Hacía frío, estaban mojadas y sucias. Habían caminado un gran trayecto para llegar hasta acá y ahora que habían llegado, tenían una sensación de vacío, como cuando se va un amigo muy querido. Estaban hechas para caminar, no para llegar, no sabían llegar, no sabían estar. Tenían la enorme necesidad de moverse, para eso estaban hechas. Les gustaba sentir el suelo pasar debajo de ellas, el agua, el lodo, el frío las inclemencias del tiempo y el peso sobre ellas. Eran a prueba de todo, menos de llegar.

Hace unos meses, estaban en la zapatería, nuevas, lustrosas. Tenían las suelas gruesas con una labor profunda semejante a la rueda de un vehículo 4×4. Eran de caña alta, de un cuero negro profundo. Los cordones pasaban por los ojales dibujando una x sobre otra, luego casi al final, unos ganchos las sujetaban a los tobillos del caminante, los abrazaban, los soportaban, los cuidaban. Por dentro eran cómodas y acolchadas, pero por sobre todo calientitas. Cualquier pie estaría feliz viviendo en ellas.

Un día llegó ella, la vieron desde el momento que pasó por la puerta de la zapatería. En ese mismo instante la eligieron a ella. Tenía alma de aventurera y quisieron recorrer los caminos con ella. Ella las vio, fue amor a primera vista, el cual se consumó en el instante en que se las calzó. No se las quitó más. Guardó los zapatos viejos que llevaba, en la caja de sus nuevas botas. A ella no le importó que desentonaran con su falda larga de flores y su camisa rosa. Eran lo único que le faltaba para emprender su tan ansiado viaje. Se las quitó apenas para dormir y digo apenas, porque casi no durmió debido a la emoción que sentía. Al día siguiente partiría, no tenía en claro a dónde, pero tampoco le importaba. Lo importante era el viaje.

En la madrugada, las botas cubrieron los pies de su nueva compañera de viaje y empezaron a caminar. Subieron a un barco y caminaron las dos horas que duró el trayecto. Caminaron por la cubierta, viendo el mar azul, sintiendo el viento fresco y salado. El agua fría las salpicaba y las refrescaba; se sentían vivas, para eso habían sido hechas, para disfrutar del mundo. Estuvieron a punto de ser compradas por una chica de ciudad, que solo las utilizaría una que otra vez y sabía que con ella, hubiesen pasado la mayor parte de su vida aburridas en el fondo de la zapatera junto a otros zapatos de todo tipo: los de fiesta que había usado una sola vez, las zapatillas que compró en un arrebato por llevar una vida sana y activa, que le duró exactamente tres días y medio y que ahora usaba para salir a barrer la acera. Las sandalias de verano y los tacones altos. En fin, hubiesen tenido una vida vacía y sin sentido. Se sintieron aliviadas de que ese no haya sido su destino. Les dieron nauseas de solo pensarlo o quizás solo había sido el vaivén del barco. No importaba, suspiraron aliviadas de lo que pudo ser y no fue.

Llegaron al puerto de destino, de aquí en mas caminarían. Se sentían como un caballo antes de iniciar una carrera, estaban inquietas y expectantes. Querían verlo todo. Se pusieron en marcha. El asfalto estaba caliente por el sol de verano que brillaba en el punto más alto del cielo. Veían las casas pasar a su lado, casillas de todos colores y tamaños. ¿Cuántos zapatos debía haber ahí, acumulando polvo y olvido, esperando ser usados? ¿Cuántos zapatos realmente se tiran porque están gastados y ya no dan para más? No creo que tantos como los que son reemplazados por otros más lindos o mejores, víctimas de las tendencias que cambian de temporada a temporada y que dejan zapatos en perfectas condiciones en el más triste abandono.

No quisieron pensar más en eso, ese no era su caso. Ellas estaban con el mundo literalmente a sus pies. El asfalto cambió por un camino de tierra, y las casitas estaban cada vez más espaciadas unas de otras. Los espacios entre ellas eran rellenados por árboles y vacío. El camino se hacia cada vez más angosto y el bosque mas ancho. De cuando en cuando se cruzaban con otros personas. Cruzaban un saludo o pedían indicaciones. Descansaban cuando los pies que las llenaban no podían más. Ellas lo sentían, sentían como crecían adentro de ellas y cómo palpitaban cada vez mas fuerte. Sabían que cuando eso ocurría era momento de darles un respiro. Ella se sentaba y a veces sacaba sus pies de esas botas que, al mismo tiempo que los cuidaban, los oprimían y estrujaban. Era un placer quitarse las botas después de mucho caminar. Mientras más caminaba y mas la oprimían aquellas botas, más placentera era la sensación de libertad que tenía al quitárselas.

Las botas fueron adelgazando sus suelas y ese cuero negro, lustroso y brillante se cubrió de polvo, lodo y tiempo; se desgastaron y opacaron. Se arrugaron como un rostro viejo en el que cada arruga cuenta una historia o una vivencia. Fueron acumulando historias y vivencias. Algunas arrugas se pronunciaban tanto que rompían el cuero. Los cordones estaban raídos y amenazaban con romperse cada vez que ella los ataba, teniendo cuidado de ejercer la presión justa para no romperlos.

Así crecieron ella y las botas. Ella no era más la niña que empezó el viaje ni las botas las mismas del aparador. Estaban curtidas por el sol y por el tiempo. Eran compañeras. Pero las botas sabían que no la podrían acompañarla por mucho tiempo más. Ya no cuidaban esos pies como al principio. Estaban cansadas y rotas. Tenían agujeros en las suelas.

Por fin llegaron, no al final del viaje de ella, sino al final del viaje de las botas. Tenían que dejarla ir. Alguien mas tendría que cuidar esos pies delicados y aventureros. Ellas no podían hacerlo más. Se detuvieron en la vitrina de otra zapatería y el reflejo del vidrio les devolvió la imagen. No se reconocieron. Ellas se probó otras botas, dos, tres, cinco. Esta vez no fue amor a primera vista. Esta vez tampoco se llevó puestas las nuevas. Salió con sus botas viejas, como despidiéndose de ellas de una manera digna. Legaron al hotel, se las quitó poco a poco, como quien desnuda por primera vez a su amante. Despacio, con cuidado. Quería llorar, pero nadie llora por un par de botas viejas. Se las quitó por última vez y lloró, les hubiera dado un beso de despedida si no estuvieran tan sucias. Y ahí quedaron en el rincón de la habitación. Habían llegado, no sabían llegar. Ella se fue.

La mucama del humilde hostal las vio ahí, en el rincón, fue amor a primera vista…

Etiquetas: cuento corto

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