Cuando estaba en la secundaria del Instituto Margil, tendría trece o catorce años, mi mamá acostumbraba todavía enviarme “lonche” para comer a la hora del recreo. A veces me daba una torta o un sándwich, pero también me compraba otros productos de la tienda de abarrotes, como los panes y galletas “Marinela” o las botanas de “Sabritas”, lo que ahora se conoce como comida chatarra.

En cierta ocasión, durante la clase de Física y mientras el maestro “Jimmy” estaba ocupado escribiendo problemas en el pizarrón, un compañero del pupitre de atrás abrió mi mochila y sacó de ella una bolsa de “Fritos”, que eran unas frituras de maíz con sal y limón.

Al darme cuenta de lo que hacía, volteé muy molesto y le exigí que me la regresara. Al contrario de lo que esperaba, el muy desgraciado abrió la bolsa, y con todo el cinismo del mundo sacó de ella un frito y se lo comió lentamente, como retándome para ver qué era lo que yo hacía. La fritura crujía fuertemente en su boca, y la bolsa metálica hacía bastante ruido, provocando la risa de los demás alumnos.

Como el maestro era muy estricto con la disciplina no me animé a levantarme, y mientras tanto, ya otro compañero tomaba la bolsa y sacaba otro frito para comérselo. Tal ejercicio se fue repitiendo con los demás, y mientras yo veía cómo la bolsa pasaba de mano en mano por todo el salón, me iba haciendo a la idea de que ese día no loncharía.

Cuando por fin me olvidaba de mis “Fritos” y me disponía a poner atención a la clase, mi compañero de la derecha me entregó la bolsa, que ya había regresado de su prolongado viaje.

Miré en su interior y me encontré con la última fritura. Resignado pensé: – ¡Bueno! Al menos me quedó una-. Y me la eché a la boca.

En esos momentos el maestro Jimmy volteó, y al verme comiendo y con la bolsa en la mano me dijo:

– ¡Ese comelón, fuuueeera del salón! -.

    Todos los compañeros estallaron a carcajadas.

    Instituto «Margil», Aguascalientes, México (Google Maps).

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