EL SEÑOR DE LOS EPÍTETOS

EL SEÑOR DE LOS EPÍTETOS

Sergio Neveu

02/04/2018

Su fama lo precedía. Era conocido y reconocido por los epítetos que lo definían a la perfección – según su humilde auto percepción y orgullo. No lo había decidido aún, pero presentía que “el maestro de los deseos” o “el sembrador de jindama” se había convertido en los últimos meses en el principal nutriente para su ego que mal cabía en su tórax. En la duda, se nutría de ambos, aunque libaba de los otros ocasionalmente cuando la situación así lo requería. Fama conquistada a través de publicaciones, tanto de artículos en revistas esotéricas, como también de libros y columnas insertadas en su página de internet. Este arsenal de divulgaciones configuraba su versión escrita y, en último análisis, su legado magistral. Discusiones y discursos emblemáticos, así como debates acalorados, constituían su adaptación narrativa con derecho a analogías, metáforas, una dosis de histeria y mucha auto promoción, por supuesto. Mantenía actualizada su teoría colocándola periódicamente en práctica con sectas, congregaciones, académicos, cofradías y toda institución o grupo de personas que representasen una creencia en sí misma. “Si no la ejercito, se atrofiará al igual que mecanismo de reloj en desuso. Tiene todo para funcionar perfectamente. No obstante, necesita de cuerda para demostrar su funcionalidad”- repetía para sí mismo incesantemente, como si fuera el mantra sagrado del escepticismo que lo elevaría al nirvana del vacío absoluto. Dicha teoría tenía como premisa básica el descrédito y ataba sus fundamentos en la descreencia absoluta de los principios religiosos, políticos o sociales como fuente de incentivos y estímulos para inducir a las personas a actuar de determinada manera dentro de los parámetros previamente establecidos. “No hay libertad, bajo el yugo de las convenciones”- proclamaba en tono categórico y timbre enfático, con alardes de excitación. Afirmaba que cualquier tipo de creencia, era un desperdicio de vida, un desahucio de la energía vital y una jubilación anticipada de la existencia. Sin embargo, se permitía creer en su propia descreencia como matriz generadora de sus actos. No aceptaba que otros depositaran sus creencias en terceros o en cosas externas como motivación para sus acciones y, consecuentemente, para la obtención de la satisfacción personal. “Es la eterna cantinela del camino que lleva al tesoro al final del arcoíris. Nunca se alcanza ni el camino, ni el tesoro, pero se mantiene encendida la neurosis paralizante del pensar”- vociferaba a plateas deslumbradas con su retórica y encandiladas con su descrédito creativo. Así como el ocio es la fuente de la creatividad y el negocio la aniquilación del ocio, la descreencia era el origen de la evolución personal y la creencia la pérdida de la evolución y el desperdicio de cualquier revolución existencial. Esta era su lógica ideológica. O sea, el señor de los epítetos era lo que se podría considerar un prototipo del nihilista.

