Siempre queda alguna deuda pendiente

Siempre queda alguna deuda pendiente

Es extraño pero los días malos nunca llegan sin previo aviso. En la rutina diaria se intuye un sutil cambio, que en principio no causa mayor alarma, pero que luego lleva a pensar en una advertencia inadvertida. Como sucede al entrar en una habitación, y sin motivo aparente, se percibe una presencia amenazante. Una mirada inquisitiva y malévola desde algún rincón desierto de la estancia. Sea lo que fuere no me sorprendió demasiado el cuadro que encontré al llegar a mi negocio aquella mañana. Un muchachito que trabajaba conmigo los fines de semana estaba juntando unos vidrios dentro de un cajón de madera. Era la vidriera del frente del local.

—¿Qué pasó Claudio?
—Hubo una pelea. Jorge y el Ripa.
El Ripa. Desde hacia casi seis meses mis peores pesadillas tenían un nombre: el Ripa.
—Carlos está en el hospital —balbuceó Claudio.
—¿Carlos? ¿Estuvo en la pelea?
—Ricardo adentro está la policía, el Chino quiere hablar con vos —siguió explicando el chico que volvió a su trabajo.
El Chino era un sargento de la policía provincial, de la comisaría de la zona. Buen cliente de la casa. Además un amigo personal.
—¡Hola Ricardo! —me saludó. Comencé a mirar el desastre a mi alrededor— .No te puedo decir buenos días. Todo este lío estaba cuándo llegamos.
—Chino… Carlos esta en el hospital me contó Claudio…
—El Ripa lo molió a palos
—¿Y Jorge?
—¿El cagón de tu socio? —el Chino lo odiaba tanto como yo—, no hizo nada. Se borró y lo dejó a Carlos en la estacada

—¿Me podés explicar qué pasó? —pregunté mientras evaluaba los daños.
—Te cuento lo que yo se. Algunas cosas que averigüe —la voz del Chino era suave—, anoche Jorge con unos amigos y algunas minas armaron una “fiestita” privada.
—¿Estaba Ivana? —lo interrumpí cortante.
—Sí, esa y otras putas más —me miró fijo—; parece que tu socio estaba con las chicas y Carlos, Javier y Remo. En algún momento de la velada, cayó el Ripa con algunos de su banda. Quiso entrar de prepotente y el Carlos saltó. Vos sabés que Jorge siempre le tuvo cagazo al Ripa.
—Si, lo sé.
—Ni Javier ni Remo fueron demasiado obstáculo para El Ripa y sus hombres, mucho menos lo fue Carlos. Le rompieron un par de costillas. Además de los destrozos se llevaron algo de efectivo y el equipo de música. ¡Ah!… las minas se fueron con ellos.
—Ellas lo entregaron al muy boludo. Seguro que estaban de acuerdo con el Ripa.
A simple vista podía justipreciar los perjuicios. Unas cuatro mesas rotas, una decena de sillas destruidas, el paño de una mesa de pool cortado y varias botellas de licor menos. El dinero y el equipo de música. El ventanal del frente. Tenía un día difícil por delante.
—¿Y Jorge? ¿Todavía no apareció?
—Se borró. Se lo tragó la tierra.
—¡Cuándo lo encuentre me lo trago yo!… por borracho y mal amigo.
En ese instante entró Sammy, mi otro socio.
—¿Dónde carajo está Jorge? —dijo a manera de saludo.
—Buenos días. Nuestro amigo no esta. O estará buscando asilo en alguna embajada —me dirigió una mirada entre colérica y resignada —, la última discusión casi lo matas vos, ahora si logro agarrarlo termino el trabajo —yo estaba bastante descontrolado.
—Ricardo, tenemos que hacer algo. Ese Ripa le tomó el tiempo. ¡Mirá el cuaderno con los fiados!
Abrí la libreta. Le serví un trago al Chino.
—Estoy de servicio —protestó sin convicción.
—¡No jodas!… tomemos algo.
La prolija letra de Jorge, algo temblorosa, había escrito: RIPA. Y abajo una sucesión de fechas y cifras. El monto total excedía los mil pesos. Toda una cifra.
