Hoy a la mañana salí de mi casa para el trabajo. Una mujer de mediana edad estaba parada en el puerta del edificio, le ofrecí pasar porque ya la había visto otro día, pero no quiso entrar. Estaba muy transpirada, me dijo que iba al departamento de la psiquiatra que vive en el último piso, pero que todavía debía estar atendiendo a alguien porque no contestaba, así que la iba a esperar afuera un rato. Tenía una sonrisa tensa, a medio camino, como las sonrisas de muchos de los que transitamos esta ciudad. Se adelantó tambaleándose de manera rara y con dificultad volvió a tocar el portero eléctrico. En ese momento me di cuenta. Su pie derecho estaba apoyado arriba de un palo grueso y corto de madera, como la pata de una silla. A su vez, el palo estaba metido adentro de la sandalia por donde asomaban extrañamente los dedos, apretándose furiosamente contra el cuero. Todo se mantenía sostenido por un pañuelo que se ataba a la rodilla. Parecía un invento casero de último momento para poder caminar, algo que haríamos rápidamente en una situación extrema como un torniquete o un vendaje hasta llegar a una guardia. La imagen era grotesca, me resultaba incomprensible cómo la mujer estaba de pie ahí.

Sin pensarlo un segundo lancé un ametrallado“¿Uy, qué te pasó?!!” Así, con muchos signos de exclamación difíciles de digerir. Realmente no imaginaba que eso que tenía delante de mis ojos era un estado permanente, pero lo era. Seguí indagando descarnadamente: “¿Pero cómo fue????!! (a esa altura los signos estaban fuera de control) Tampoco imaginaba que se venía un: “Tuve un accidente, hace años, era esto o muletas para siempre, pero me casé, tengo hijos, hice vida normal”. Así, sin pausas:

-MU-LE-TAS-PA-RA-SIEM-PRE-PE-RO-ME-CA-SÉ-TU-VE-HI-JOS- HI-CE-VI-DA-NOR-MAL-…..

A la velocidad de la luz busqué algo para decir, que en parte también pudiera enmendar la incomodidad de haberla puesto en esta situación, de haberla obligado casi sin opción a contarle su drama a un extraño.

Tiré la mejor respuesta de libro de autoayuda que vino a mi cabeza: “Claro, sí..todos tenemos algo”, dije. Una frase llena de sentido y vacía de todo. Me despedí y huí, o al menos sentí que eso se veía de afuera. Lo primero que pensé, en la media cuadra que hice antes de desaparecer de su vista, es que yo no me casé, ni tengo hijos, que camino bien, y que sin embargo a mis 36 años sigo sin saber para dónde ir. No puedo asegurar que la mujer sí lo tenga claro, pero a pesar de estar parcialmente lisiada, se movió más rápido que yo en la vida, al menos en esas cosas que se supone a mi edad ya debería tener encaminadas.

Sí, ya sé, siempre se sale adelante, todos salimos adelante de cierta forma, pero para algunos porque “el adelante” es inevitable, mientras que para otros porque “el adelante” es deseo y esperanza.

Ahora me estoy acordando que también elevé otra máxima fantástica antes de irme: “Lo bueno es que podés caminar”.

LO- BUE- NO- ES –QUE –PO-DÉS-CA-MI-NAR- LE-DI-JE

Qué poca cosa suenan las opiniones cuando uno intenta solidarizarse con la gente. Especialmente cuando no te piden que te solidarices. Ya es hora que entienda que no todo el mundo está esperando mis palabras para sentirse mejor. Tampoco es que quiera castigarme impunemente por no tener las mejores reflexiones. Ninguna frase, por más profunda, inteligente y elocuente que suene, va a volver el tiempo atrás, pero cada día me convenzo más que es mejor callarse un poco.

Se me plantea ahora la inevitable pregunta.

¿Qué es hacer VIDA NORMAL?

Voy a hacer una lista de lo que me imagino, en base a mi experiencia y a la de algunas personas cercanas.

Imagino entonces:

-Trabajar (de lo que te gusta o de lo que se puede)

-Haberte ido a vivir solo, si tenés más de 28 años

-Pagar impuestos (con o sin subsidio del estado)

-Tener Internet en tu casa

-Buscar qué supermercado chino es el que tiene mejores precios.

-Quejarte del país

-Haber convivido al menos una vez con alguien antes de los 30 años.

-Querer que llegue el fin de semana para tener sexo desenfrenado con los hidratos de carbono.

-Darte cuenta en algún momento que tu vida está estancada y preguntarte cómo se arranca de vuelta.

-Anotarte de nuevo en la facultad, a la semana cambiarla por un cursito de 3 meses parecido a lo que querías estudiar académicamente.

-Sentir cada viernes que tu vida va a ser mejor, y los domingos a la tarde que ya no hay motivos para vivir.

-Tener una postura política definida, aunque sólo te informes con Facebook.

