Baño de piedras

La anciana llevaba en sus manos una sopa de verduras. Ambos pulgares sobre el borde del plato de loza y el resto de sus dedos por debajo del mismo. Apresuró el paso; el líquido verdoso estaba caliente. El vapor huía del recipiente y escurría por su rostro arrugado. Al salir de la cocina rellena con el perfume de las papas, zanahorias, acelgas y ajos hirviendo en una olla tiznada, vio a Amelia sentada a la mesa. Sus pies colgando de la silla, sus zapatos pulidos por la luz del sol de mediodía entrometiéndose por las cortinas verdosas. Al mecer sus pies, la silla de mimbre emitía un pianísimo gemido crujiente. El castaño de su cabello se realzaba con el límpido vestido blanco que usó aquel día. Lucila, su abuela, dejó frente a la niña la sopa y volvió a la cocina a buscar la suya. En el jardín, Rulo, el perro Cocker Spaniel, ladraba queriendo entrar a la casa. Siempre lo hacía al mediodía. Él olfateaba la hora de comer y daba cortas pero rápidas corridas a través del florido jardín. Al rozar las flores, los pétalos de rosas, claveles, gladiolos y narcisos se desprendían y caían al césped. Rulo los observaba y husmeaba, mientras con sus orejas largas auscultaba el interior de la casa. Era como si pudiera dividir su atención en dos planos: uno auditivo, otro olfativo.

– Estuve mirando las estrellitas hasta muy taaaarde, abuela – dijo Amelia mientras olía la sopa con sus ojos cerrados.

– Pero hija, no debes trasnochar. Una niña como tú debe dormirse temprano – dijo Lucila sentándose a la mesa, observando a Amelia con un respingo dulce.

– Es que escuché en las noticias que lloverían estrellas – dijo con sus ojos muy abiertos.

– ¡Ah! Algo escuché… ¿Y, viste algo?

– No. Por más que esperé, no hubo nada de lluvia de estrellas, abuela.

– Quizás comenzó más tarde.

Ambas sorbían la sopa y Rulo continuaba sus alaridos, que para Amelia eran cánticos en un jardín lejano.

– Rulo se ha portado muy mal estos días. Creo que debo retarlo quitándole su muñeco de trapo – dijo Lucila.

– Noooo, abuela, noooo. No le hagas
eso. Pobrecito…

– Hija, Rulo es un perro inquieto, hay que castigarle de vez en cuando. Sobre todo por lo del otro día.

– Pobres almohadones…– dijo Amelia mirando por la ventana a su mascota alborotada, en un tono más bien pensativo.

Amelia tenía 6 años y era muy sensible. No le gustaba ver sufrir a los animales, por ejemplo. Ni ver llorar a un bebé. Le daba calosfríos. Sentía en su cuerpo esos dolores ajenos. Le gustaba leer cuentos de hadas e imaginarlas y luego dibujarlas en su “cuaderno verde”. Tenía muchas hadas creadas por ella misma. Nora, su madre, había muerto cuando ella tenía apenas tres años y su padre la abandonó semanas más tarde de aquella muerte. El hombre nunca volvió. Por tal razón Lucila se hizo cargo de ella y la cuidaba como a su propia hija. Lucila tenía 67 años y aún le quedaba energía para poder criar a su nietecita. Ambas eran muy buenas amigas y se amaban de manera incondicional.

En las mañanas de domingos, se levantaban con un fiel propósito: conservar su jardín. Amelia se encargaba de los narcisos y claveles, Lucila de las rosas y gladiolos. Cuando Amelia era más pequeña aún y su madre estaba viva, no había jardín alguno. Pero la muerte de Nora había provocado en Lucila una suerte de fuerza creativa. Viendo como la niña crecía, Lucila quiso entregarle un regalo natural y una entretención que le enseñaría a respetar y cuidar la naturaleza. Por tal razón comenzó a plantar y crear su jardín cuando Amelia comenzó a caminar. A los dos años ya le ayudaba a su abuela a regar las flores y limpiar el césped. Esa rutina se había transformado en un tiempo de recreación, en donde ambas aprendían a relajarse y a cuidar, no tan sólo al jardín, sino que a ellas mismas.

En dos espacios se dividía el jardín: un rectángulo de vida que cubría todo el patio frontal y otro que, oculto, proliferaba en el patio trasero. El primero era un espacio grande. Amelia tenía que caminar quince metros a través de flores y arbustos por un camino de piedrecillas antes de llegar a la puerta principal de la casa. El segundo contenía flores y árboles frutales grandes y robustos. Este tenía un árbol de limones, naranjas, guindas y damascos que fueron plantados un año antes de que naciera Amelia. Lucila tuvo la ocurrencia de plantarlos dos años antes del nacimiento de su nieta. Estos arbolitos eran los príncipes de esa sección del jardín duplicado y Amelia era la reina.