—¿Cómo vamos a cobrar esto?
—Ricardo, ¿no te habías dado cuenta?
—De lo único que me di cuenta es del miedo que le inspiraba este tipo. Chino ¿ustedes no pueden hacer nada?
—No, Ricardo —la voz del Chino denotaba cierta pesadumbre—, este tipo entra y sale de la comisaría como se le da la gana. Te voy a decir la verdad: todos saben que el tipo es un delincuente, es pesado y violento. Un ratero de poca monta, pero que vive molestando a todos. El comisario lo deja actuar. No se si porque es informante o que. Lo único que de vez en cuándo lo levantan, le sacan la plata que lleva encima y lo largan. El tipo además anda en asuntos de droga y con putas.
—¡Ivana! —dijo Sammy.
—Yo pensé lo mismo —dije gravemente—, ahora nos tenemos que hacer cargo de la rotura de la vidriera, un nuevo equipo de música y reparar el mobiliario, por culpa del pelotudo de Jorge y la perra esa.
—¡Yo me voy a la casa de la mamá de Jorge! ¡Debe estar allá la rata!
—¡Dale!… yo me encargo de todo por acá.
Hacia cerca de un año Sammy me había propuesto un negocio. Me presentó a Jorge. Los tres congeniamos casi de inmediato y de allí surgió «Hamelin». Un pub con unas cuantas mesas de pool y otras pocas de ping-pong. Todo anduvo bastante bien hasta que la muerte del papá de Sammy, hizo que este se alejara para atender los negocios de su familia. Jorge se volvió ingobernable. Se había criado con una madre sobre protectora y una hermana mayor, era casi otra madre. El hecho es que el muchacho tenía 23 años y no conocía gran cosa de la vida. Inclusive era virgen. Al poner el negocio con nosotros cambió de una vida estructurada, que transcurría entre sus estudios de arquitectura y el trabajo como dibujante de una empresa constructora, a la noche con todas sus tentaciones. El muchachito tímido había cambiado radicalmente. El sexo se había transformado en su hobby predilecto; y pese a que era muy buen mozo, por lo general optaba por salir con prostitutas. Su otro pasatiempo era la bebida. Una noche de embriaguez casi había saltado de la terraza. Yo se lo había impedido. Ahora estaba bastante arrepentido.
—Claudio andá a la vidriería de la otra cuadra y que manden a alguien a tomar las medidas. Necesito la vidriera colocada antes de que anochezca.
—Pero, Ricardo, no creo…
Le corté su comentario en el acto:
—¡Claudio no importa lo que vos creas! —casi le grité al muchacho—, esta noche es la fiesta de los chicos de la secundaria, la nocturna dónde voy yo.
—¡Claro! ¡Me había olvidado!.
—Bueno ¡corré entonces! ¡Pasá por lo del Cholo, que se venga por acá!
El resto de la mañana se me fue en apurar a la gente de la vidriería. En un momento de relativa calma fui hasta una casa de electrónicos y compré un equipo nuevo de música. Por lo menos no se habían llevado los bafles. Eran demasiado grandes.
El Cholo era un poli funcional: albañil, plomero, electricista y en este instante probando sus artes como carpintero. Con un poco de cola, algunos clavos, unos trozos de madera e ingenio me había reparado casi todo el mobiliario. Un muchacho humilde y muy trabajador, que vivía en un barrio jodido: La Paloma, en General Pacheco.
—¿Qué pasó Richard… un huracán?
—Peor. El Ripa.
—¡Ah!… bueno. Yo te dije que ese guacho te iba a causar problemas, pero tu amigo Jorge le da calce.
—Vos sabés Cholo que yo no puedo laburar de noche. Voy a la nocturna y el encargado del boliche es Jorge, no me queda otra opción.
—Y el tipo no cae los fines de semana que estás vos. Pero igual me parece que mucho más no podrías hacer —me miró el Cholo intencionadamente.
—Cholo si hay que pelear…
—¡Pará!, no te digo que no tengas huevos. Pero el tipo es mucho para vos o cualquiera de tus amigos, es un delincuente peligroso. Siempre va armado.
