Mitos y leyendas del sarampión

Mitos y leyendas del sarampión

Durante los años de mi infancia ciertas enfermedades no tenían más cura que observar una rígida cuarentena, Todavía no se habían desarrollado los medicamentos adecuados, ni existían planes nacionales de vacunación, más o menos organizados; en otras circunstancias tales vacunas eran prohibitivas para el sueldo de un sargento de policía. En este caso mi papá.

Pese a que los primeros días de la incubación de tales enfermedades eran una tortura, no dejaban de tener ciertas ventajas. Por ejemplo, en mi caso, pasé a ocupar con exclusividad el dormitorio matrimonial. Acomodaron como pudieron el tremendo armatoste de televisión marca Panoramix frente a la cama. Cuestión que no perdiera ningún capítulo de Stoney Burke, una serie protagonizada por Jack Lord que relataba las andanzas de un jinete de rodeos yankis. Por supuesto, no debo dejar de lado el hecho de faltar al colegio durante magníficos cuarenta días. Aunque después estuviera una semana recorriendo las casas de mis amiguitos en busca de los deberes atrasados. Incluso esta dolencia me llevó a conocer zonas oscuras e ignoradas de mi personalidad. No debe existir ser más despótico que un niño que toma conciencia del poder omnímodo que tiene sobre sus padres, familiares y amistades por el sólo hecho de estar enfermo de sarampión.

Como decía: los primeros días son terribles. Luego que salen las clásicas marcas rojas se está en constante estado de nausea. Sea por los jarabes que se tomaban o por la fiebre creciente. Para colmo mi padre, por consejo médico, había puesto frazadas y cortinas en todas las ventanas para que no entrara la luz del sol. Según se decía las manchas de la piel quedaban indelebles ante la luminiscencia solar. Más tarde cambió la simpática lamparilla incandescente por otra de color rojo sangre. Creo que el hecho que el dormitorio luciera como un laboratorio de revelados fotográficos me llevó a un estado comatoso. Sólo de vez en cuando me despertaban para hacerme tragar no se que cosas horribles. El único recuerdo bello de esos días era vislumbrar a mi madre trayendo una bolsa con hielo o una palangana con agua y vinagre aromático, con compresas para calmar mis ardores.

La fiebre comenzó a ceder, lo que alejó del horizonte la temida meningitis, pero sufría recaídas Aún tenía como temblores repentinos y escalofríos pero podía comer con cierta regularidad. Incluso, pese a que tenía los ojos irritados, podía leer algunas revistas y libros. Hasta que mi mamá los secuestraba:

—Para tu bien, todavía no estás sano.

Era poco coherente, que ella que había incentivado mi amor por la lectura, ahora me prohibiera leer porque podía hacerme subir la fiebre.

Otra ventaja era que no debía usar los patines. Mi madre era una fundamentalista del uso de aquellos adminículos. En su descargo debo decir que los pisos de roble de Eslovenia relucían gracias a su ingente trabajo y lo menos que podíamos hacer era conservarlos. Además jamás nadie osaría (incluso mi padre), dejar la más leve marca, so pena de enfrentar algo muy parecido a la ira divina.

Por las noches mi mamá dejaba prendida una lámpara a kerosén.

Siempre solía tener vívidas pesadillas. La fiebre todo lo agravaba. De resultas que fue peor el remedio que la enfermedad: la llama arrojaba diferentes sombras sobre el empapelado de las paredes, el trasluz de la tulipa o el tenue humo, o los frascos de variadas formas que había sobre la cómoda. El asunto es que aferrado a las mantas miraba con pánico como estas amenazas se desplazaban por el alto cielorraso. Algo parecido al orgullo me impedía gritar pidiendo ayuda. Algo parecido a la fascinación por el peligro me llevaban a mirar todo aquello, cuando tenía deseos de apretar bien fuerte los párpados,

A cierta hora indefinida del alba, en plena vigilia, una de las paredes (la contigua al comedor) se abrió como si fuera una puerta cancel. Parecerá extraño pero eso no me causaba miedo. Ya en otras oportunidades a través de ese hueco habían asomado lagartijas, víboras y otro tipo de bichos aún más repugnantes. Sólo sentía curiosidad por saber que brotaría ahora. Y por más preparado que estuviera jamás podría haber imaginado lo que sucedió:

—¡Vamos! ¡Vamos a cubierta! —el tipo vestía unos amplios pantalones rayados, una blusa abierta en el pecho, una especie de extraño turbante y blandía una cimitarra.

