El caballo de Cristal

EL CABALLO DE CRISTAL

Cansados y hambrientos, luego de varias jornadas atravesando un buen pedazo de la selva angolana para cazar a un grupito enemigo, vinimos a darnos cuenta los de estómagos delicados que no hay cómo la carne de mono accidentalmente caída a balazos y asada en un brasero al aire libre, aunque faltara una poquita de sal para completar el triste aderezo hecho a base de las miradas de los demás seres en el bosque a través de las ramas y las hojas de los árboles. Nos resistíamos a llevarnos a las bocas esos gordos y mantecosos gusanos blanco-marfileños. Habíamos presenciado cierta cacería con cena incluida y avanzábamos con las narices torcidas y el regusto almizclado en el paladar de nuestro primer y último macaco.

Recuerdo detalle a detalle: días atrás y al principio del bestial recorrido en el que muchos terminamos sujetando las suelas de las botas con alambres, alguien con una cámara filmadora, creo que camarógrafo del ICAIC[1], cayó prácticamente de nalgas cuando enfrentamos un río de no muy profundas aguas pero sí de lecho amplio y salpicado de rocas enormes y pulidas y de mujeres y de niños bañándose en medio de franca algazara, todos de estatura y belleza excepcionales. Creo que se trataba de una de las tantas tribus que conforman el pueblo de los cuanhamas, pues así dijo alguien de la zona que les llamaban.

Una de las preciosas jóvenes, absolutamente desnuda como todos y de cuerpo escultural, estaba fuera del agua y se inclinaba adelante para frotar enérgica a la vez que con inusitada delicadeza la piel de muslos y piernas con una pequeña piedra recogida en el mismo río. Su achocolatada piel brillaba a la caliente luz del sol de media mañana. Y el agua al tobillo, cual espejo mágico, la convertía en dos mujeres inverosímiles entre las cuales no sabíamos ya cuál era la más bella. Sin dudas, estábamos en presencia de la encarnación de la zalamera diosa yoruba Ochún, pero con el reposado porte de la diosa Yemayá. Era tan sensual que daban ganas de poseer hasta el aire respirado por ella, pero cuidadito ahí porque su compostura majestuosa la colocaba a tanta distancia de todos que únicamente se la podía disfrutar con el sentido de la vista. Y en silencio, pues hay placeres que se esfuman ante una simple palabra.

Estábamos boquiabiertos al borde de la incesante corriente fluvial.

Los niños y demás mujeres en la parte más honda, como si no nos vieran, seguían bañándose con el vocerío característico y también lavando tejidos de colores diversos, donde las transparentes aguas ondulaban rojas, verdes, amarillas, azules, capaces todas de colocarnos ante los locos y enroscados cielos del pintor holandés Vincent van Gogh.

Fue en ese preciso instante cuando el camarógrafo enfocó su aparato; empezaba a darse banquete. Nosotros, ni hablar.

La Ochún encarnada levantó su cabeza y resultó aún más divina la visión por la belleza del rostro, de ojos grandes, nariz pequeña y dientes blanquísimos en una boca perfecta, con labios llenos mas no en exceso. Había en su cara una de esas sonrisas misteriosas, a lo Mona Lisa, que evidenciaba una sarta de recuerdos o de pensamientos que le venían de muy adentro. Váyase a ver por dónde andaba, tan lejos del río y de nosotros.

Lo mejor sin embargo era la naturalidad solemne con que movía el cuerpo de sobrecogedora seducción, como si nosotros fuésemos árboles o troncos de los que emergían extrañas ramas pues únicamente vestíamos uniformes verdeolivo, portábamos fusiles, cuchillos, cartucheras para más cargadores llenos de proyectiles, granadas, cantimploras y mochilas atestadas de alimentos tan comprimidos que no había humanidad posible en ellos.

Aquella beldad parecía no darse cuenta de que era objeto de nuestras miradas y comentarios en voz baja, increíblemente respetuosos, al borde mismo de las límpidas aguas. No nos veía, no existíamos para ella.

De repente, dio por terminado el aseo matinal. Salió del agua como si viniera a nuestro encuentro, pero se inclinó ante una roca de donde recogió la cadena fina con la que se “vistió”, anudándola en torno a la cadera. Colocó otra cadena por sobre el cuello y la cruzó en medio del pecho para descenderla debajo de los túrgidos senos, anudándose entonces esta última cadena a la de la cintura en dos puntos bien separados y por delante. Entre ambos pendían plumas de avestruz o cepilladas tiras de cuero o vaporosos hilos de algodón, qué se yo, los cuales conferían un aspecto bastante decoroso al atuendo. Confieso que era imposible mirar todos los pormenores, a la vez, sin perder de vista lo principal.