Además de los mencionados, otros epítetos lo adjetivaban, como “señor de la soberbia”, o “mentor de la vanidad” y, últimamente, “antígeno de la sociedad” por el que sentía profunda admiración, aunque todavía no alcanzaba el nivel de los dos que últimamente disputaban la nutrición de su alma. En resumen, sus epítetos reflejaban el conjunto de fragilidades y vulnerabilidades a que todas las personas están expuestas por el simple hecho de estar vivas, mantener lazos de convivencia y atenerse a las normativas vigentes como sinónimos de sociabilidad y normalidad. Entre tantas y tantas hazañas, ostentaba con orgullo haber inculcado el debate en una comunidad de mendigos como forma de implantar el anarquismo a fin de administrar el viaducto donde pernoctaban, lo que resultó en una especie de guerra de guerrillas con derecho a atentados y emboscadas entre ellos, porque, entre otras cosas, el anarquismo no admite administración. Incitó a una familia a la desobediencia civil con vistas a no reconocer la autoridad paterna como siendo la primordial y definitiva. Generó como consecuencia, la separación de la pareja, el alejamiento de los hijos y la distribución equitativa de los perros que habitaban el hogar; todas consecuencias simbólicas del desarrollo individual y del camino para la auto responsabilidad, según su entendimiento. Persuadió a un oficinista mediocre y acomodado a imponer arrogantemente su calificación para un cargo superior, considerando su tiempo de servicio, su servilismo canino y su ficha laboral inmaculada. Redundó en un rotundo no como respuesta y su despido sin gloria ni conmemoraciones, así como una mancha lapidaria en su hoja de trabajo. “Sin embargo, pudiste conocer tu amor propio como compensación al disgusto laboral, lo que es mucho más significativo”- dijo para fortalecerlo, o para consolarlo, no se sabe exactamente cuál fue su intención. Tampoco, publicó en ningún medio el resultado alcanzado en esta epopeya profesional porque “un revés no significa una derrota de la teoría, así como la primera hoja marchita del árbol no anuncia necesariamente la llegada del otoño”. En una ocasión no muy distante, indujo a un sin número de mujeres a valerse de la vanidad como instrumento de ascensión social y financiera con lo que provocó un éxodo a las agencias de modelos, un desabastecimiento de silicona en el mercado y una batalla indescriptible entre ellas en función de la envidia resultante. Esto representaba una ínfima parte del potencial de la incredulidad como herramienta de realizaciones y la usaba, magistralmente, como tarjeta de visita. Se consideraba, sin falsa modestia, un malabarista de la manipulación, un artífice de los artificios y de las artificialidades, aunque, por supuesto, guardaba estos pensamientos para sí mismo, ya que comentarlos podría ser un suicidio involuntario o el despertar de la ira contenida.

Elevó su arrogancia a tal nivel de autoconfianza que se sintió capaz de desafiar secretamente al mito que se denominaba Señor de las Tinieblas para debatir con él sobre quién sería el Maestro del Ilusionismo y del Engaño. “Ambos títulos apropiados unilateralmente, arbitrariamente”- según él, “puesto que en ningún periodo de tiempo han sido colocados a prueba, o se convirtieron en objeto de reivindicaciones de ninguna especie por ninguna persona”. Por lo tanto, lanzó su mensaje desafiador al sabor de los vientos orientados a los cuatro puntos cardinales, como también envió una botella al espacio sideral con el mismo pensamiento sigiloso, “por las dudas. Nunca se sabe”- pensó de manera silente. Según su cuestionable recato era el único capacitado, para no decir predestinado, a retar públicamente a esta leyenda infundada, o simplemente inexistente. Paradojalmente, creía piamente que su desafío no surtiría efectos ya que no creía en la existencia de ésta o cualquier otra figura con tales atributos o cualquier atributo, ya que en nada creía. Lo que no supo fue que su reto audaz y silencioso fue escuchado por oídos ultrasensibles a afrontas que dudaban de su existencia y poder…

Sin sospechar que hilos invisibles tejían una tela enmarañada e inviolable, se dirigió hasta un pueblo recóndito respondiendo a la solicitud del alcalde que requirió sus servicios con urgencia, como constaba en el documento oficial del municipio que posaba en sus manos. El relato era aterrador, desalentador y al mismo tiempo una oportunidad servida en bandeja para el maestro del descrédito. Dicho regidor se enteró de sus milagros a través de un semanario de futilidades, banalidades y otras trivialidades depositado displicentemente en una mesa escondida de la barbearía que siempre frecuentaba. Le retiró el polvo acumulado en su capa, ojeándolo en la secuencia. Encontró una extensa entrevista del diestro nihilista versando sobre la transformación de la masacre intelectual de las convenciones vigentes en arma para la emancipación y realización individual y colectiva. Era exactamente lo que buscaba: un innovador, un visionario, aunque se tratase de un charlatán. Sin titubear y sin cortarse el cabello, redactó la carta con minucias y detalles que consideraba de la más alta gravedad para la perpetuación del pueblo en los mapas físicos y geográficos del orbe. En su narrativa, describía personas en avanzado estado de flojedad mental, desesperadas por su inactividad, que prácticamente suplicaban por una solución milagrosa, o no. Ante tal cuadro de inercia colectiva, solicitaba sus servicios a fin de infundir disensión y disconformidad contra los paradigmas dominantes como tratamiento para el desánimo generalizado que los azolaba, con el propósito de generar sinergia positiva en el pueblo que albergaba personas en estado letárgico crónico, narcotizadas con la aguda falta de vitalidad para engancharse en cualquier actividad que les impusiera pensar o ser creativos, en virtud de haber agotado sus energías tratando de consumar las creencias a las cuales habían dedicado todo su esmero y vigor, bien como entregado todo su tiempo y expectativas. Gente indolente con el devenir e indiferente con la cotidianidad, sin embargo, cansados de la desgana endémica que los acometía, rogaban por un milagro. Milagro muy bien remunerado, obviamente. Este factor, del cual decía prescindir en público, pero no en privado, fue el preponderante en la decisión del mesías de la descreencia. Carencia, rutinas, autonomía ilimitada, un pueblo como laboratorio de pruebas, dinero en abundancia: cebos hábilmente diseminados y plantados por el cuerpo que poseía oídos ultrasensibles, los cuales no originaron ningún tipo de desconfianza en el señor de los epítetos, aunque obedecían a una estrategia diabólicamente oculta y precisa.