—Carlos está en el hospital con unas costillas rotas. En un rato lo voy a ver —dije algo angustiado.
—¡Ves lo que te digo!, vos necesitas alguien que se encargue del asunto.
Durante unos instantes no entendí el mensaje. Luego comencé a asimilar la información.
—¿De qué manera Cholo?
—Librarte del problema, definitivamente.
—¿Se puede? ¿Cómo?
El Cholo me miró desde el impreciso límite entre la lástima y la incredulidad.
—¿Sos boludo vos? —entonces usó todo su argot villero—, hay que hacerlo fiambre… matarlo.
Esta vez demore más tiempo en decodificar el mensaje. Era una sensación de irrealidad. Algo así como si me hubiera apartado de la escena. Un desdoblamiento de mi persona estuviera sentado en otra mesa observando la conversación que sostenía con el Cholo.
“Hay que matarlo”.
La frase resonaba en mis oídos y repercutía en mi mente. Pero por más impúdica que resulte la idea me sorprendí preguntando:
—¿Vos podés hacer algo así?
—Yo con un par de muchachos, si hay buena plata.
Entonces estábamos en el medio del problema. Como quien habla de bueyes perdidos, estaba en esa mesa poniéndole precio a la vida de un tipo. O lo que es peor: arreglando los detalles de su muerte.
—¿Cuánto hay que poner?
—Calculo… tengo que charlarlo, pero unos tres mil. Mil por pera.
—¿Tres lucas? ¡Es mucho!
—¿Te parece? ¡Te sacamos el problema de encima definitivamente!.
El muchacho humilde y trabajador tenía una personalidad oscura y despiadada bien escondida. Por dinero era capaz de hacer cualquier cosa.
—Bien, Cholo. Yo te aviso.
—La poli no te va ayudar en esta —siguió el Cholo un poco más—. Ricardo, esta charla jamás ocurrió ¿si?
—Claro.
Esa noche luego de la prueba de sonido todo estuvo listo para la fiesta. Si resultaba un éxito como había previsto, salvaría los gastos y nos quedaría algo de ganancia.
El lleno fue total. La fiesta un verdadero triunfo. Los chicos se divertían, bailaban y se enamoraban. Habían acudido, cosa extraña, mayor cantidad de chicas que varones. Eso aseguró el suceso del evento y la cercana aparición de problemas.
Yo custodiaba la puerta. Ni Sammy ni Jorge habían aparecido. Tal vez Sammy lo hubiera matado y ahora estaría durmiendo en la cárcel. Me reí para mis adentros con la ocurrencia.

Unos golpes en la puerta llamaron mi atención. Entorné un poco y apareció la cara del Ripa por el hueco.
—¡Hola!, permiso.
—No Ripa, esta es una fiesta privada.
—Pero Jorge me deja entrar siempre.
—Jorge no está. Tampoco Carlos —dije con aire de fiereza—, estoy yo, ¡y no pasás!
—¿No paso?, esta bien.
Se fue sin más discusión. Todo quedó tranquilo una media hora más. Hasta que volvió a suceder.
Unos suaves golpes en la puerta. Otra vez entreabrí la puerta, pero esta vez un par de manos vigorosas me empujaron. Varios cuerpos me atropellaron en la penumbra. El olor a bebida alcohólica y droga me golpeo las fosas nasales. Eran a lo menos unos diez que se entremezclaron con la concurrencia.

Salí al hall de entrada y me encaminé rumbo a las escaleras. Me detuve un instante deslumbrado por la luz.
—¿Adónde vas vos? —escuché la voz a mis espaldas.
—A la comisaría Ripa, si no entendés por las buenas…
—¡Vos no vas a ir a ninguna parte!

Se me acercó mientras el resto se ponía en semicírculo detrás de él.
—Esto no es necesario —protesté en vano.
Ya estaba encima de mí. Me agaché y lo tomé de la cintura. En ese instante me imaginé al final de las escaleras con una horda de sujetos apaleándome, medio muerto, cubierto de sangre. Hasta pude sentir sus gritos burlones y sus risas.