De un salto salí de mi cama. Me encontré a cielo abierto de un azul tan intenso que se confundía con el oleaje de un mar embravecido. No tuve demasiado tiempo para pensar. Dos tipos pasaron rodando por encima de mi cuerpo, trabados en feroz lucha. Pude ver los garfios de abordaje clavados en el maderamen de nuestro navío. Desde la otra embarcación tiraban de los cabos. En la cubierta estaban luchando los del abordaje y los piratas de nuestra tripulación.

—¡Por Mompracem! —miré hacía el puente de mando mientras los filibusteros respondían con un salvaje grito que parecía el furioso romper del oleaje:

—¡Por Mompracem!

El hombre de cabellos tan renegridos como sus ojos volvió a gritar:

—¡Vamos mis cachorros! ¡Adelante Yáñez!

Sobre su cabeza hacia girar una cimitarra con empuñadura de oro y en la otra mano llevaba un kriss, el mítico puñal ondulado y envenenado de la Malasia, mientras avanzaba derribando adversarios el diamante en su turbante refulgía al sol. Escuche un atronador bombazo y el palo mayor se partió como un débil bambú. Lo vi caer arrastrando el pabellón rojo con la cabeza de tigre dibujada en negro. Una gruesa soga me golpeó en el rostro, en tanto el parapeto a mis espaldas saltaba en astillas. Caí al mar.

Al volver a la superficie estaba rodeado de gente malherida. El agua era purpúrea y algunos cuerpos se agitaban de aquí para allá. Unos estaban desmembrados. Entonces vi las aletas de los tiburones. Nadé con furia. A cada nueva brazada sentía cuerpos que me rozaban las piernas bajo la superficie. En algún momento de aquella huída debo haber quedado semiinconsciente, pues cuando volví en mi estaba rodando por una playa. Con mis últimas fuerzas me alejé de la resaca antes que me llevara nuevamente mar adentro. Descansé.

Era llamativo, no tenía rastros de fatiga ni de fiebre. Lo único que me recordaba mi enfermedad era el pijama que tenía puesto. Caminé por la arena blanca hacía unos cocoteros, más allá pude ver un morro pletórico de verdes. Sentía los pies lastimados en las plantas. De seguro entre aquella arena blanca habría trozos filosos de coral. ¡Aquello no era coral! Entre unos largos palos blanquecinos reconocí la forma inconfundible de una calavera. Había muchas más. Los troncos blanquecinos eran huesos sobre el círculo negro que deja un fogón.

De entre la maleza surgió un nativo altísimo de piel azulada de tan negra. Quedé paralizado. Él no se acercaba, solamente señalaba a mis espaldas, algo en la costa. Detrás del aborigen apareció un hombre rubio y bronceado.

—¡Corre Viernes! ¡Corre chico!

Disparó con su mosquete a los caníbales que llegaban desde el mar. Corrimos hacía la espesura sin mirar para atrás. Salté sobre un tronco caído, pero detrás había un pozo inmenso. Caí en un oscuro túnel que parecía infinito. Me despeñé, seguí en caída, parecía que aquel descenso duraba días, tal vez semanas. Al fin fui a dar contra una ladera de mica molida multicolor. Seguí dando tumbos sobre la superficie mullida hasta que quedé a orillas de lo que parecía ser un lago monumental. Lo extraño es que aquel estuario estaba dentro de una caverna de tamaño portentoso. Cerca de una roca había amarrada una embarcación hecha de troncos, con algunos trastos encima y un ganso blanco con un lazo rojo al cuello.

—Hola ¿Cómo se llama este lago? —pregunté a un muchachito pelirrojo que andaba por ahí.

—No es un lago. Es el Mar de Lindenbrock —dijo.

Mucho más no pudo agregar. Miró hacía mis espaldas con rostro demudado y salió corriendo. Giré mi cabeza, lo vi: era un enorme reptil con su brilloso vientre marrón verdoso avanzando en nuestra dirección.

No tardé demasiado en salir disparado pero en una dirección contraria a la del pelirrojo que iba bordeando la orilla de aquel mar subterráneo. Me dirigí a unos formidables bloques de cobalto, comencé a treparlos sin parar. Iba saltando de roca en roca sin mirar para atrás. Escuché un grito que terminaba en un agudo chillido, seguí trepando sin detenerme. Al llegar a la cúspide no podía creer el espectáculo que se brindaba a mis ojos:

Una extensa sabana teñida por el color rojizo de un sol moribundo en el poniente. Allí, a mis pies, dos ejércitos de mulatos formados para la batalla. Altos y esbeltos, con sus penachos de plumas de aves en sus cascos. Algunos llevaban una larga lanza también adornada con plumajes coloridos, otros portaban hachas de doble filo, todos tenían un escudo de cañas cubierto de piel de antílope o de cebra. Parecían estar en las postrimerías de algún tipo de danza tribal. Los tambores sonaban con furia inusual. Contuve la respiración esperando el embate.

