Los besos en la literatura y el cine

Los besos en la literatura y el cine

Lo difícil es quedarse solo con unos pocos besos. La vocación ejemplarizante que tuvo en sus comienzos la literatura, con historias morales que debían servir de modelos para la conducta de sus lectores, y que poco a poco se fue haciendo minoritaria, o al menos mucho menos obvia, ha conservado paradójicamente este espacio -uno de los más íntimos- para seguir haciendo pedagogía. La literatura y sobre todo el cine se han convertido en los grandes educadores de los afectos, los modelos con el que hemos aprendido todos en un primer momento a besar. Lo que podemos plantear como un círculo virtuoso que conecta sentimentalmente las experiencias vividas con las leídas y vistas en películas.

Bukowski besa su máquina de escribir

Os señalamos unos cuantos ejemplos de besos. Primero en la literatura.

El cómplice. En Rayuela de Julio Cortázar: 

Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar, hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara, una boca elegida entre todas, con soberana libertad elegida por mí para dibujarla con mi mano por tu cara, y que por un azar que no busco comprender coincide exactamente con tu boca que sonríe por debajo de la que mi mano te dibuja.
Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio. Entonces mis manos buscan hundirse en tu pelo, acariciar lentamente la profundidad de tu pelo mientras nos besamos como si tuviéramos la boca llena de flores o de peces, de movimientos vivos, de fragancia oscura. Y si nos mordemos el dolor es dulce, y si nos ahogamos en un breve y terrible absorber simultáneo del aliento, esa instantánea muerte es bella. Y hay una sola saliva y un solo sabor a fruta madura, y yo te siento temblar contra mí como una luna en el agua.

El primero. En Las batallas en el desierto, de José Emilio Pacheco:

Solté mi mano de la suya. Me levanté para salir. Entonces Mariana me retuvo: Antes de que te vayas, ¿puedo pedirte un favor?: Déjame darte un beso. Y me dio un beso, un beso rápido, no en los labios sino en las comisuras. Un beso como el que recibía Jim antes de irse a la escue­la. Me estremecí. No la besé. No dije nada. Bajé corriendo las escaleras. En vez de regresar a cla­ses caminé hasta Insurgentes. Después llegué en una confusión total a mi casa. Pretexté que esta­ba enfermo y quería acostarme.

El experimental. En Salvar el fuego, de Guillermo Arriaga:

Pedro y yo nos metimos al agua y recargados en la orilla comenzamos a rozarnos con los pies. Parecía un juego inocente, pero poco a poco fuimos enlazando nuestras piernas. Nos quedamos mirando y sonreímos. «Ya párale», le dije bastante excitada. «Ya la paré», bromeó él y señaló hacia su traje de baño. Un bulto erecto surgía por entre la tela. «A ti nunca te han gustado las mujeres», le reproché. «Nunca», respondió, «ni me van a gustar. Marina, tú no eres una mujer, eres una diosa», sonrió y me besó. Traté de evadirlo, pero él me detuvo la cabeza con ambas manos. Nos besamos unos segundos y me separé de él. Con el mentón señalé a Héctor que dormía profundo en el camastro. «¿No te importa?», le pregunté. «Claro que me importa, si es el amor de mi vida. Pero quiero probar.» Nos quedamos en silencio.

Uno mucho más oscuro. En Fóllame, de Virginie Despentes:

En cuanto cierra la puerta el viejo ya le está sobando el culo.
Se queja:
–Sabes que prefiero que llames desde abajo, por si mi hijo aún está en casa.
Billetes doblados sobre la mesa. Hule beige con algunas quemaduras de cigarrillos y cercos oscuros allá donde han puesto cacerolas hirviendo sin salvamanteles.
Nadine se guarda el dinero en el bolso, se quita la chaqueta y se desabrocha la falda.
Él apaga la luz, deja la tele encendida, se quita los pantalones, se sube el jersey y se tumba en el colchón que está en el suelo. Ha doblado las piernas y no deja de mirarla, sonriendo. No a ella, sino que sonríe al pensar que se le pondrá encima y hará lo que él le diga. Parece un pollo gordo y triste, con esas piernecillas y ese barrigón. Le pide que no se quite los tacones y se acaricie los pechos. Siempre lo mismo. Es uno de sus clientes más antiguos.
Seguro que le meterá la lengua en la boca. Le dejó hacerlo una vez y ahora siempre quiere besarla. Recuerda una novela en la que Bukowski contaba que para él lo más íntimo era besar en la boca. En aquel momento le pareció una reflexión chorra. Ahora la entiende muy bien. Entre los muslos, bien lejos de la cabeza, consigues pensar en otra cosa. Pero la boca, eso sí que te colma.
Durante un rato se mueve como una tonta al pie de la cama, mientras él se la pela mirándola. Luego le pide que se tumbe y la monta.
Le aparta el cabello de delante de la cara, dice que quiere verle los ojos. Se pregunta cuánto daría por verle las entrañas. ¿Qué se imaginarán los tíos que esconden las chicas para querer siempre verlas por todas partes?