A Lucila le encantaba el Piano como instrumento musical. Lo consideraba íntimo, solitario y melancólico. Para ella las notas que suenan en él son verdaderas “gotas de hielo”. Así es como lo creía cuando niña, llevada por su imaginación. Hoy cree lo mismo, pero en aceptación y conversación de aquello como una inocente metáfora. Por tal razón el domingo, cuando trabajan en el jardín, Debussy y Chopin son los encargados de amenizar las labores. Eso le otorgaba un color distinto a las flores; un aire liviano y fresco a las mañanas de domingo, aunque el día hubiera amanecido nublado.

– Necesito más agua…este jarro es muy pequeño, abuela.

– Toma el mío, hija, y dame el tuyo…bien, ahora llénalo con agua.

Amelia estaba llenando el jarro rojo que era más grande, mientras Rulo fisgoneaba entre sus pies descalzos, lamiéndolos.

– Noooo, Rulo, déjameeee…Jajaja…me haces cosquillas…

– ¡Rulo! – dijo Lucila y Rulo la observó por un momento con la lengua cayendo de su hocico. Luego continuó lamiendo los pies de Amelia.

Amelia llenó el jarro e intentó correr. El agua se rebasaba y caía a la tierra dejando manchas de barro. Luego Rulo se cansó de jugar con Amelia y se fue al patio trasero. Estaban regando las flores y sacando los pétalos ya muertos. Los metían en un frasco largo y grande que luego serviría como adorno. Tenían varios frascos con pétalos muertos dentro de estos.

– Mira abuela, este frasco está casi lleno – dijo Amelia abriendo sus ojos castaños.

– Ese servirá para ponerlo frente a la ventana – dijo Lucila acomodándose los lentes.

– Por el cristal de este frasco los pétalos no parecen estar muertos, ¿no? – dijo Amelia rascándose la cabeza.

– Así parece, hija.

Una vez terminado el jardín frontal, ambas se iban al patio trasero a regar los árboles y a regar otras flores. Limpiaban el césped y luego se sentaban en sillas de mimbre, debajo de las sombras que les proporcionaban los árboles. Cerca de las once, Lucila entraba a la casa y se dirigía a la cocina a preparar el almuerzo. Amelia se quedaba jugando con Rulo.

Ese día, especialmente, Amelia tuvo extraños pensamientos y cuestionamientos acerca de su madre. Esto coincidió con que en el patio trasero había un cúmulo de piedrecitas para realizar trabajos de construcción. Las había observado durante varios días. Viendo que su abuela estaba en la cocina, pasó por su mente una imagen. La travesura inminente podía verse en sus brillantes ojos castaños. Tomó la jarra roja del agua y comenzó a llenarla con piedrecitas. Las echaba con sigilo para que Lucila no la escuchara y luego entraba a la cocina con el mismo cuidado, para luego dirigirse al baño. Poco a poco iba llenando la tina con piedras. Entraba y salía, entraba y salía, trayendo piedrecitas en el jarro, tratando de que su abuela no la escuchara. Poco a poco la tina fue llenándose.

Cuando terminó, agrandó sus ojos en señal de asombro. Pero allí estaba, parada frente a la tina llena de piedras. Lucila la llamó para sentarse a almorzar, cuando la niña dijo:

– ¡¡Primero me daré un baño, abuela!! – le gritó desde un par de habitaciones más allá.

– ¿Pero a esta hora? – musitó Amelia buscándola con la mirada.

– ¡¡Síííí!! Me daré un baño de piedras – dijo cerrando la puerta.

Lucila llevaba un plato a la mesa y se quedó parada a medio camino << Un baño de piedras >> Meditaba Lucila, mientras el arroz del plato emanaba vapor. Y la mesa estaba servida: cubiertos puestos, vasos y ensalada. Se quedó mirando el mantel rojo cuadrillé del comedor y dejó el plato encima de la mesa. Fue hasta el baño y se encontró con la puerta cerrada. Tocó.

– Amelia ¿Qué estás haciendo? – dijo con voz tranquila.

– Estoy bañándome – dijo la niña cubierta de piedras y aún vestida.

– Mmm. ¿Puedo entrar?

– Síííííííí – dijo con su mirada brillante y el tono agudo.

Lucila entró y quedó con la boca abierta, sin poder dar un paso más hacia el interior del baño. Hubo un momento de silencio y de retención de la risa por parte de la anciana. La niña estaba sonriendo y Rulo ladraba y jugaba en el patio.

Eso era lo importante, pensó Lucila.

Sergio Reyes

Mayo del 2014

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS