Cuando Adriana y yo decidimos vivir juntos, mi tío Jesús nos ofreció en renta una vieja y pequeña casa de adobe en la calle del Carmen. Tenía tan sólo quince metros de fondo y seis de frente, espacio justo para una puerta y una ventana de fierro pintadas de negro. Aunque la construcción era fresca, en tiempo de calor teníamos que mantener abierta la ventana, para que entrara el aire y los olores no se encerraran.

Nuestro comienzo fue humilde, estuvo primero el amor y luego, pero mucho tiempo después, el dinero. Apenas contábamos con la recámara y un pequeño comedor que Adri había comprado con su primer sueldo en la biblioteca. Luego adquirió una mecedora blanca, que gustoso le armé para que se meciera cada noche, mientras le platicábamos y cantábamos arrullos a nuestro primer hijo por nacer. No teníamos cortinas, por lo que cualquier persona que pasara frente a la ventana y volteara al interior podía conocer por completo nuestro hogar.

Cruzando la calle teníamos una vecina llamada Mariquita. Aunque nunca se casó, crió a los dos hijos y a la hija de una hermana que murió. Los mantuvo y educó hasta que éstos fueron capaces de hacer su propia vida. Doña María González, que así era su nombre de pila, había trabajado de celadora en la cárcel de mujeres por muchos años, y contaba con una voz potente y hasta cierto grado marcial y autoritaria. Con los años había perdido poco a poco el oído, por lo que cada vez que hablaba podíamos escucharla hasta a cien metros de distancia. Ahora, a sus ochenta años de edad, era dueña de varios departamentos que había construido en lo que anteriormente había sido la casa paterna. Ella vivía en el del fondo, los demás los rentaba para mantenerse.

Sus sobrinos la querían mucho y ¿cómo no? si prácticamente había sido su mamá y, aunque no vivían con ella, la visitaban a diario y le tenían contratada una cuidadora. Parte de los cuidados era que cada tarde, ya fueran sus parientes o la señora que la cuidaba, la sacaban a caminar por el vecindario, cosa que ella aprovechaba para hacer vida social.

Un día de verano me encontraba haciendo limpieza en la sala cuando, frente a mi ventana, apareció el arrugado rostro de mi vecina y el de su asistente y, con una estruendosa voz que retumbó en el cuarto vacío me dijo:

-¿Usted es el nuevooo? -.

    ¡Bueno! De nuevo no tenía nada. A mis 37 años estaba ya medio maltratado, pero supuse que se refería a mí como nuevo en el barrio.

    – ¡Sí, señora! Recién nos cambiamos aquí – le dije.

    – Y ¿queé tan grandee es la caasa? -.

    – ¡No mucho! Quince metros de fondo. Más o menos lo que se alcanza a ver desde donde está -.

    – ¿Cuaántos cuaartos tieene? -.

    – Cinco. Son la sala, la recámara, un cuarto más, el baño y la cocina,…¡ah! y tiene un patiecito, donde tendemos la ropa -.

    – ¿Y cuaánto le cobran de reenta? -.

    – ¡Bueno! Como el dueño de la casa es mi tío, me está cobrando sólo setecientos pesos -.

      En eso, Doña Mariquita alcanzó a ver a Adri en el segundo cuarto y me dijo:

      – ¿Y la muchachaa ees su esposa? -.

      – ¡Sí señora! Se llama Adriana -. Le dije.

      – ¿Y está bueena…? -.

        La viejita me sacó de onda con esa pregunta. Prácticamente me confundió. ¿Cómo que si mi esposa estaba buena? Cuando en México decimos que una mujer es buena
        nos referimos a sus virtudes espirituales: la chica bondadosa, generosa, comprensiva, tierna, solidaria, tolerante, etc. Por otra parte, cuando comentamos que una muchacha esta buena hablamos de sus virtudes corporales : cinturita, grandes pechos, buenas caderas, lindas piernas, atractivo trasero…y eso se platica con los amigos de confianza, no con la honorable anciana que vive frente a tu casa. Traté de componer las cosas con mi respuesta y le dije:

        – ¡Pues sí! Mi esposa es muy buena, es muy linda y tierna…

          Mariquita frunció el ceño y en un tono de molestia me dijo enérgica:

          – No le pregunté eeso, le dije ¿Qué si estaá bueena? -.

            ¿Pero qué le pasa a esta mujer? Pensé. Ultimadamente ¡qué chingados le importa! ¡Mugre viejilla metiche! Y le iba a contestar de mala manera pero, por consideración a sus años, calmé mi molestia y traté de responderle de la manera más adecuada.

            – Pues sí ¡claro que está buena! También por eso me casé con ella. El físico también cuenta. ¡Tiene un cueerpaazo!…

              Mi vecina me miró con asombro y, aún más molesta que antes, no me dejo terminar de hablar…

              – ¡Noo su mujer! ¿Qué si estaá buena la caasa?…¡Hombre tan más lujurioso!…

                Doña Mariquita se fue mascullando no sé que cosas. Yo estaba totalmente apenado. La cuidadora no podía contener la risa y Adri, desde el otro cuarto, estallaba a carcajadas.

                Mi esposa en la mecedora blanca, con uno de mis hijos. En la otra foto Doña Mariquita con su cuidadora y yo con mis dos hijos.

                URL de esta publicación:

                OPINIONES Y COMENTARIOS