El señor de la incredulidad llegó a la Villa que había requerido sus habilidades y aptitudes incontestables, dada su reputación y palmarés envidiable, donde encontró en la privación y la avidez por creer en algo diferente de lo convencional, o en alguien ajeno a los padrones establecidos, la fuerza motriz de sus futuras decisiones. Dichas razones se habían convertido en la fe ciega y en el único motivo de sobrevivencia de los habitantes de la Villa, que necesitaban fervorosamente de una nueva idea a la cual aferrarse, una promesa a ser aceptada incondicionalmente, o simplemente seguir el curso que el hombre epíteto les indicaría en función del peso avasallador que significaba el acto de pensar y el fardo que representaba salir de la flojera para tornarse creativos. La comodidad y la falta de diligencia eran características que describían a todos los villanos (1), tanto los buenos como los malos. Su petulancia le impedía aceptar opiniones diferentes de las suyas, debido a que, si las aceptase, no las creería por una cuestión de principios y coherencia, por lo que limitó su entrevista con todos los habitantes del pueblo a una simple pregunta:

“¿Quieres realizar un cambio profundo y significativo en tu vida?” Las opciones de respuestas fueron restringidas a marcar un sí o un no sin posibilidad de argumentar, inquirir o manifestar descontentamiento.

(1)En la época feudal, se designaba como villanos a todos los habitantes de las villas fuera del feudo, lo que, además, les atribuía la condición de herejes e infieles.

Estratégicamente, colocó la opción si antes del no, porque sabía que la incapacidad de pensar y el abismante peso de la comodidad de los habitantes superaría la curiosidad, la discusión o cualquier indicio de esfuerzo que lo obligase a reconsiderar o reformular su estrategia. No se arrepintió. Su ingeniosa táctica, como la describió soberbiamente, resultó como lo había previsto. Un volumen arrasador de si se sobrepuso a dos o tres menguados no. No se percató, o no le dio ninguna atención a un voto en particular que dejaba ver la figura indeleble de un tridente en su margen inferior y que sus orillas estaban chamuscadas por exposición al fuego, como si alguien hubiese encendido inadvertidamente un fósforo en su proximidad. En ese instante detuvo todo indicio de pensamiento, acción o reacción. Una pregunta singularmente insistente circundó su cerebro para posarse en el centro del sistema nervioso central: ¿Qué hago en este fin de mundo? – se cuestionó silenciosamente en letras mayúsculas, indicando que la intensidad de la duda no era menor.

En su afán de concluir rápidamente su prestación de servicios y abandonar aceleradamente dicho lugar, no se percató que su instinto primario le enviaba un mensaje de peligro inminente, intentando colocar un poco de sensatez en su cabeza y un poco de serenidad en su raciocinio para analizar en perspectiva los factores que lo llevaron hasta el fin del mundo, como describió la villa donde se encontraba. Sacudió su cabeza para, simbólicamente, desvencijarse de su línea de pensamiento y, al mismo tiempo, negar cualquier posibilidad de dejarse convencer por algo tan arcaico y básico como el instinto o la intuición…El cuerpo de orejas sensibles, frotó sus manos al enterarse de la reacción de su futuro oponente, aunque sabía, categóricamente, que otra opción era nula.

