Un ruido sin reverberación. Así se escuchó. Y atrás la gente, llevándose las manos a la cabeza. Se mató, dijo alguien. Hubo un grito o gritos. Cuerpos jóvenes e intrépidos se lanzaron al agua. Ya era demasiado tarde: la sangre se perdía entre las piedras del río.
El chico tendría unos diez u once años. Estaba con un grupo de amigos, del lado del frente, saltando desde una sobresaliente bastante alta. Yo fumaba un cigarrillo, sentada en la reposera bajo el sol. Tenía puesto un sombrero de ala ancha que me regalo Damián la última vez que estuvimos en Brasil. También unas gafas de sol que sentía demasiado anchas para mi cara. No me gustaban. Salimos apurados de casa: el embotellamiento en la autopista y no sé cuántas cosas más según Damián. Pasamos todo el día en el río y a la vuelta, ya de noche, paramos a cargar gas. Apenas el auto se detuvo, me bajé y caminé dándole la espalda hasta el servi shop. Compré cigarrillos. Rendondeame, le dije a la cajera, me dio tres caramelos y salí. La fila para cargar no había avanzado. Damián estaba de pie con los brazos entrecruzados, esperando su turno. Le avisé con una seña que me iba a fumar más allá, bien lejos de los surtidores y la fila de autos.
Recostada en el asiento miraba por la ventanilla. Campos de noche, árboles y más allá nada. Me sentía sucia de bronceador y transpiración por lo que quise bajar el vidrio al menos un poco. El tráfico ya se había dispersado lo suficiente para que el auto tomara cierta velocidad. Presioné el botón, Damián giró apenas los ojos. No abras tanto, dijo, entra mucho ruido. Era sólo un poco de viento. Subió el volumen de la radio desde el interruptor ubicado en el volante. ¿Qué vamos a comer? Dijo de pronto, me agarró hambre. Lo último que pensaba en aquel momento era cenar. No sé, respondí, vemos cuando lleguemos. Podemos pedir algo, propuso él, no sé, le dije, como quieras.
Llegamos al peaje. Pasando por la cabina paralela a la nuestra veo una pareja en su auto. Calculé que tendrían la edad de mis viejos. El tipo movía los brazos bastante exaltado y ella no decía nada, ella sólo miraba hacia adelante, más allá del parabrisas. La barrera se levantó y avanzaron, perdiéndose entre los demás vehículos.
Ingresando a la ciudad, Damián puteó a uno en moto que pasó el semáforo en rojo. Continuó insultando unas cuadras aun cuando el suceso ya había quedado atrás. Llegamos a casa y me pidió que le abriera el portón. Necesito ir al baño, vengo aguantando todo el camino, mentí. El calor era insoportable. Sin decir nada, se bajó y abrió la reja. Mientras guardaba el auto, abrí la canilla de la ducha. Me bañé con agua fría. Salí, el televisor estaba encendido y él tirado en la cama. Entré en la habitación y dejé caer el toalla. Estuve un rato viendo mi cuerpo desnudo frente al espejo. Luego me puse crema y esperé otro rato a que mi piel la absorbiera.
Vestida de entrecasa, agarré el celular y salí al patio a fumar un pucho. La noche estaba pesada. En determinado momento presté atención a cómo estaba vestida y recordé que era sábado, verano. Apagué el cigarrillo y volví adentro. Damián seguía en la misma posición, creo que ni siquiera pestañeaba. ¿Y? ¿Ya se te ocurrió que vamos a comer? dijo desde su rigidez. Nada, respondí, yo nada, no tengo hambre, vos comé lo que quieras ya te dije. Comencé a sacar ropa del placar y a cambiarme. Lo único que se oía era la televisión. Cuando empecé a pintarme, me pregunto dónde iba. Con las chicas, mentí por segunda vez. No dijo nada y siguió mirando la tele. Antes de salir lo escuché hablando con la pizzería donde siempre pedíamos. Me acordé de los caramelos y me dieron ganas de comer uno. Volví a la mesa de luz a buscarlos y ahí estaban los tres. Agarré uno y pensé en dejarle los otros a Damián. Al final, decidí llevarme todos. Ya le había dado demasiado.
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