirtieron en una atronadora ovación como nunca había escuchado. Sorprendido, sin saber cómo reaccionar ante aquello, abandoné el cuerpo que estaba poseyendo y huí a esconderme en la casa que durante años había sido mi hogar.

   Lo que sucedió al día siguiente fue algo que jamás hubiese esperado. Al caer la noche, el pueblo se congregó a las puertas de la casa. Temeroso, uno de ellos se adelantó, llevando mi banjo en la mano. ¡Mi banjo! ¿Cómo podría haberme olvidado de él? Sin entender lo que sucedía, observé como aquel que llevaba mi banjo se sentaba en el suelo, delante de la multitud y, cerrando los ojos, decía dos únicas palabras: “Por favor”. Acto seguido, comenzó a tocar.

   Jamás, en toda mi vida, había sido tan feliz. Cada noche, los habitantes de la ciudad se reúnen frente a mi puerta, deseosos de escuchar mis melodías, voluntario uno de ellos para que ocupe su cuerpo. Y, cada noche, dejo que la melancolía me invada para ofrecer los mejores espectáculos que el mundo ha visto. Pero, a la par que toco, escucho. Escucho lo que dicen de mi, y se que hay algunos que, aún después de tanto tiempo, me temen. Hablan en susurros, siempre en grupos pequeños y se refieren a mi como “el demonio del banjo”.

   Hace tiempo que decidí no sacarles de su error. Yo se la verdad. Yo y solo yo, conozco mi verdadera naturaleza. ¿Que quién soy? Dejadme que os lo diga. Mi nombre es Liam y, por fin, he descubierto mi lugar en el mundo. Mi lugar como el único, e indiscutible, Dios de la Música.

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