Un extraño silencio se hizo. El cuerpo que yo aferraba se aflojó. Sus manos me soltaron.
Alce la vista. Los compañeros que estaban en el baile salían de a uno. En silencio. Eran por lo menos una veintena.
—¿Qué hacen ustedes acá?
El más joven e insolente les respondió (también era el más corpulento).
—Salimos a tomar aire —se cruzó de brazos.
Ripa terminemos esto aquí, ¡váyanse! —dije jadeante.
—Que, ¿te agrandás porque están estos?
Decidí jugar las últimas fichas. Era una jugada de póquer, un bluff, en realidad no tenía nada en la mano.
—Está bien, está bien, ¿querés pelear? ¡Vamos a pelear! —grité desaforado— pero vos y yo… nadie más, ¡vos y yo! .Vamos afuera que demasiados destrozos tuve que pagar hoy.
El Ripa me miró unos instantes. Luego hecho un vistazo a sus secuaces y habló:
—No vale la pena. Otro día nos vamos a encontrar vos y yo, ¡gordito!, ya nos vamos a sacar las ganas —se fue. Él y los suyos atrás.

Esa misma noche lo llamé al Cholo y concerté una cita. El Ripa no amenazaba en vano.
El barrio dónde vivía el Cholo tenía calles de tierra, perros hambrientos por doquier, chicos semidesnudos y polvorientos jugando entre los angostos pasadizos de las viviendas y escasa luz. La música bailable atronaba desde las casas. Barritas de muchachotes estiraban la noche con unas cervezas en el quiosco.
—¡Pasá Ricardo!, te estábamos esperando, pasá —invitó el Cholo.
Entré algo susceptible a la casita de ladrillo y chapas. El piso era de un alisado rústico y en una mesa con mantel de plástico había un par de cervezas a medio terminar.
-¡Rosa traé un vaso! Y dos birras más, llegó un amigo —el Cholo me dedicó una sonrisa lobuna—, jefe, estos son mis amigos. El Chori y el Gato, los dos son de confianza, amigos de fierro.
Salude con un apretón de manos. Los miré a todos con detenimiento. El Cholo impresionaba de solo verlo. Espaldas anchas, brazos vigorosos con venas que se le marcaban como surcos en un plantío. Su pera era cuadrada y su rostro curtido. Los otros dos eran un poco diferentes. No tan musculosos, pero se notaba su vigor en sus cuerpos rechonchos.
—Bien jefe, ¿lo vamos a hacer? ¿Está de acuerdo con la guita?
—Por el efectivo no hay problema. ¡Sí!, lo vamos hacer.
—Yo ya estuve hablando con los muchachos —el Cholo hablaba en un susurro—, cuánto antes lo hagamos mejor; mañana a la noche es un buen momento.
—¿Por qué es un buen momento? —una vez más me sentía en medio de una situación irreal, como estar viendo esa escena en la que no podía estar participando.
—Mañana por la noche. El tipo tiene sus hábitos, los fines de semana además de robar y molestar gente, hace ronda de putas.
—No entiendo.
—El tipo es un rufián. Antes vendía droga, pero ahora se arregla manejando unas chicas. A la madrugada va a buscar la recaudación. Y se lleva una de las minas con él. Ese es un buen momento —me guiñó un ojo.
—No lo creo, hay un testigo más —por extraño que parezca ya pensaba como un malhechor.
—¡No!, cuándo sale de la casa de la mina seguro va a estar en pedo y hasta drogado. La mujer se queda adentro y nosotros lo agarramos.
—¿Y después? ¿Qué pasa con el cuerpo?
—Vos no te preocupés —el Cholo seguía llevando la voz cantante—, nosotros sabemos qué hacer con el cadáver. ¿Y la platita?
—Acá tengo la chequera —dije.
—¡Me estas jodiendo! —alzó la voz el Cholo—, para un asunto como este efectivo. Sólo efectivo ¡Papá!
—Está bien, está bien, no te calentés. Acá tenés.
Saqué unos fajos de billetes que tenía en el bolsillo de la campera.