Ya “vestida” volvió a inclinarse para recoger de la misma piedra par de largas púas, creo que de los llamados puercoespín, además de un cuenco hecho de un güiro seco o de las llamadas calabazas. Echó a andar entonces y fue cuando casi caímos de rodillas ante aquella joven mujer que, cadenciosa, pasaba a nuestro lado y por la que debíamos levantar los rostros, con las bocas abiertas. Era la sensualidad pura y personificada, mas no de las vulgares; se trataba de una muy refinada sensualidad, digo la que viene del alma y se muestra a los ojos de los demás sin que su dueña pretendiera hace gala de ello.

Estábamos conmocionados, más aún el camarógrafo, quién se daba banquete filmándole cada uno de los hechiceros movimientos. ¿Por qué lo hacía, digo filmarla? Nunca quedó claro para nadie si era para su cosecha personal y disfrutarla luego en su casa habanera, acompañado de una botella de ron y de las risas y los comentarios subidos de tono de otros hombres, o meterla de cabeza en uno de esos documentales sobre alguno de los tantos lados bellos de la Naturaleza. Pero, repito, ella no actuaba, no le importaba nuestra presencia o sencillamente vivía más allá de nosotros.

Y bien, la estatua viviente se alejó –con nosotros al retortero, sobre todo el camarógrafo–, hacia algunos troncos de árboles tumbados entre la hierba y llevando las dos largas púas de puercoespín además de la media jícara. Las púas medirían treinta o más centímetros de largo y eran de superficie negra y brillante, con partes intermedias más claras. Parecían simples e inofensivos pelitos en sus manos, pero podían llegar a ser mortales si se les manipulaba adecuadamente. Ya al lado de los troncos gruesos y nada chicos, la joven se agachó para voltearlos con facilidad apareciendo la parte húmeda llena de hongos, de hormigas y de todo tipo de sabandijas corriendo asustadas.

Golpeó la corteza con el puño y vimos cómo se partía y abría para caer al suelo gusanos grandes, gordos y blanco-marfileño. Sin pérdida de tiempo, creo que sonriendo, los reunió uno a uno en la vasija. Y con la preciosa carga en la mano izquierda se dirigió a una hoguera medio apagada, en la ribera del río. La reavivó atizándola y agregándole ramas secas. Sólo entonces echó fuera los gusanos en una apurada concavidad creada con la punta del pie derecho en la misma arena, al lado de las piedras que resguardaban el fuego, para tomar el primero –como hiciera Polifemo con uno de los hombres que acompañaban a Odiseo en su aventura– y lo exprimió dejando caer una especie de “salsa” en el cuenco, la cual supusimos utilizaría más adelante. Sólo entonces ensartó con una de las púas el cuerpo ya desmadejado y lo “asó”, al tiempo que pasaba su lengua por sus labios…

Empezábamos a retroceder, asqueados, cuando vimos cómo mordía y chupaba el gusanote con más deleite que hambre, sin dejar de sonreír por alguno de sus muchos pensamientos o recuerdos.

El camarógrafo bajó el aparato, apagándolo, a la par que comentaba su intención de nunca jamás mostrar los fotogramas a nadie. Llegó a escapársele incluso que en algún momento velaría la cinta o la botaría. Nadie más dijo una palabra siquiera. Horas después y a muchos kilómetros de aquella mujer y el río, algunos rompimos el silencio para quejarnos de lo chocante que podía llegar a ser la vida. Otros hablaban de lo estúpidos que habíamos sido al no aceptar o por lo menos tolerar aquel gusano “asado”. Total, recalcábamos unos y negábamos otros, hay quienes opinan que los pollos son más repulsivos por todo lo que comen y de los cerdos ni se diga, pero –sin ningún asquito– los incluimos en nuestro yantar con las más refinadas recetas, sobre manteles finos y a la luz de las románticas velas dispuestas sobre candelabros de plata.

