La sala de reuniones estaba lista. Uno a uno avanzaron los integrantes de la junta. Adentro permanecía oscuro, a medida que cruzaban la puerta de entrada se encendían algunas dicroicas, pero la luminaria todavía resultaba insuficiente. Algunos ya estaban acomodados, otros, se podría decir que apoltronados. Entonces, entró ella. Con su aire de suficiencia habitual rodeó el recinto. Su obesidad le dificultaba el ingreso, más, su rostro no noticiaba incomodidad alguna o pesar. Soberbia y altanera, desde sus pequeños ojos hundidos, escupió una mirada fría en derredor con ese brillo perverso en sus pupilas renegridas sobre una nariz fina y aguileña. Hizo, entonces, hacia atrás uno de los asientos, y por más generoso que éste se mostrara, tuvo que esforzarse para terminar encajando en él, la desmesurada anchura de sus caderas. Todos la observaban porque lo sabían. Sabían que sería la primera en hablar, que sus palabras no agradarían a nadie, pero nunca osaban contradecirla, porque en verdad le temían. Gozaba y abusaba de ese falso respeto que infunde, por sí solo, el temor. Sí, después hablarían los otros, pero ella, como siempre, daría el puntapié inicial y ese era el motivo de creerse, holgadamente, por sobre el resto.

Carraspeó aclarando su garganta, y, sin más, comenzó con su interminable monserga…la culpa, nadaba en su discurso agobiante como pez en el agua, con la cancha que los años le supieron imprimir. Lideraba cada una de las reuniones, no había quien la detuviera en sus discursos, todos agachaban la cabeza a su paso. El enojo bufaba y llevaba su vista hacia el costado opuesto denotando un fastidio completamente habitual en él. La sumisión asentía enfáticamente. Era delgada, temerosa, la blancura de su piel daba la impresión que se resquebrajaría. Sus ojos enormes formaban parte importante de la estética de condescendencia. A cada frase del speech que pronunciaba la culpa, arrojaba un gesto de adhesión. Al otro rincón, mientras escuchaba los argumentos, la razón, preparaba cientos de: escritos; láminas; cuadros; y demás…que ya traía preparados. Lo había investigado todo. Nada había quedado librado al azar y estaba segura que con sus argumentos certeros terminaría convenciendo a la totalidad del auditorio. En una esquina de la sala, recostada su silla hacia atrás en una maniobra de equilibrio peligroso, y, al borde del desparramo, estaba la inconciencia. Se hamacaba sin prestar atención a su interlocutora mientras diseñaba avioncitos con algunas hojas sueltas que encontró sobre la mesa. Ni bien terminar miró divertida a uno y otro costado buscando el mejor ángulo para arrojar el primero, que, fue certeramente a parar al rodete abultado en la nuca de la culpa, que volteó furiosa. Finalmente, y con aquel irrespetuoso acto de la inconciencia, la culpa hizo un instante de silencio. Ni lerda ni perezosa la razón comenzó a exponer sus argumentos, no vaya a ser que algún otro le gane de mano. Cuando comenzó a hablar todos exhalaron con pesar, pues sabían que venía para largo el asunto. El reloj corría lento y la razón ya había aburrido a todos con sus estúpidas filminas. El murmullo empezó a elevar el tono. La impulsividad caminaba de lado a lado de la sala, ¡de milagro no chocaba con las paredes! La cautela, insistía en que era hora de un Break, que a todos les iba a hacer bien tomar un respiro, un cafecito, mirar por la ventana. Unos metros alejada de la mesa se había quedado la tristeza, en el rincón que permanecía casi sin ser alcanzado por las estériles luces blanquecinas de la sala. Sola, la vista al suelo, en silencio, pensativa, con su rostro en penumbra…

El locador estaba impaciente. Miraba una y otra vez su muñeca casi hipnotizado por las manecillas del reloj de pulsera. Bufaba. Sacudía su pierna con nerviosismo. La discusión adentro estaba acalorada, había reyertas, frases injuriosas, se formaban bandos por momentos…

¡Bueno, Basta! Dijo, y los echó a todos. A regañadientes salieron uno a uno por la puerta. Entonces, Los metió en la licuadora y desechó en el inodoro el líquido resultante. Se fue a dormir. Mañana lo resolvería. Tal vez deba escuchar la única opinión relevante…la almohada.

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