—¿Y cómo me entero que hicieron el trabajo?
—Porque vos venís con nosotros, así de fácil.
Una vez más la sensación de extrañamiento se apoderó de mí. Unos deseos terribles de irme de ese lugar. De no haber jamás hablado de aquello. Ahora era imposible echarme atrás. La inevitable secuencia de los hechos que me involucraban cada vez más y más.
—¡No! Así no se hace, ¡dame el dinero!
El Cholo me miró desafiante y feroz.
—¡La guita ya la entregaste! Se haga o no se haga el trabajo, se queda acá.
—Pero, ¿por qué tengo que ir con ustedes? Si yo les estoy pagando para que hagan ustedes el laburo.
—Y lo vamos a hacer, pero vos venís con nosotros para asegurarnos tu silencio —el Cholo me miraba con el mismo interés que pondría una araña en un insecto atrapado en su red—, si te apreta la policía, no nos vas a traicionar, porque si nosotros perdemos, vos también.
—¡Como una hermandad! —dijo el Gato.
Lanzaron unas risotadas obscenas, mientras el Cholo me palmeaba el hombro.
—No va a pasar nada jefe. Quédese tranquilo. Ese no lo va a molestar más.
Al día siguiente logré comunicarme con Sammy. Jorge no estaba por ningún lado. Según pudo averiguar se había ido a casa de unos familiares en la provincia de San Luís. Le pedí que esa noche viniera al negocio a hacerse cargo, porque yo tenía algo que arreglar. Era mejor dejar a Samuel afuera de aquello, que no supiera lo que estaba por hacer.
El tiempo pasaba con exasperante lentitud. Una vez que llegó la hora señalada todo se aceleró de forma súbita.
—Vamos Ricardo —el Cholo había surgido de la nada a mis espaldas. Hacía un rato que lo esperaba en esa esquina poco iluminada. Lo seguí unas pocas cuadras. En una esquina esperaba un automóvil algo viejo y una camioneta con capota.
—Subí al auto, atrás.
Me senté al lado del Gato. Manejaba el Chori. El Cholo se fue para la camioneta.
Arrancamos y deambulamos unos cuántos minutos por calles oscuras y poco transitadas. Durante una parte del trayecto entramos en arterias de tierra bastante maltratadas. El auto pegaba bandazos en los pozos. Empecé a tener deseos de vomitar. Un ardor en la boca del estómago. No sabía si era por el movimiento o por la tensión nerviosa. Nos detuvimos y se apagaron las luces. El Cholo se acercó con sigilo.
—Acá es, en cualquier momento llega.
—¿Querés un faso? —me convidó el Chori.
—No, no fumo
—¡Estos te van a gustar! —me guiñó el ojo el Gato.
Los tipos empezaron a fumar. El humo con olor a hierba quemada invadió el vehículo. Cada vez tenía más ganas de echar a correr, lejos de aquel lugar. Lejos de aquellos tipos. Lejos, muy lejos.
Por la esquina dobló un viejo Torino azul. Era el auto del Ripa. Al detenerse se escucharon claramente las risas de sus ocupantes. Primero bajó la muchacha. Trastabilló como si estuviera borracha y se volvió a reír. Se acerco el Ripa y rodeándola con el brazo la llevó hasta la entrada de la casa. Se besaron y entraron.
Traté de no pensar en el tiempo que duró aquella tortura. El cigarrillo seguía de boca en boca, en círculos. Luego una cajita de vino blanco barato y caliente. Más porros.
¿Una hora? ¿Dos? Trataba de no pensar. De no sentir. De evadirme.
El Cholo se acercó al auto del Ripa y forzó el capot. Estuvo algunos minutos trabajando sobre el motor. Luego volvió a cerrar la tapa. Y se acercó a su auto de nuevo.
—Bueno. Llegó el momento. Dejen todo lo que están haciendo y prepárense.
—¿Y si se queda toda la noche? — pregunté esperanzado.
—No, tiene que trabajar. Controlar otras minas y en una de esas robarle a algún gil. Este sólo duerme de día.
