Miraba la lluvia, más bien la sentía, de pie ante aquel gran ventanal del salón. Su rostro con los ojos cerrados estaba completamente pegado al frío cristal. A los lados del cuerpo, sus brazos estirados hacia arriba, sus manos abiertas, los dedos resignados, castigados, recibían el agua sin mojarse. Escuchaba el repiqueteo de las gotas. Éstas sonaban en el cristal, pronunciaban el nombre de ella en alguna melodía. Detrás de él, encima de la mesa, estaba el objeto negro, alargado y pequeño. Lo sentía como si lo tuviese pegado a su espalda, como si le oprimiese; le señalase, le empujase para que se diera la vuelta, mas no podía hacerlo, por ahora no…

Afuera sólo se veían los chorros de la lluvia caer desesperados, inundando todo. La lluvia, ese llanto de todos y en ese momento suyo. ¡Tan suyo! El cuerpo rígido de él semejaba a un insecto atrapado, pegado, fascinado, que aparecía de vez en cuando en ese inmenso ventanal, sobre todo en la época de la primavera. Ahora era invierno. La frente le dolía al sentir la frialdad del cristal. De ese dolor también eran sus pensamientos los culpables. Se clavaban en él como puñales. El objeto seguía en su sitio. Él estaba seguro que no podía moverse y sin embargo atravesaba su cuerpo cómo una daga desde donde estaba. Le hablaba de ella. Todo le hablaba de ella. El vacío del cuarto sin su risa, el ventanal dónde ella se apoyaba traviesa mientras él la desnudaba. La lluvia sin ella.

¡No! No debía pensar más.

Las gotas atravesaron el cristal y se derramaron por sus mejillas. En su cabeza la imagen de la última vez que la vio. ¡Esa pregunta en sus labios! Él se había enfurecido al oírla, había temblado de ira. No le había contestado. Se había levantado de la silla y la había dejado abandonada en la mesa del bar. Salió como un loco. Sin mirar atrás, sin hacer caso de los gritos de ella. Se fue. No volvió a llamarla más. En los días siguientes no contestó los mensajes de ella ni atendió sus llamadas. Había pasado más de un mes desde aquel terrible incidente. No sabía nada de ella.

Se dio la vuelta. Se sintió sin fuerzas. Apoyó su espalda en el ventanal. Miró el salón cómo si fuera la primera vez. Encima de la mesa, el objeto desafiante, luminoso, no le quitaba ojo.

Casi tres años habían estado juntos. Durante ese tiempo, él había evitado siempre contestar esa pregunta reiterada,que hacía ella cuando dormitaban, después de su batalla apasionada. ¿Me quieres? – le decía ella en esos momentos. Él entonces la abrazaba cómo respuesta. Ella recibía ese gesto cómo la confirmación de su pregunta. Luego sonreía complacida y seguían jugando en la cama.

Sí, fue esa pregunta. La última vez le hizo salir corriendo. Tenía miedo de interrogarse y de que la respuesta no fuese la correcta o que no fuese con la intensidad que se esperaba. ¿Por qué no seguir jugando a quererse? Vestido siempre de miedo desde hace tiempo. Ocultaba su sentir. No quería que nadie le hiciese daño. Ya había sufrido antes. Sólo deseaba sentir su piel con la suya. Esa sensación que adormecía todos sus problemas. Ella le daba la vida.

El objeto le gritaba de lejos que se acercase. Él se preguntaba qué haría después de marcar el número de ella. ¿Sería capaz de decirle lo que tanto deseaba? El miedo era más fuerte, le atenazaba. Temblaba.

No sabía como estaría ahora ella. Se sentía un monstruo por lo que había hecho.

Miró sus manos vacías de ella, de sus risas, de sus miradas, de sus caricias, de su voz. ¡Tan vacías!

Hojas en blanco sin ella.

Fue a coger el objeto, fue a hacer la llamada que tanto había postergado. No debía esperar más.

El móvil sonriendo le miraba acercarse. Se abalanzó hacia él. No sabía que le diría, sólo estaba seguro que la necesitaba desesperadamente. Quizás seguirían sirviendo los socorridos abrazos, quizás bastasen para que ella volviese con él.

Los dedos empezaron a acariciar las teclas del móvil con deseo, con ansia, con el desenfreno de alguien que recupera lo prohibido después de haberlo tenido. De repente las yemas de sus dedos no sintieron el tacto del metal. Sorprendido miró, se dio cuenta de que sus dedos no eran los suyos, sus manos no eran sus manos, sus uñas no eran sus uñas.

Sus manos se habían convertido en garras de algún monstruo salido de un cuento que no recordaba. Dio un grito al verlas. El móvil cayó al suelo.

Desmembrado el teléfono le miraba desde allí. Herido, no se quejaba. Él daba gritos, aullaba por toda la habitación. El ventanal se abrió entonces de par en par. Entró el frío. La lluvia asaltó el cuarto como un ladrón en la noche. Entre gritos intentó cerrar la ventana. No pudo cerrarla. Las garras se lo impedían. Al final se sentó en el suelo del cuarto. Estaba empapado por la lluvia. Miró sus manos y supo que ella nunca más volvería.

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS