Don Armando entretuvo el insomnio en un sonido. Dejó la cama y corrió la cortina. Nada inusual en el patio de tierra.

—¿Qué fue? —preguntó Isabela.

—Ese ruido…

Isabela sintió que su piel revoloteaba, que se quedaba seca de sangre: fría, porque el sonido que molestaba a su esposo era un sonido que ella había aprendido a tolerar hace tiempo y ahora le parecía tan natural como el canto de los grillos y el murmullo del viento.

—No oigo nada. Regrésate, mejor —quiso tomarlo del brazo.

—Pérate, Chavela.

Don Armando salió al patio. El sonido era cada vez más claro. Venía de la vieja camioneta que subía y bajaba rítmicamente. Don Armando se detuvo junto a la cabina.

Isabela lo veía desde la ventana, el camisón pegado a la piel sudorosa.

Don Armando se contuvo cuando vio a su hijo con un hombre. Dio vuelta y regresó a la casa. Isabela creyó que aquello no pasaría de una profunda decepción; pidió a la virgen que no pasara de una decepción y casi se tranquiliza al no escuchar puertas azotadas o adornos destrozados, al ver que su marido entraba al cuarto sin aspavientos.

—Te dije que no era nada —arriesgó.

El marido abrió el ropero y removió cosas.

—¡Pérate, Armando, qué haces!

Don Armando regresó al patio. Cargó la escopeta con una mano mientras, con la otra, daba puñetazos en la caja del vehículo. Los hizo bajar. Los amantes soltaron el abrazo. Obedecieron con las manos en alto.

Isabela daba golpes a la ventana para que su marido viera sus gestos de súplica.

—Él te atacó —dijo don Armando con voz firme y tranquila— Pediste ayuda y, gracias a dios, desperté de un mal sueño y te pude rescatar.

—¡Pero, no, apá! —César pensó que podía explicarse, así de tranquilo se veía don Armando.

El disparo despertó a las gallinas y volaron por el aire mil plumas asustadas.

—Tómalo como una segunda chance, mijo. Que conste que lo hago para que tu madre no moleste. Vístete y deja de chillar o te meto un plomazo en el hocico y ya no sé si por puto o por pendejo.


Unos golpes secos en la puerta de lámina interrumpieron la cena de los Rodríguez.

—¿Quién es, tú? —dijo la mujer.

—Deja veo.

El marido se asomó por uno de los muchos agujeros causados por la corrosión.

—Es el jefe.

—¿Y qué quiere?

—Sepa. Viene con la esposa y el hijo. Traen ropas de fiesta y cara de velorio y un maletín.

—Adolfo, te estoy escuchando. Abre de una vez.

Adolfo abrió la puerta y bajó a los perros del sillón para sentar a la visita. La esposa retiró los vasos de la mesa para lavarlos y ofrecerle agua a don Armando y su familia. La hija siguió comiendo.

—¿Qué hubo, jefe?

La señora Rodríguez repartió vasos con agua. Nadie bebió. Isabela y su hijo estaban ensimismados.

—Aquí mi hijo viene a pedir la mano de Gris. Ha dicho que está enamorado y esas cosas.

—Mi Gris tiene apenas catorce, don Armando.

—Y César cumple 17 el próximo mes; se están quedando… Mi hijo quiere a Gris y yo le dije que escogió bien. Que no hay mujer mejor hecha en este pueblo. Que me encantaría tenerla en la familia. Luego me dijo que si habría problema. Le dije que no. Que era cosa de hablar. Que conocía muy bien a su padre, a usted Ramiro, buen hombre, el mejor de mis empleados. Le dije que me lo dejara a mí. Uno hace cosas por los hijos que no haría por uno. Sé que es un riesgo venir así, tan de pronto, y que sería muy incómoda la convivencia en el trabajo en caso de no amistarnos. Pero el amor es temerario y a mi hijo le pegó. Este sería un regalito de bodas.

Don Armando abrió el maletín.

—Doscientos mil. Un detalle.

Los Rodríguez se miraron en silencio. Luego miraron los billetes y cada uno imaginó en lo que podían convertirse. Gris se había encerrado en el baño.


Los jóvenes estaban tan tristes que el cura casi pierde la paciencia en la confusión de las arras y el lazo, en los votos ininteligibles y los gestos duros que negaban la comunión. A nadie le extrañó que les preguntara cuatro veces si estaban allí por voluntad propia.

Ese día no hubo clases. El patio de la escuela se llenó desde temprano de meseros y despachadores; mesas y sillas. Don Armando regaló a los invitados la ropa que debían vestir. Los hombres llevaban elegantes guayaberas blancas y, las mujeres, ajustados vestidos de tirantes. Hubo hartas cumbias y música de banda. Todos estaban contentos, menos los novios, que tenían que ser pastoreados para que desfilaran entre los invitados y se sacaran fotos, para que bailaran, para que aventaran el ramo y el liguero, para que se rieran y gozaran el día más importante de su vida. Solo se les vio entusiasmo en el brindis. Vaciaron las copas de un sorbo.

A pesar de la tristeza, Gris estaba hermosa. Los amigos de don Armando no dejaban de resaltarlo y felicitaban al suegro por la nuera y lo envidiaban, en secreto, porque todos sabían que César era zurdo.


Días después, unos ruidos despertaron a Isabela. Abrió los ojos y tanteó con el brazo el otro lado de la cama. Se asomó al patio. Pero los ruidos venían del otro cuarto. Se puso los huaraches y fue a averiguar. Vio la cocina iluminada. César estaba junto al fregadero, con un vaso de agua tensa entre las manos.

—Mejor acuéstate. No sea que se moleste tu papá.

César la miró a los ojos. El corazón de Isabela se encogió y se hizo pedazos. Apagó la luz y dejó la cocina. Volvió a la cama y trató de dormir.

Pensó que, dentro de unos días, ese ruido dejaría de molestarla y sería tan natural como el sonido de la lluvia contra el techo de lámina y el paso del ferrocarril.

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