Pero los motivos para las emociones iban en aumento y no precisamente debido al grupito enemigo que perseguíamos, ni a las desaforadas opiniones sobre la bellísima Ochún zampándose aquellas tostaditas delicadezas, sino a la veintena de niñas y niños capturados por nuestra vanguardia. Los había de los más variados colores y tamaños aunque de edades parecidas y afirmando todos, con fuertes carcajadas, que eran hermanos y que todos vivían en el mismo hogar con el único padre de todos ellos, no lejos del sitio donde fueran apresados.

Lo más llamativo no era que los hubiese casi blancos y también negros retintos, además de que buena parte de ellos tenían ojos verdes y no pocos mostraban iris azules, sino que en general fuesen de elevada estatura y no hicieran el más mínimo intento por escapar, se echaran a reír hasta de las señas que se hacían a pesar de la tensa situación en el ambiente y repitieran orgullosos el parentesco sanguíneo aun cuando insistiéramos en llamarles mentirosos.

-Muy bien, queremos hablar con el padre de todos ustedes –dijimos al fin, convencidos del embuste tonto y de que aparecerían varios hombres con los que podríamos conversar para estar seguros del terreno que pisábamos. Necesitábamos orientarnos mejor, recibir información más o menos fidedigna que confirmaríamos con otros informantes a medida que avanzáramos sobre la zona para perseguir al grupito enemigo que de todas maneras íbamos a darle caza por el par de emboscadas hechas en las que habían caído par de cubanos y no pocos angolanos. Necesitábamos el conocimiento y la experiencia de un adulto, preferiblemente un hombre, y nos dejamos guiar por los niños hacía donde decían vivir junto al supuesto y único padre.

Anduvimos menos de cien metros cuando empezamos a atravesar un campo arado, creo que sembrado de algo. Se veían los primeros brotes. Para mí era hierba vulgar, pero alguien con ascendencia campesina reconoció las matas de yuca. Y explicó que el pueblo angolano elabora uno de sus platos principales, el desconocido funche para nosotros, con los gordos y valiosos bulbos de esa planta crecidos bajo tierra. Dijo que los rayan, los convierten en harina y, mezclando esta con agua caliente, hacen una especie de almidón grueso semejante a gelatina al que no le añaden sal ni grasa. Es el acompañante de las carnes, los pescados y cualquier otro alimento en el que haya una poca de salsa.

Luego de aquel campo seguía una tupida arboleda con todo tipo de frutos, a través de la cual se entreveía la inmensa casona pintada de blanco y con amplísimos portales en las cuatro caras, adornadas de pisos brillantes como espejos y todo tipo de asientos dispuestos en las más inimaginables posiciones. Estaba claro que sus moradores tenían con qué disfrutar de la existencia y sabían cómo hacerlo. Todos los niños a la vez tendieron sus brazos y afirmaron vivir allí, además de ser hijos de Luizinho, el dueño de la fazenda.

Como respuesta a nuestra llegada, un poco que reteniendo a la pandilla para que no escapara a la desbandada aunque se veía que no tenía intención de huir, una veintena de mujeres de piel negra se adelantó al encuentro. Parecían alegres, pero no estábamos muy seguros de ello. Todas envolvían sus cabezas con paños de muchos colores y la mayoría cargaba hijitos pequeños todavía atados a las espaldas con telas que cruzaban sobre los pechos y las anudaban a las cinturas. Nos hablaban al mismo tiempo o gritaban, mejor dicho. Una verdadera algarabía. Estábamos impresionados por el “recibimiento” en el que todas afirmaban con sus dedos índices clavados en sus propios pechos ser la mujer número uno de Luizinho, la esposa principal de Luizinho, la más querida y la que más quería a Luizinho…

Éramos unos veinte hombres armados hasta los dientes, pero las mujeres junto a sus hijos nos superaban ampliamente en número. Hubo un momento en que cada uno de nosotros estuvo rodeado de tanta gente bloqueándonos y de tantas manos tocándonos por todas partes que por un momento temimos por nuestras vidas. O yo por lo menos temí por la mía.

De repente y quizás para darle espectacularidad al recibimiento, escuchamos palabras en portugués y también en uno de los dialectos de la región en que nos encontrábamos; eran expresiones que llegaban a nuestros oídos envueltas en un vozarrón, pero no veíamos a su dueño. Él se encontraba al otro lado de una pared con un gran martillo en las manos. Clavaba o machacaba algo. Dejó de hacerlo, se irguió cuán alto era y se acercó a nosotros. Era un hombrón corpulento, de casi dos metros de estatura, recias espaldas y brazos como remos. Lo más llamativo eran sus intensos ojos azules que resaltaban en el rostro colorado y sonriente, con descuidada barba entre rubia y canosa. Nos dio la mano a todos, apretándolas con gran sinceridad. Era ese tipo de gente que no esconde nada.

Nosotros queríamos información sobre el terreno para continuar, pero él se imponía con su vozarrón y la autoritaria actitud de quién está acostumbrado a que se le obedezca. Nos hizo pasar a una espaciosa sala en el interior de la casona para que nos sentáramos en rústicos aunque mullidos sofases, que él no tardaría en traernos algo de beber para celebrar el encuentro. Dijo esto último con tal alegría que la trasmitió a todos en cada gesto.

-¡Cómo se ve que a este infeliz no lo visita nadie, jamás! –Comentó el negro Inocencio, uno de los que era un echao pa’lante con la palabra y con el dedo en el gatillo, a pecho descubierto en todos los casos.

Con más razón nos miramos a las caras preguntándonos sin hablar si era alguien en quién se podía confiar. ¡Claro que sí!, fue la respuesta unánime, también sin hablar. Aunque para ser honesto, era un gran absurdo pues en Angola había una guerra cruenta en la que de pronto veníamos a toparnos con un oasis de paz cristalina. Como para no dar crédito a nada. Pero aceptamos de buena gana la invitación porque el futuro era incierto y quién sabía si se trataba del último descanso, acompañado de risas. Digo de las risas que en ese momento eran todavía las nuestras.

Las sorpresas no habían sino comenzado porque el tal Luizinho se apareció en la gran sala viniendo desde otra habitación y con las riendas de un caballito en sus manos. La bestia, que parecía un pony de estatura regular, digo a la cintura del anfitrión, le seguía obediente rodando sobre cuatro pequeñas ruedas insertadas cada una de ellas en cada una de las patas de cristal transparente. Era un caballito todo de cristal del que pendían, por los lados, infinidad de pequeñas copas asidas por sus agarraderos. Tenía el cuerpo lleno hasta las orejas de un líquido semejante al agua… Esta última apreciación hizo que volviéramos a mirarnos por lo que a la vez negamos que el contenido fuese inocente y pura agua. Y de solo imaginar qué tipo de brebaje acababa de aterrizar ante nosotros se nos cayeron las mandíbulas y nos quedamos con las bocas abiertas. No podíamos articular palabra. Hacía meses que no entraba una gota de alcohol en nuestros torrentes sanguíneos y la oportunidad parecía haber salido de una lámpara mágica.

El tal Luizinho, de pie ante nosotros, nos contemplaba y disfrutaba con la sorpresa.

Dijo de pronto:

E o meu White Hourse –comprendimos entonces que se trataba del conocido whiskey Caballo Blanco, de cuya marca decían que había una destilería en la misma Angola. Pero, sin dejar de hablar y como en una puesta en escena, el mismo hombre de nacionalidad portuguesa –eso suponíamos todos– desenganchó una de las copitas, extendió su brazo izquierdo hasta colocar la vasija ante la punta del “pito” del jamelgo y con la mano derecha accionó la cola como si se tratase de una bomba con la que se extrae agua de un pozo.

Nosotros le mirábamos, expectantes.

¡Pues el caballito “orinó” una medida exacta que Luizinho llevó a sus labios y tragó con regodeo! Sus ojos se inundaron de chispas brillantes. Aquello prometía. Nos había demostrado además que el líquido no estaba envenenado y que era de los que servían para propinar patadas a las angustias, sepultar los feos recuerdos, poner a flote los buenos y sobre todo liberar las lenguas. Esto último fue lo que hicimos todos, luego de la obligada y continua fila «a lo cubano» para deleitarnos con el “meado” del animal.

-Ven acá, Luizinho -se interesó Inocencio-, ¿tú eres el gallo-padre en este gallinero?

Hubo un estallido de risas. Y las más fuertes salieron de la garganta de aquel hombrón.

-Si vocés supieran, jajajajajajaja -añadió con el característico acento portugués, y no dijo más. Pero los veinte hombres allí presentes comprendimos y casi vimos las posiciones adoptadas en cada caso.