-Bajarte nuevas series que te hagan olvidar de que estás absolutamente aburrido con todo.

-Reflexionar sobre lo que lograste hasta ahora y ponerte a bajar más series.

-Querer volver a la infancia.

-Hacer cada 5 años un gran viaje que compense todos los veraneos en Mar del plata.

-No pegar un ojo de noche porque siempre te visita el Ada de los “¿Qué va a ser de mí?”.

-Ser feliz porque podés hacer siesta.

-Ir al baño con el celular.

-Instalar Tinder por las dudas.

-Tener al menos un TOC.

-No haber resuelto aún los conflictos con alguno de tus dos padres, o ambos.

-Entrar en depresiones profundas cuando un jean no te sube.

-Retomar terapia cada 6 meses.

-Dejar terapia cada dos meses.

-Probar con Flores de Bach.

-Ir una vez a yoga y no volver nunca más.

-Dormir abrazado al celular.

-Engordar y bajar de peso 7 veces en un año.

-Plantearte si alguna querés ser madre o padre.

-Caer en la cuenta que ya es momento de que te tomes en serio el punto anterior.

-Vivir el 50% del tiempo en el pasado y 80% en el futuro.

-Darte tregua y cada tanto estar en el presente.

-Estar al borde del paro cardíaco cada vez que no encontrás el celular.

-Cultivar los miedos más fantásticos y enorgullecerte de la exótica colección que fuiste armando.

-Alegrarte cuando tu planta largó un brotecito.

-Matar a esa planta a los dos días con demasiada agua.

-Guardar todas las frases inspiracionales que ves en Instagram, pensando que son señales para vos.

-Tatuarte la palabra “Soltar”

-Pensar abiertamente en el suicidio cuando encontrás una foto de hace 10 años y ves lo que el tiempo hizo con tu cara y tu cuerpo.

-Empezar canto, teatro o un taller de escritura.

-Lidiar con la frustración de tu madre porque seguís soltera, y empujar más al fondo la tuya propia para que no aflore ese mandato no logrado aún.

-Conocer a alguien de tanto en tanto y que revivan las ganas de compartir tu vida con otra persona.

-Sabotear relaciones porque es más fácil que hacerlas crecer.

-Dudar todo el tiempo de lo que decidís.

-Hacer cada día un intento por cambiar lo que sos, pero sin perder lo que sos.

-Tener una mascota y tratarla de hijo.

-Juntar plata para remodelar el baño.

-Amargarte cuando te llega la factura de la Prepaga y jurarte que los vas a denunciar.

-Mirar para otro lado cuando te piden plata en la calle.

-Sentirte una mierda por mirar hacia otro lado.

-Pensar seriamente cuál es tu escala de valores en la vida y darte cuenta que eso es lo que te define.

-Preocuparte porque no estás seguro si tenés muchos valores en claro.

-Aliviarte después de llorar, escribir o hablar con un amigo.

Podría enmarcar esta lista y colgarla, o tirarla al tacho y ver si mañana hago una mejor, pero no importa eso. Este punteo tragicómico tal vez sólo sirva para pensar sobre la rutina, las elecciones que hacemos y cómo cada uno moldea su vida dentro de ciertos parámetros que cree que están más o menos bien o que acepta sin cuestionarse.

La mujer del palo en el zapato fue para mí un disparador para pensar en lo que tenemos y si lo valoramos realmente. Hay tantos disparadores si somos capaces de saber mirar. Porque en mayor o menor medida, con las diferencias de gravedad que cada situación pueda presentar, creo que nos pasa a todos: cuando una gran dificultad nos atraviesa, se vuelve urgente la necesidad de recuperar la normalidad. Esa misma normalidad que en otros momentos nos parece un estancamiento y un tedio gris eterno. Es ahí cuando queremos volver al “Antes de”, cuando todo era más simple. El “Antes de” a cualquier problema que llega es un lujo al que en algún momento ya no es tan fácil acceder. Entonces, pensándolo de esta manera, creo que hay que tomar seriamente el agradecimiento como una forma de abrir los ojos y despertar. Aunque sea forzándonos, como las plegarias antes de comer de la gente religiosa. Sea a Dios, al planeta o a una mascota que nos mira con atención, lo que cuenta es el hecho de darle presencia al presente con un “gracias”, aunque no nos lo creamos del todo, aunque sea cursi, es un acto de vida. Un agradecer por nuestra existencia, puede conectarnos más, especialmente en esos momentos que nos enajenamos y nos volvemos indiferentes, que son los más frecuentes. Un “gracias” sincero por lo que tenemos, por lo que intentamos, y que a veces nace de comparaciones con gente que está luchándola en serio. La comparación se vuelve necesaria para poder ver que lo que logramos en nuestra vida tiene esfuerzo e importancia, pero tenemos que hacerlo real, recordándolo.

Gracias por leer hasta el final.

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