Hoy recibí un comentario por una silueta textual atrevida y poco convencional cuando escribí sobre un tema en una convocatoria. No pude evitar acordarme de aquella mirada de asombro de hace tantos años. Nos había mandado dibujar un circo para ilustrar un cuento infantil.

Homero Bais era maestro de profesión y artista reconocido. Obeso por demás y entrado en años, desde el primer día de clase, era el profesor de expresión plástica de un grupo de jóvenes que, como yo, recién comenzábamos nuestra carrera de magisterio.

Íbamos a un local separado del Instituto, rodeado de naturaleza verde, con grandes ventanales antiguos y donde en invierno hacía frío de verdad. En lo que en otro tiempo había sido «la escuelita», todos los miércoles teníamos nuestras clases de expresión corporal, con música, baile, ritmo y… por supuesto, actividades de creación plástica de dibujo y modelado en arcilla.

A Homero, trabajar con arcilla no le gustaba. Así que cumplió con el tema en las dos clases iniciales donde  nos enseñó  técnicas básicas de modelado. Realizamos una cerámica  con el método utilizado por los indígenas primitivos  y  modelamos una cabeza de títere de mano.

El resto del año sólo trabajamos en dibujo usando acuarelas, marcadores, lápices de color, carbón, crayones, témpera, pasteles y otros. De dibujar  y pintar a nuestras anchas se trataba todo. Y nada más.

Un día cuando nos hizo la devolución de un trabajo, me miró con sus ojos pequeños llenos de un asombro tan grande que no cabía en su enorme cuerpo y mucho menos en su anciana cabeza. Tenía frente a sí, la interpretación que yo había hecho de un circo pensado para un cuento de  niños. Se veía una platea circular, representada por la línea perimetral de la  pista circense y en ella un montón de caras (en su mayoría infantiles) con expresiones de todo tipo: sonrisas francas, risas estrepitosas, lágrimas de emoción, asombro inesperado, llanto de susto, y un millón de cosas más. Eso era todo: caras en las que sólo se advertía una expresión definida sin color. Lo que ese público veía en escena quedaba librado a la imaginación del lector.

Levantó en alto la hoja y mirándome fijamente me dijo: «Usted será una gran maestra… sabe interpretar la esencia de los temas mirando siempre por sus alumnos… los niños, antes y primero que nada ni nadie».



Tuve la máxima calificación ese día y las clases siguientes. A partir de ese momento mis propuestas fueron vistas por él  como algo diferente, algo en lo que había que detenerse para captar el mensaje.

Un día  llegó el examen. Dos bolillas al azar: «dibujo en papel» o «modelado en arcilla».

Y salió «modelado en arcilla». Yo solo lo había practicado en aquellas únicas primeras clases. Fui a la pileta y traje el material. Con torpeza comencé a hacer rollitos que al montarlos unos sobre otros terminaban convirtiéndose en una vasija primitiva.

Lo hice con esmero aunque me sintiera insegura. A juicio del profesor no quedó perfecta como lo habían sido para él mis otros trabajos del año. Y perdí el examen. 

Yo no lo podía creer. ¡La única materia de trece  en la que había sido bochada! ¡Y por el maestro Homero ni más ni menos!

Mi rabia llegó al firmamento convirtiéndose en un sentimiento que experimenté de día y de noche durante todo el verano. 

En los primeros días de febrero a falta de arcilla me compré unos paquetes de plastilina de los que usan los preescolares y  practiqué en casa el modelado de cabezas de títeres.

La suerte quiso que aquel 15 de febrero del año 77, la suerte estuviera en mi contra una vez más. Ese día el profesor dijo con voz clara a las cuatro alumnas que había bochado en diciembre: «¡Modelado en arcilla!»

«Ja, ja, ja…» – sonreí para mis adentros – «¿Conque arcilla, no? ¡Ahora verá una cabeza de títere! ¡O mejor, dos!» 

Modelé una pareja de negritos candomberos con sus cabellos llenos de pequeñas motas, pañuelo con moño enorme, pintas de colores,  labios gruesos y nariz ancha,  orejas  como pantallas,   sonrisas francas y caras alegres de fiesta carnavalera.

En esa ocasión y por última vez, mostré algo diferente en mi creación plástica . Algo que iba más allá de la tradicional cabeza del rey o de la bella princesa, protagonistas indiscutidos de una obra de títeres infantil que se titulara igual que algún cuento de hadas. 

En ese trabajo, una vez más mi profesor vio otra cosa, algo típico, muy nuestro, entrañable y alegre: dos morenos de piel oscura igual a la de aquellos niños de tercer grado que veinte años después, serían los alumnos de mi clase ovacionados en un festival escolar cuando interpretaron «La murga de las estrellas».

«¡Seis en seis, para usted!» – dijo Homero al cabo de dos horas – «¿Vio que era necesario? Yo debía bocharla porque usted era capaz de demostrar que sabe mucho de estas cosas»…

Mi cara y mis labios no dijeron lo mismo. Hacía ya más de dos meses que mi querido profesor era víctima en mi interior de los peores insultos llenos de rabia contenida. ¡El trabajo de todo un año que nunca había sido tenido en cuenta! Creí que mi maestro había llegado a conocerme, cuando en realidad todo se había tratado de una gran mentira. Desde el fin del curso, una duda atormentaba mi mente:  «¿realmente yo servía para ser maestra?… ¿era verdadera vocación lo mío?»

Finalmente y con mucha educación recibí mi certificado de aprobación. Le tendí la mano sonriendo y me fui. Nunca más lo volví a ver.

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