En ese preciso instante salió de la casa. Subió al auto y luego de algunos instantes se escucharon claramente algunas puteadas. Se bajo echando pestes y levanto la tapa del motor. Seguía lanzando insultos de todos los calibres.
—Ahora —dijo el Cholo.
Los tres avanzaron rápido y en silencio. Cuándo el Ripa quiso reaccionar, ya los tenía encima. Se escuchó un grito ahogado.
—La puta que…
Luego un sonido de sordo forcejeo y golpes. Más gritos ahogados, esta vez inteligibles. Fuertes jadeos y el golpe de algo pesado contra el suelo.

Las figuras desaparecieron de mi campo visual. Después, si, volví a ver recortadas las sombras en la luz mortecina de los faroles. Los tres hombres traían a pulso el cuerpo del Ripa y lo arrojaron en la caja de la camioneta. Cerraron la capota y vinieron al trote hasta el auto.
—Vamos a seguir al Cholo.
El cortejo arrancó y comenzó a desplazarse hacia zonas cada vez más deshabitadas. Podía ver por la ventanilla un paisaje descampado al costado de la ruta. Luego de un largo tramo, doblaron y entraron por un camino secundario. Se detuvieron. Junto con ellos, a mi me dio la impresión, que se había detenido el tiempo y la vida. Hasta el viento dejó de soplar. Ni el canto de los grillos o algún sapo trasnochado.
Los hombres arrastraron el cuerpo hacía unos matorrales. El Cholo se acercó.
—Cuánto menos sepas mejor… del cadáver nos encargamos nosotros. Nunca va a aparecer. Te lo puedo asegurar. Pero necesito que me acompañés.
—¿Para qué?
—Ya vas a ver ¡vení!
Me bajé del auto tembloroso y débil, como si estuviera por engriparme. Juraría que hasta tenía fiebre. Caminé con dificultad hasta los matorrales. El Ripa estaba caído de cubito dorsal, sus manos atadas a la espalda y con una ancha cinta que le tapaba la boca. Respiraba trabajosamente. Sangraba por las cejas y por las fosas nasales. El Chori lo iluminaba con una linterna.
—Tomá Ricardo —me dijo el Cholo—, terminá el trabajo.
El Cholo me estaba dando un revolver. Negro pavonado y de cachas de madera.
—¡No! ¡Yo pagué!.
—Tenés que rematarlo. Sino lo hacés, te juro, que le vas a hacer compañía. Hablo en serio Ricardo.
Los tres me miraron fijamente. Amenazadoramente. El Ripa seguía con sus ronquidos ahogados. El tipo tosía, se ahogaba en su baba y su sangre.
—¡Vamos!
Tomé el arma temblando. Con la otra mano sostuve la que llevaba el arma, como había visto hacer en las películas. En la mira apareció una parte de la cabeza del tipo. Apunte y cerré los ojos. Disparé. El estallido me dejó sordo unos instantes mientras el penetrante olor de la pólvora me entró por las fosas nasales. El retroceso del arma me llevó ambas manos hacia atrás. Abrí los ojos. Allí estaba: entre la mata de pelos sudorosos un agujero oscuro y brilloso. Vi, o creí ver, pedazos blancos de hueso y otros trozos rosados de la masa encefálica corriendo por el pegote de sangre.
Alguien me quitó el arma de las manos.
—Bueno, ahora te llevo a tu casa —me estaba hablando el Cholo—, ellos saben que tienen que hacer. Ricardo, ahora somos una hermandad de sangre. Estamos unidos para siempre.
Esa noche fue la primera de muchas otras de insomnio y sobresaltos. Dormité de a ratos.

En mis sueños, en mis pesadillas, siempre aparecía el Ripa. Un cuerpo que caía en un lago entre burbujas hasta el fondo. Los peces arrancando pedazos de carne. Uno de ellos le arranca la cinta de la boca. Ahí está la cara del Ripa. Entonces abre los ojos y dice:
—¡Vos me mataste!
Desperté envuelto en sudor. Ya no quise dormir.
Al día siguiente todo transcurrió con normalidad. La compañía de seguros se haría cargo del gasto de la vidriera. Los proveedores trajeron sus mercaderías. Tenía que prepararme para el fin de semana. Además avise en el colegio que no podría ir por un tiempo, aduje una enfermedad lumbar.
Ese día aparecieron el Cholo y el Chori. Se sentaron y me saludaron con los pulgares arriba.
—¿Qué hacen acá? —les dije por todo saludo.
—Vinimos a ver como estabas y a tomar unas birritas.
—¡Claudio trae un par de cervezas bien frías! —grité desde la mesa—, yo estoy bien. Van por cuenta de la casa.
Me levanté y fui a la barra. Ellos se quedaron un rato más, después de jugar un pool.
—¡Chau Ricardo!, no vemos mañana —se despidieron.
Las visitas del Cholo y el Chori, o el Gato siguieron toda la semana. Hasta ese sábado. Pero primero tuve otra visita. El Chino con el inspector Bermúdez.
—Hola Ricardo —saludó alegre el Chino— ¿Cómo va todo?
—Bien, muy bien.
—Vi la vidriera y los muebles, quedó todo bien.
—Si, eso ya es historia ¿Qué quieren tomar?
—No… ya nos vamos —dijo un seco Bermúdez—, ¿no tuvo más problemas con el Ripa?
El estómago se me encogió involuntariamente. Sentí la boca pastosa, algo sedienta.
—No, ya pasó.
—¿Y no lo viste más después del desastre? —preguntó el Chino.
—Si, a la noche del mismo día —cuánto menos mintiera mejor—, casi pasó de nuevo.
—¿Y?
—Nada, creo que vieron que mis amigos eran demasiado para ellos y se fueron.
—¿Y no supiste más nada del Ripa?
—No
—Está desaparecido —Bermúdez me miró fijo—, su auto quedó frente a la casa de su novia, abandonado. A él no lo volvieron a ver y los vecinos dicen que no vieron nada. ¿Por acá no apareció más desde ese día?
—Desde el lunes a la noche.
Se hizo un silencio incómodo, mientras el Chino y Bermúdez intercambiaban miradas.
—Bueno, nos vamos a ir. Pero si lo llegás a ver avisanos —me dijo el Chino irónicamente—, de todas maneras en cualquier momento nos estamos viendo.
¿Me había parecido o los dos usaron el mismo tono burlón? Era como que me avisaban que desconfiaban de mí e iban a volver.
Esa noche volvió el Cholo, pero solo.
—Hola Ricardo ¿me anotás una birra?
Tomé la cerveza y dos vasos.
—¿Así que estuvo la cana?
—Si —lo miré un tanto molesto— ¿No te parece que es muy peligroso que me visites tantas veces?
—No, soy un cliente más —dijo con sorna—, uno de los mejores. Vengo todos los días.
—Sí, pero no pagás nunca.
El Cholo me miró con ese aire fiero que le conocía.
—¿Le vas a cobrar a tu hermano de sangre?, además, vengo a protegerte. No sea cosa que te vayas de boca. Acordate que en esta estamos todos juntos.
—Me acuerdo.
-Bien. Richard, traé otra cerveza y también anota un pool. Vienen el Chori y el Gato.
Fui hasta la barra y me senté en el taburete. Le di una cerveza a Claudio con dos vasos más. Los otros llegaron y me saludaron agitando las manos. El Cholo me miró socarronamente, mientras le ponía tiza a la punta del taco de billar. Se le dibujó en el rostro una sonrisa de satisfacción.
Tomé el cuaderno de los fiados. La última página era la de los tipos que no pagaban jamás. Los incobrables. Con el corrector cubrí prolijamente el nombre RIPA. Sobre las cifras a cobrar puse cancelado. Tracé una línea de separación. Soplé el corrector para que se secara más rápido, y luego, con letras de imprenta en mayúscula anoté: CHOLO. Volqué todas las sumas y sus respectivas fechas. Volví a mirar al Cholo que se reía con sus amigos. Levanté el pulgar mientras les dedicaba una amplia sonrisa. Después escribí bien visible a modo de recordatorio:

DEUDA A COBRAR.

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