Sin hoja roja

(Un proverbio senegalés dice que cuando no sepas adónde vas, párate y mira de dónde vienes. )

Y yo para ser de pueblo nunca me preocupé por lo que me hacía sentir así tan mal, tan angustiada, por ser de pueblo, de mi pueblo. Jamás me interesó la jara, ni la oliva, ni el zorzal, ni la cabra, ni su leche, no me interesó el frío que se cuela por las mallas de las bufandas y enrojece la cara, ni me pareció oportuno distinguir una chicharra de un grillo, ni si la harina de candeal y la de centeno eran idóneas para el pan. Me agobiaba ver a Paco Martínez Soria en esas películas de paletos con boina. Me hacia sentir tan mal se una pueblerina que me asqueaba más que el aceite de ricino o el hígado de bacalao en ayunas…

Fui a la escuela como si huyera de todo lo que me rodeaba, para aprender a leer historias que me hiciesen viajar a lugares cosmopolitas, llenos de personas que se cruzan, que no se paran ni se saludan, que parecen autómatas, seres solos en un mundo lleno de seres solos. Cuando leía un libro, un poema, un cuento y no me sacaba del pueblo, lo cerraba y le hacía la cruz para siempre. Leer era abrir la puerta al viento para volar lejos, a una ciudad con ventanales, con calles, con semáforos, con grandes avenidas, con tiendas y escaparates… Ir al colegio a aprender era mi único flotador en mi particular naufragio vital.

¡Ay!

En 1978 me vi enterrando a mi padre, vendiendo la casa de cal y añil y huyendo del pueblo a Madrid. No sé si la pena o el desierto de emociones que se había sembrado en mis veinte años de vida, sin una madre, sin una hermana, sin una vecina y con esa desolación que provoca la ignorancia de no tener nombre para las flores que ella cortaba, cuando yo era pequeña, y poníamos en el jarrón, no sé si el no haber probado nunca su comida de habas con hierbabuena, no saber de qué tela de paño era la que cubría la mesa camilla, el no tener palabras para lo cotidiano, para los olores, para los colores, los sonidos, las luces y las sombras, para los alimentos y las especies, no tener ni siquiera recuerdos, no sé si todo esto o su ausencia, la de un padre muerto, un buen hombre recto, duro, armado de soledades y de fríos inviernos, no sé qué de todo esto o si todo esto fue lo que me hizo entrar en una profunda depresión.

Y sorda, muda, ciega, manca e inmóvil me encerré en la pensión Mandarín, la que estaba, afortunadamente cerca de los Cines Luna y Sol. Después de dos semanas sin salir del cuartito, más que para ir a asearme y para recoger y maltragar las tres comidas que servían en el comedor, encontré entre los cachivaches que se acumulaban en un mueble-bar, un libro de Miguel Delibes: La hoja roja. La historia de un anciano que vive en Madrid y la de su criada. Desi se hizo mi amiga, me ayudó a buscar la luz, el camino de regreso a mi pueblo, a la resina de los pinos, al ajoharina, al pañito de ganchillo de algodón egipcio » y a los sonidos del invierno que mueven los plataneros y los nogales.

Aprendí a quererla y a quererme a mí misma. Este personaje femenino que había perdido, como yo, al padre y que había huido a la ciudad, me descubrió que me tendría que hacer cargo de mi propia vida y de cómo conseguir mi sustento. Y es que de haber seguido así unas semanas más, metida en aquella habitación que se iluminaba con el neón del Cinema, me hubiese fundido la herencia tan rápidamente como se me estaban consumiendo las ganas de vivir.

Decidí buscarme un trabajo que me permitiera ir a ver alguna película de vez en cuando, comprarme algún libro cada quince días y cambiar de ropa cada cierto tiempo, en mis planes de mujer autónoma no entraba volver a mi pueblo, a comprar mi casa e instalarme en ella…   

Encontrar trabajo, en aquellos años recién nacidos a la democracia y a la libertad, era todavía bastante fácil y tuve la suerte de encontrar uno gracias a los anuncios del ABC; recuerdo con mucha claridad que en la página final, en la esquina izquierda abajo, ofrecían uno de escribiente, de siete y media de la mañana a cinco y media de la tarde, en las Bodegas La Ardosa. Un empleo para empezar a construir el puente que me llevaría al futuro y que me reconciliaría con mi pasado. El trabajo en una fábrica de vinos y de vermús , aunque fuera en sus oficinas llenas de azulejos con mujeres redondas y hermosas caderas, trabajar rodeada de hombres que no tenían ojos, ni nariz, ni oídos para una joven pueblerina como yo, me brindaron muchas oportunidades para aprender a observar, para colocar palabras en sensaciones y a escuchar los silencios y, sobre todo, al tener las tardes libres para ir al cine, para leer, para escribir.

Agradezco cada amanecer, nada más salir de la cama que «La hoja roja» de Delibes se convirtiera en mi primera hoja de muchas más que luego llegarían, llenas de colores, de prisas, de estrés, de ir mejorando en el trabajo. Cada noche antes de cerrar los ojos agradezco a mi amiga Desi que me despertara las ganas de escribir lo que sentía, lo que imaginaba, lo que no iba a vivir.

Hoy me parece que no han pasado más de cuarenta años y que estoy volviendo a Fraila en mi coche eléctrico, con dos maletas de equipaje y una cuenta bancaria con cinco ceros… Vuelvo para encontrar un rincón donde comenzar la aventura de buscar mi hoja roja.

Miro la carretera y empiezo a ponerle nombre a todo lo que me encuentro, a las hierbas secas, a los pampajaritos,  a las nubes alargadas, a los dichos, “borreguitos en el cielo, charquitos en el suelo”, a las uvas blancas, a la aceituna de cornezuelo, al gorrión que canta y al olor a otoño recién nacido. Estoy segura que en mi pueblo podré escribir muchas, muchas historias que hagan salir de sus aldeas, de sus poblados, de sus pueblos a las niñas que se quedan huérfanas de madre, antes de que le venga la regla y se crían en la soledad de los afectos, en las hojas negras de las emociones muertas.

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