Inmutable y endiosado sin perder tiempo en conjeturas y análisis prosaicos, concluyó: – el diagnóstico es crítico y severa será la solución. La cizaña como antídoto de la desidia es lo que prescribo – Un silencio gélido, aterrador se hizo presente en el anfiteatro donde se reunieron las autoridades locales, los ciudadanos eméritos y algunos líderes comunales que habían vencido a la pereza para beber directamente de la fuente de sabiduría, además de un distinguido señor sentado en la última fila. Un ilustre desconocido, un insigne anónimo. Sin duda, no era uno de los villanos, aunque su presencia transmitía mayor truculencia que cualquiera de ellos. Y fue este señor, ahondado en años y en el asiento que lo acomodaba, el encargado de quebrar el silencio glacial que se apoderó del recinto, por cuatro motivos: primero, porque despreció y menospreció la retórica hábilmente proferida por el interlocutor. Segundo, porque el ambiente álgido le causaba incomodidad, puesto que estaba acostumbrado al calor candente de su tierra natal. Tercero, porque fue su obra diseminar el temor en el ambiente, por lo que se felicitó celadamente. Finalmente, el cuarto motivo no lo transmitió abiertamente, sino que lo dirigió telepáticamente al humano que desconocía su nombre en virtud de la cantidad de adjetivos que lo identificaban y de los cuales se vanagloriaba. “Hombre adjetivado, respondí a tu desafío subliminal”. No le transmitió ninguna otra letra, silaba o palabra. Tenía certeza que su lacónico recado era suficiente para provocar frío en su espina dorsal, presión en su esfínter y sudor en abundancia. Los síntomas visibles, como el sudor y temblor de sus manos, se pudieron constatar visualmente. Los invisibles, como el frío dorsal o el control del esfínter, hubo que confiar en el poder de persuasión del ser paranormal y en la honestidad del hombre adjetivado, como lo bautizó su interlocutor, para comprobarlos. Aunque esta acción, la de bautizar, no fue literal, sino figurativa ya que bautizar no consta en la relación de oficios del ser desafiado. Visibles o no, los síntomas desconcertaron sensiblemente la seguridad, confianza y arrogancia del desafiador. Dio la impresión que si tuviera un amuleto, un talismán o un crucifijo en ese instante, lo habría utilizado, a pesar de su no creencia en nada. Su hesitación pasó desapercibida para toda la platea presente, menos para el mito materializado en el recinto.

El hombre destellante se puso de pie – con lo que evidenció que estaba descalzo debido a que afiladas pezuñas le impedían usar cualquier calzado – para ser notado por todos los presentes, principalmente, por su incrédulo opositor. Con un gesto simple, casi de enfado, proyectó sobre las paredes figuras relativas a los siete pecados capitales, representaciones de los pecados veniales y prolongó el instante en que el pecado original mostraba a la instigadora serpiente. No pronunció una única palabra en la medida que exponía sus imágenes. No se detuvo ni se mostró satisfecho con esta relación de figuras proyectadas. Reveló, en la secuencia, los cien pecados del islam y las diez acciones no virtuosas del budismo, convencido de que su mensaje había sido captado y entendido.“¿Crees en mi existencia ahora? Al final, tú me invocaste en tu descreencia. Apenas como comentario sin importancia te menciono mi epíteto preferido: “señor de la alevosía” ya que te enorgulleces tanto de los tuyos. Te sonará falso lo que diré, pero te diré la verdad, aunque reconozco que esta no es mi fortaleza. Tampoco espero que tu incredulidad se convierta en su opuesto, ya que una de mis grandes realizaciones ha sido infundir el escepticismo sobre mi existencia entre los humanos para desorientarlos y generarles dudas que los hagan creer que puedo o no, existir. En esta ambigüedad fundamento mi acción y amplío mi poder. Por acaso, ¿no vacilaron tus principios con esta demostración de mi grandeza? Y si no fue por esta razón ¿no te convencieron mis pies descalzos, o mi mensaje intangible? Ante tales argumentos indiscutibles, el epíteto ambulante tuvo su segunda hesitación, un violento zarandeo en los principios tan bien elaborados y sustentados a lo largo de su carrera. En un instante diminuto, percibió que su fe inquebrantable en la incredulidad se desmoronaba como estatuas de arena sujetas a la acción del oleaje. A fin de no crear una imagen de hombre de principios maleables o de no transformarse en un prosélito del ser con pezuñas que actuaba a través de ponzoñas y telepatía, fingió no haber sido afectado ni por la audición extrasensorial, ni por la demostración de poder, ni por los pies descalzos. No podía permitirse esta apostasía sin establecer, por lo menos, un vestigio de litigio, una discordancia, aunque fuera de disonancia, resonancia o concordancia, o crear un estado de confusión que girase entre la imposibilidad de una aclaración o de su total comprensión, con el objetivo de preservar su reputación y mantener su cuenta corriente con saldo extremadamente positivo.

