Todavía no se acostumbraba a la soledad.

La casa parecía inusualmente grande e íngrima. Sobre todo por las noches.

En especial esa noche tormentosa. Ruidos en todo el caserón, celosías golpeando por el viento, las tablas de los pisos acomodándose, los goznes gimiendo.

Harto de dar vueltas en la cama se levantó. Un ruido apagado en el fondo del pasillo llamó su atención.

Él sabía que era imposible.

Ella estaba enterrada más allá del bosquecillo de pinos.

Ya no podía hacer más invocaciones en aquel salón que él había sellado. Todo permanecía como antaño: el círculo de tiza con la estrella de cinco puntas, los tazones con sangre, las velas negras…

Luego del golpe en la cabeza ya no hubo más ritos. Sólo aquella soledad.

Aun así preguntó:

“¿Estás ahí?”

Tal vez haya sido sólo un silbido en el viento, pero lo último que escuchó fue el susurro a sus espaldas:

“¡Sí!”

Su helado corazón se detuvo.

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