Llegamos a nuestra cita bien temprano por la mañana. Frente a nosotros el edificio se levantaba imponente, como ese Goliat que supimos vencer. Hoy podíamos verlo sin que el miedo nos inundara, porque estaba ahí, rendido y conquistado ante nosotros. Arrodillado.

El frío ganaba.

– ¿Baño? –

-En frente, en la ex ESMA – me respondió señalando al majestuoso Goliat.

Entré sin tomar consciencia, casi corriendo por mi apuro, mirando al suelo para no tropezar con aquellas baldosas rotas que cubrían el incalculable patio frontal. Tres escalones de mármol me detuvieron.

Aquel frío inexplicable me recorrió la espalda, calando cada vértebra y cada nervio.

Frente a mí, el gran salón.

Quise por un instante salir corriendo, volverme sobre las baldosas rotas, gastadas, hacia aquel patio eterno, con rejas al cielo, como la escalera de Jesús de Nazaret.

Simplemente entré.

Cientos de rostros cubrían los ventanales. Fotos sin color con nombres y apellidos que se dejaban acribillar por los rayos de luz que buscaban refugio en el corazón del gigante. Respiré hondo. Podía entrar y volver salir. Me sentí en paz.

Ese sentimiento de tranquilidad me hizo reflexionar y lloré apretando cada muela y cada diente, anudando mandíbula, músculos y huesos. Quise abrazar las paredes. Acariciar cada línea de mosaicos de aquel salón. Besar la frente de los ventanales. Danzar con ellos, rostros sin color. Memorizar cada nombre, cada apellido. Derramarme en aquellas baldosas y rejas, para regresar y dormirme enredada y fetal en el centro mismo de ese corazón, por donde alguna vez reptaron sus cuerpos masacrados.

Acá estoy. Digo en silencio. Cuarenta y tres años después. Los mismos cuarenta y tres años que tengo de vida.

Mi vejiga llena. Mucha gente esperando para pasar al baño.

Apurando que me hago pis, pensé. Me detuve. Mire a mi alrededor y me sentí avergonzada, como buscándolos en el tiempo, como si todavía estuvieran ahí. Mi vejiga se silenció de vergüenza, por reclamar en mi pensamiento un baño.

El frio matinal se hacía visible en la calle y las aceras cantaban otoño. Aún así nuestra cita era impostergable. Allí estábamos, cuarenta y tres años después. Nos miramos, buscándonos los unos a los otros. No éramos dos, ni tres, ni cientos.

Todos frente al majestuoso Goliat. Así estaba pactado cada 24 de Marzo. En esa calle, sobre su acera, porque ya no le temíamos. Parados frente a él, que aunque imponente, se petrificaba vencido. Le cantábamos a sus ventanales, rejas, patio, baldosas, mármol, escalones, salón, hasta llegar a su centro con la misma voz que alguna vez nos supo arrebatar.

Partimos en nuestra peregrinación caminando metro a metro con nuestras banderas en alto. Los balcones llenos de brazos y abrazos animando nuestro andar. Aún así el cansancio se hacía notar. Del frío en los huesos al calor sofocante y nuevamente al frío.

No podía dejar de mirar a mí alrededor mientras saltaba, cantaba y bailaba. Una mezcla de sentimientos encontrados me invadía.

¿Caminar en silencio por su memoria?

Le pregunté a mis pensamientos.

Sentí cada una de esas treinta mil almas en mi corazón, estallando, invadiendo cada parte de mi cuerpo, fluyendo por mi sangre, en convulsión constante. Volví a saltar, cantar, bailar y gritar, con mi bandera tan alta como mis brazos podían levantarla. Llevaba en la sangre las treinta mil almas que habían vencido a Goliat. En mis entrañas se abrazaban con lágrimas en los ojos y obtuve mi respuesta. Para un alma en reclusión bailar en la calle es una fiesta.

Mientras caía la tarde llegamos a dos cuadras de la Plaza de Mayo. No se podía avanzar más. Quería llegar lo más cerca posible, a esa plaza donde sus madres esperaban caminando en círculo. Necesitaba llevarlas con ellas. Madres, abuelas, hijos, nietos.

Son treinta mil. No olvidamos, repetían los altoparlantes.

La noche y la plaza recibieron mis manos y pies ampollados. Dolían. Dolía el cuerpo entero.

De nuevo mi vejiga reclamaba. El estómago también. Sed y frío.

Solo quería llegar, regresar, volver a mi hogar; abrir la puerta, encontrar a mi madre, abrazar a mi hijo, a mi nieto y dormirme enredada y fetal en el centro mismo de su corazón. Nada más.

Llevaba en mi sangre treinta mil rostros sin color con nombres y apellidos.

Para un alma en reclusión, volver al hogar es como vencer a Goliat.

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