—¡Umslopogaas! Vamos a rodearlos y atacar —el viejo cazador habló a mi costado.

—¡Si, Macumazahn! —el altísimo guerrero zulú se movió con paso de gacela. Llevaba su hacha y su escudo prestos al ataque.

Escuché un estruendo que me dejó casi sordo. El anciano había disparado certeramente derribando a un adversario que corría en nuestra dirección. Los dos ejércitos bailaban la danza de la muerte ante mis ojos. Sentí el acre olor de la pólvora mezclado con el ferroso aroma de la sangre. Gritos, alaridos y estruendos.

Repentinamente se hizo la calma. Hasta el viento había amainado. Todo era silencio como antes de la tempestad.

Seguí caminando por la llanura en dirección a unas matas enmarañadas de pastizales resecos.

—Liz, este es tuyo.

El viejo cazador no tenía el mismo aspecto enjuto y fibroso que mostraba antes del ataque de los ejércitos de nativos. Incluso el guerrero zulú había trocado en un rastreador swahili que llevaba una larga vara y golpeaba una especie de tambor. Trataba de espantar a la presa en nuestra dirección. A lo lejos se podían ver las eternas nieves del Kilimanjaro.

—Atenta, Liz, ya va a salir. Recuerda, viento y elevación —el cazador tenía aspecto de americano. Algo regordete, con su barba y cabellera completamente blancas, vestía como para un safari y empuñaba una escopeta yuxtapuesta Vicenzo Benardelli del calibre 12. Su aspecto físico delataba al hombre de acción con un algo de intelectual. Recordaba vagamente a Spencer Tracy, un individuo con un vigor superior a la edad que aparentaba.

Vi un reflejo dorado salir de entre los pastizales. Liz disparó pero su tiro fue levemente hacía la derecha del animal. Pude ver los músculos tensos bajo el pelambre áureo del león. Las patas delanteras arrancaban terrones enteros de tierra. Atónito quedé inerme delante de la bestia, pude sentir su respiración abrasadora mientras diminutas gotas de baba mojaban mi rostro, mientras se cerraban sus fauces escuché el estruendo de un escopetazo.

—Ya pasó lo peor, señora.

Mi madre estaba retirando un paño de mi frente. Sentía como una fresca brisa de primavera en todo mi cuerpo.

—Ahora ya no hay peligro que vuelva la fiebre —decía el doctor Velásquez, nuestro médico de cabecera—, pero yo que usted, para evitar los delirios, le quitaba eso…

Con su dedo índice señalaba un libro de la Colección Robin Hood sobre la mesa de luz. Era 20.000 leguas de viaje submarino de Julio Verne. De nada valieron mis protestas. Pero lo que mi mamá ignoraba es que debajo de mi almohada, como repuesto, tenía las obras completas de Edgard Allan Poe de Editorial EDAF.

Otra de las obsesiones de mi madre era la hora de la siesta. En realidad era el tiempo que ella aprovechaba para bordar algún mantel o preparar licor de naranjas. Entonces nos enviaba a dormir. Luego controlaba que sus dos hombres estuvieran durmiendo. Previamente yo había sacado de la biblioteca de mi padre un libro que escondía bajo la almohada. Después que simulaba dormir, entreabría un poco el postigo y con ese menudo rayo de sol alumbraba las páginas de mis lecturas.

—Ricardo Faustino ¿Qué pasó con el piso?

Cuándo mamá llamaba Ricardo Faustino a papá había problemas. Si no le decía viejo o querido, tenía el mismo significado como cuándo me llamaba Ricardo Juan en lugar de nene o Ricardito. Tormentas en el horizonte.

—¡Yo no hice nada acá! —el tono de voz de mi viejo no admitía réplicas—,pero…

—¿Pero que, viejo?

Yo me había arrastrado hasta el borde de la cama. Desde dónde estaba pude ver claramente unas marcas en el piso, en el paso entre el comedor y el dormitorio. Además se veían algunas virutas alrededor.

—¡Parecen rasguños de un gato!

Un gato muy grande, por cierto.

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