Detalle que ninguno de nosotros pasaba por alto era que ni una sola de las “esposas”, ni de los hijos, asomaba siquiera la punta de la nariz y eso nos dio la medida de que quizás él fuera ese tipo de gente que no comparte con la familia sus ruidosos festejos, para imponer el orden y el respeto por encima de todo. Tampoco ninguno de nosotros hubiera hecho una sola pregunta al respecto porque cada cual barre la casa que le pertenece en la dirección que le conviene o sencillamente como le da su real gana. Lo importante fue que desde la primera “meada” el magnífico corcel ya no dejó de “mear”. Era un verdadero río provocando risas y más risas y comentarios cada vez más subidos de tono con la consiguiente división del sólido grupo de curtidos militares trocados de pronto en grupitos de simples mortales que se arrancaban las palabras de las bocas como niños en un recreo escolar de los primeros grados.

Yo por mi parte me envalentoné luego de una de mis tantas copas, elevé el tono de voz y sin venir a cuento dije que el whiskey era uno de los más fuertes símbolos del capitalismo, que había nacido en el mismo seno capitalista…

-¡Pues el capitalismo es muy malo! –agregó otro y llovieron las risas.

-¡Sí, que tenemos que acabar con este capitalismo!

-¡Entonces, a combatirlo hasta la última gota!

Y con más razón a partir de entonces todos los hombres, exceptuando a Luizinho, nos colocamos a horcajadas sobre la pequeña bestia transparente para galopar más allá de la mata angolana, más allá de las fronteras del país africano, más allá del Océano Atlántico y, ya en el Caribe, en nuestra Isla, nos fuimos –cada cual, como pudo– hacia las ciudades, los pueblos y los campos de dónde habíamos venido y entramos silenciosos en los hogares para deleitarnos con la presencia de los hijos, las esposas, los padres, las madres, los hermanos, las novias, los amigos, las calles, los olores, los sabores, los recuerdos de quiénes ya no estaban…

El caballo de cristal galopaba y galopaba y ya iba por la barriga, pero nadie se sumergía en el desconsuelo pues había suficiente combustible para sacarse de entre pecho y espalda todos los desesperos del mundo.

Luizinho era el único que no intervenía en aquella desaforada exposición sentimental; él no sacaba a relucir ninguna de sus remembranzas, no podía, carecía el pobre de puntos de contacto con nuestras vivencias, con la manera de sentir y de hablar nosotros los cubanos; estaba muy serio, vaciando una y otra vez su copa y andando de grupito en grupito en los que escuchaba historias y más historias que le eran ajenas y desconocidas y que de ninguna manera podían tocar su corazón por ninguna de las muchas partes en que pueden ser tocados los corazones de los hombres.

Hasta que de repente estalló en llanto. Ver aquel hombrón llorar y, lo peor, lamentándose cual bestia herida fue sobrecogedor para todos. Callamos.

“¿Qué ocurre, por qué berrea así?”, fue la pregunta que flotó en la cálida atmósfera de la acogedora sala, aire que de pronto se volvió sólido, pesado, como de piedra porque el silencio se había impuesto de tal manera que, cual sortilegio, deshacía madres, padres, hijos, esposas y hasta los mismos sabores, digo que se esfumaba de nuestras conversaciones todo lo que amábamos en el terruño como con un mágico pase de mano porque Luizinho, de pie en medio de la sala, aclaraba en perfecto español que su nombre real era Luís o Luís Armando Venegas Paneque, hijo de Aurelio Venegas y de María Serafina Paneque…

Únicamente le mirábamos, tratando de anticiparnos a sus intenciones.

Él seguía, luego de secarse los ojos y aclararse la garganta con un buen trago:

-Díganme si la cafetería “Raúl” existe todavía en calle 51, en Marianao…

-¡Tú eres cubano!-fue la exclamación que brotó de más de una garganta.

-Hace catorce años salí huyendo del comunismo –dijo moviendo su cabeza arriba-abajo– y ya ven, me agarra aquí, a dos mil kilómetros de Luanda, a miles de kilómetros de la civilización…

Empezamos a ver cómo el “enemigo”, el “apátrida”, el “gusano”, el “desideologizado” se hacía de carne, de huesos, de sangre, de sudor, de familia, de inteligencia, de sentimientos y era de pronto un hombre como todos. Y sin querer, pero también queriéndolo, callados, intentamos ponernos en su piel para saber qué sentía él en ese mismo instante, cuánta amargura y soledad había experimentado todos esos años tan lejos de nosotros, solo que esto último era bien difícil pero la otra mitad del caballo lo ameritaba. Y con más razón, montando él a partir de entonces, nos mandamos a todo galope.

[1]
[1] Instituto Cubano del Arte y la Industria Cinematográfica

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS