Relato corto II: Dulce y eterna noche de verano

Relato corto II: Dulce y eterna noche de verano

Eva Tejado Meco

14/01/2018

Allí estaban los dos, Sara y Miguel, sentados uno enfrente del otro en aquella terraza con vistas a la montaña. Habían quedado con varios amigos esa noche, pero, como a menudo suele ocurrir, cada uno fue rechazando el plan por diversos motivos hasta que se encontraron solos. Decidieron cenar juntos igualmente, hacía semanas que no se veían. Aprovecharían que los padres de Miguel no estaban para ir al coqueto chalet que tenían cerca de El Garbí.

Se conocían desde niños, desde el colegio. Ella, una niña bajita con dos trenzas en el pelo y zapatos de charol con una flor blanca en la hebilla. Él, alto y delgado como un espagueti, de aspecto desaliñado, siempre despeinado y cubierto de tierra de tanto jugar al fútbol. Pronto se hicieron amigos, fueron al mismo instituto y solo se separaron cuando llegó el momento de ir a la universidad, eligiendo ella estudiar Bellas artes y él Filología Hispánica. Aún así intentaban quedar siempre que podían.

Era innegable que desde que se conocieron habían sentido un cariño especial el uno por el otro, pero se hacían los ciegos ante las numerosas señales que indicaban que había algo más. Además de la timidez que compartían, creían que una posible relación podía empañar una amistad tan larga y duradera, que había superado muchos obstáculos. Sin embargo cada vez se hacía más difícil negar esa atracción mutua, ese magnetismo que los atraía como imanes.

Era una cálida noche veraniega, de esos días de julio en los que acabas de comenzar las vacaciones y crees que todo es posible. Miguel preparó la cena y puso la mesa de la terraza antes de que Sara llegara. Se saludaron con sendos besos en las mejillas. Mientras él traía los platos ella la esperaba apoyada en la barandilla de la terraza, mirando hacia la escarpada silueta de aquella montaña con nombre de viento y del resto de la Sierra Calderona. Cuando Miguel entró a la terraza la vio de espaldas, con su vestido blanco agitándose levemente por la suave brisa como si fuera una silueta espectral. Se sentaron a cenar. Se observaban el uno al otro, ruborizados, pero apenas podían decir palabra alguna. Él escudriñaba sus ojos a través de la copa de vino, ella mientras se limpiaba la comisura de los labios con la servilleta. Quince años hacía que se conocían y ahora, con veintidós cada uno, aún parecían aquellos chiquillos que quedaban todas las tardes para merendar juntos en el parque de enfrente de la estación del tren. De fondo se escuchaba la lista de reproducción de música que siempre acompañaba a Sara cuando iba en metro a la universidad.

Cuando acabaron de cenar, Miguel recordó que sus padres guardaban en el frigorífico una botella de champán que había sobrado del cumpleaños de su abuela hacía un par de semanas. Le ofreció a Sara una copa que ella aceptó y el se sirvió otra a continuación. Cuando se disponían a brindar comenzó a sonar una de las pistas de la BSO de Lucía y el Sexo, «Me voy a morir de tanto amor», una melodía tierna, cándida, perfecta para aquel momento en el que la luz de la luna se reflejaba a través de las burbujas de champán como si fueran a beberse todas las estrellas del cielo. Tomaron un pequeño trago y se miraron fijamente. Sintieron el calor de su respiración. Entonces Miguel no pudo aguantar más la tentación y la besó, y Sara le correspondió. Las copas, de plástico, salieron rodando por el suelo derramándose parte de su contenido, pero no les importó. Aquel era el momento que tanto miedo les daba pero que llevaban esperando tanto tiempo. Cuando sus labios se rozaron por fin comprendieron que no había nada que temer. Se conocían, se comprendían y sobre todo se amaban. Eran jóvenes, libres, llenos de energía, y con ese beso se creían indestructibles. Después de tanto tiempo y de todo lo vivido por fin se unieron, gracias a aquel extraño poder que solo pueden tener esas dulces y eternas noches de verano.

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