El que se abre paso. En El amante de lady Chatterley, de D.H. Lawrence:

Con extraña obediencia, Connie se tendió sobre la manta. Luego sintió la mano suave, a ciegas, llevada por un deseo incontenible, que tocaba su cuerpo, buscaba su cara. La mano le acarició la cara suavemente, suavemente, con infinita calma y seguridad, y, por fin, Connie sintió el suave contacto de un beso en la mejilla. Yacía muy quieta, como dormida, como en un sueño. Se estremeció al sentir la mano del hombre buscando suavemente a ciegas, con dominada torpeza, entre su ropa. Sin embargo, la mano sabía desnudarla como quería. Deslizó hacia abajo la prenda de delgada seda, despacio, cuidadosamente, sacándola por los pies de Connie. Luego, con un estremecimiento de exquisito placer tocó el cuerpo cálido y suave, y, por un instante, tocó el ombligo de Connie con un beso. Y tuvo que entrar en ella inmediatamente, tuvo que penetrar la paz de la tierra de su cuerpo suave y quieto. El momento de penetrar en el cuerpo de una mujer era para él el momento de paz más pura…

El virtuoso. En Hamlet, de Shakespeare:

Romeo: (Tomando la mano de Julieta) Si con mi mano he profanado tan celestial altar, perdóneme. Mi boca borrará la mancha, cual peregrino ruboroso, con un beso.
Julieta: El peregrino ha equivocado el sendero pese a que parece devoto. El palmero únicamente ha de besar manos de santo.
Romeo: ¿Y no tiene labios el santo lo mismo que el romero?
Julieta: Los labios del peregrino son para orar.
Romeo: ¡Oh, es una santa! Cambien pues de oficio mis manos y mis labios. Ore el labio y otórgueme lo que le pido.
Julieta: El santo escucha con tranquilidad los ruegos.
Romeo: Entonces, escúcheme tranquila mientras mis labios oran, y los suyos se purifican (La besa).
Julieta: En mis labios queda la huella de su pecado.
Romeo: ¿Del pecado de mis labios? Ellos se retractarán con otro beso (La besa nuevamente).
Julieta: Besas muy virtuosamente.

Y también en el cine. El primer beso, en La vida de Adele de Abdellatif Kechiche:

El beso prohibido. En Los 400 golpes, de François Truffaut, Antoine Doinel ve a su madre besándose con un hombre que no es su padre:

Y tantos y tantos besos censurados. En Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore: El director asiste a un montaje de los besos censurados y expurgados de las películas. Entre otros besos: Vittorio Gassman y Silvana Mangano en Arroz amargo, el de Cary Grant y Rosalind Russell en Luna nueva, el que Jane Russell da a la cámara en El forajido, los de Charlie Chaplin y Georgia Hale en La quimera del oro, el de Errol Flynn y Olivia de Havilland en Robin de los bosques, el de Rodolfo Valentino en El hijo del caíd, los de James Stewart y Donna Reed en ¡Qué bello es vivir!, el de Totò Mignone en La tierra tiembla, los de Marcello Mastroianni y Maria Schell en Noches blancas, el de Jean Gabin en Los bajos fondos, el de Helen Hayes y Gary Cooper en Adiós a las armas, los de Alida Valli y Farley Granger en Senso, el de Vittorio Gassman en El caballero misterioso, el de Anna Magnani en Bellíssima, los de Greta Garbo y John Barrymore en Grand Hotel, los de Spencer Tracy y Ingrid Bergman en El extraño caso del Dr. Jekyll

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