Pequeñas Historias

Pequeñas Historias

Gabriel Abdel

28/01/2018

Él deslizaba la mano por su entrepierna. Borracha, sola y miserable, con medio ojo entrecerrado, miraba sin comprender lo que estaba pasando. Ambos bailaron, rieron, lloraron y se acostaron. Cruzaban miradas toda la noche, hablaban de un abismo insufrible, un agujero sin luz al fondo, un barranco que desenlazaba secretos ocultos que la vida cobraba como un impuesto diario. «Hay que pagar, hay que pagar», decían los demonios. Tomaban una pipa y fumaban tabaco barato. Servían ron en un vaso plástico hasta acabar con la botella, no perdonaban una gota restante. Personificaban un resplandor de lamento, cortejaban cada sufrimiento en un pedestal, hacían de la vida un drama amargo y concluían, mirándose fijamente a los ojos, susurrando frente a un público incompetente que todo lo que sucedía era producto de la insoportable sociedad. «La sociedad esto, la sociedad lo otro, la sociedad es una mierda, nadie me entiende, nadie te entiende, sólo yo te quiero, lloremos juntos, hablemos en este lado, tomemos otro trago». ¿Hasta cuando la soledad?, ¿Hasta cuando el vacío?, ¿cuando tomarán sentido las cosas?, ¿cuando querré poner un parado?. La vida estaba ahí, viéndolos, escuchando desgano e inquietud, esperando tranquilamente a que le dieran una orden, un parado a todo, al trajín de los días perdidos acostados en cama, riendo o llorando, tomando el teléfono cruzándose de mano en mano, esperando una llamada o un mensaje insensato vertiente de respuestas como si Dios fuera a tomar su celular desde el cielo y decir «déjame llamar a Checo para decirle que la está cagando», pero Checo, ¡tu sabes que la estás cagando! Era menester caer en la realidad, bajar de esas nubes y dar media vuelta al camino de las mentiras, un factor sine qua non, un efecto dominó que pronto llegaría a la otra punta. Era necesario salir del diafragma.

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