Por este motivo, lo inquirió a ejecutar una de sus nigromancias pensando que sería incapaz de realizarla con lo que desnudaría su farsa e impostura, consagrándose vencedor de una batalla que, en su interior, sabía perdida.“¿Te atreves a hacerlo?”- pregunto casi con desdén y displicencia intentando transmitir lo que le restaba de confianza y seguridad en su solicitud como forma de asegurar que la derrota no fuese tan avasalladora y dolorosa. O sea, una vergüenza pública y notoria que redundaría en una reputación quebrantada, dilacerada y por ende en una cuenta corriente debilitada por no decir raquítica.

El maestro del oficio de tinieblas, no se inmutó ante tal desafío. Lo consideró infantil, ingenuo, casi despreciable. No obstante, como se trataba de ratificar su endemoniada hegemonía no vaciló. Sacó un juego de naipes para ejecutar el truco más simple de adivinación de una carta cualquiera. Lo consiguió, aunque también consiguió risadas de la platea porque entendieron como demasiado trivial lo que habían presenciado, considerando el despliegue con que se presentaba esa figura hasta ahora no tan respetada. “Al diablo con todo”- dijo para sí mismo. No fue solo una forma de expresión sino también una actitud de reafirmar su ego herido por las burlas y carcajadas que reverberaron en el auditorio multiplicando su volumen con la prolongación de sus sonidos debido a su acústica. Rojo de rabia, de la cual también ostentaba un epíteto que no recordaba en ese momento, el ser protervo sacó una manzana de su bolsillo y la extendió a todos los presentes incitándolos a morderla. “Ésta no es una manzana cualquiera. Fue cosechada del mismo árbol existente en el edén que dio origen al pecado, a la culpa y al trabajo. Ustedes son la consecuencia de esa mordida. Todos sus males, sus sufrimientos y dolores derivan de una decisión sobre la cual incidí directamente enroscado en el tronco del manzano. Los insto a que muestren su valentía y den una mordiscada a esta fruta pecaminosa”. Un silencio infernal tomó cuenta del recinto. Ninguno de los participantes osó aceptar el desafío.

Algunos miraron para otro lado, otros se fingieron sordos y muchos aguardaron que los sordos y ciegos tomaran la iniciativa. El hombre que había olvidado hasta su nombre debido a la proliferación de epítetos y su identificación con ellos, admitió la derrota en función de que la perplejidad, la duda y la pusilanimidad se apoderaron de los corazones y almas existentes en el salón. “Reconozco que, cual agnóstico, no me cabe otra opción que creer en lo que veo. Tengo que admitir que esta trama diabólica es irrebatible e insuperable en su contenido. No puedo negar la relevancia ni el impacto generado por el gesto de morder esa manzana. Se transfiguró en el fundamento de nuestra existencia, transformándola en esclava por un fruto prohibido que ni siquiera me gusta tanto así. Sin embargo, también digo que por este mismo motivo, de ahora en adelante haré lo posible e imposible para convertir la vida de este maestro del engaño en un infierno” – mencionó sin percatarse que su imprecación era un regalo pare su oponente.“No le daré tregua ni seré misericordioso con sus errores, que tal vez sean deliberados”. Tan luego concluyó su discurso, el ex hombre epíteto se retiró de la Villa bajo la maldición de todos los aldeanos y con la bendición del señor de la sordidez que una vez más había sembrado la maledicencia como solución a los problemas de desidia, incongruencia y descreencia evidenciados por los seres humanos.

“Salgo del espectro de las leyendas urbanas o rurales para entrar al escenario de las posibilidades, porque prefiero mantener el misterio de mi existencia intacto”- dijo inaudiblemente el mito que ahora ostenta más epítetos que cualquier humano. El único privilegiado que escuchó dicha frase, era un hombre anónimo, ya que carecía de nombre, apodos, epítetos o cualquier otra denominación que definiera a su persona.

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