El extraño caso de Néstor Ochoa

El extraño caso de Néstor Ochoa

Eran las dos de la tarde y el inspector Néstor Ochoa estaba acomodando unos papeles para irse a comer con su ayudante Germán Montes.
Habían cerrado un caso y su jefe, el comandante Alfredo Lara, les había dado el
día libre para que descansaran y recuperaran las fuerzas, pues se habían
dedicado un mes y medio a seguirle los pasos a un estafador que tenía planeado
robarse unos cuadros del artista mexicano José Luis Cuevas, valorados en varios
millones de dólares, y por la eficiencia de su trabajo el par de sabuesos había
frustrado el atraco. Les habían concedido unos días de descanso y una suma de
dinero para que se aislaran, al menos físicamente, de la oficina de homicidios
en la que prestaban sus servicios. Néstor Ochoa, en realidad, lo que quería era
obtener su jubilación. Había dedicado casi la mitad de su vida a la búsqueda de
delincuentes y estafadores y nunca había fallado en el momento preciso. Había
conocido a muchos policías principiantes que a su lado se convirtieron en
especialistas en la búsqueda de criminales. Germán Montes era su último alumno,
Néstor lo había decidido desde que lo vio pasar por la puerta de su oficina,
dado que tenía la apariencia de un inspector sacado de las novelas de Agatha
Christie. Germán era sistemático, paciente y, aparte de inteligente, testarudo.
Gracias a él, habían encontrado el rastro que necesitaban para detener al
ladrón de cuadros. Germán había hecho una brillante hipótesis que no convencía
al experimentado detective Néstor, sin embargo, conforme fueron avanzando los
días, las pistas brotaron con tanto ímpetu como las flores en primavera.

Cuando hubo acomodado las carpetas en su sitio, el veterano Néstor se puso su ropa de paisano y se fue a llamar a su ayudante para irse a almorzar con él. Ya se iba imaginando el plato repleto de los tacos de carnitas con guacamole y otros al pastor con salsa de chile de cascabel que le encantaban y que se vendían en la taquería de la calle de Tamaulipas esquina con Michoacán, cuando lo llamó su jefe para avisarle de que se había encontrado un cadáver cerca de allí, en la calle de río Lerma Nº 220. No pudo evitar que de su boca saliera vomitada una mentada de madre dirigida, en primer lugar, a su inmediato superior y, luego, a todos los criminales que no le daban ni un minuto de descanso. “Lo siento Néstor, es urgente porque al parecer todas las características de este asesinato coinciden con las de El Invisible”. Néstor lo miró con ojos lacerantes como si sufriera por causa de los recuerdos.

Hacía veinteaños que buscaba a un criminal que no dejaba huellas y que tenía un cuadro psicológico criminal tan sencillo que coincidía con todos los asesinos de
prostitutas, así que al haber cientos de sospechosos, era casi imposible encontrar al culpable y se había pasado dos décadas repasando en su mente las imágenes de los asesinatos para sumergirse en el caso hasta lograr encontrar alguna pelusa del hilo, que al final, lo llevaría a desenredar el ovillo de acciones que abría el camino hacía el asesino.

Recordó a las treinta mujeres maniatadas y asfixiadas, con el cuerpo despatarrado lleno de moretones y la vagina desflorada por el palo que usaba el demente criminal.
Estaba el mecate y el letrero de sangre en el espejo del baño con la escalofriante leyenda: “Para que aprendas”.
Néstor recordaba que, desde la primera vez que la había visto en el espejo del
baño de un departamento alquilado por una bailarina de cabaret de origen
cubano, jamás lo había podido borrar de su cabeza. A la exuberante mulata la
encontró con expresión de angustia y desesperación, y esa imagen del espejo se
mezclaba con la aterrorizante cara de la muerta. Lo peor de todo es que él
mismo había estado con ella la noche anterior y no sabía que el momento de
placer que había experimentado con la habanera se convertiría en su peor
pesadilla.

Cuando salió de la cámara de sus recuerdos vio a Germán que estaba vestido de civil y le pareció el mismo de siempre. Tenía esculpida en la frente la frase lapidaria, que un día lo acompañaría al más allá, y que mentaba: “Soy poli de homicidios, nací con la placa y no lo puedo ocultar”.

—¿Ya lo ha oído, jefe? —preguntó sin inmutarse y
mirando con sus pequeñísimos ojos inquisitivos como si fuera el maestro del
monje llamado El Pequeño Saltamontes de la serie del fallecido Michael
Carradine.

—Sí, Germán, tenemos que ir de nuevo a presenciar ese
horroroso espectáculo. ¿Hasta cuándo tendremos que soportar a ese hijo de su
chingada madre?

—No lo sé, Néstor —Germán era el único aprendiz que
desde el primer momento le hablaba de tú a Néstor y éste nunca le había puesto
objeciones porque de cualquier forma presentía que el chico fisgón había
llegado a su vida con el fin de revelarle todos los misterios de la
criminalística y sustituirlo.

—Pues vámonos, jefe.

Salieron y se montaron al viejo Rambler 75 de Néstor.
El coche no tenía buen aspecto porque la pintura de la carrocería estaba
descarapelada y el motor se había desbielado en una persecución que la pareja
había hecho hasta Acapulco. En Chilpancingo, los émbolos del motor se
derritieron como chicles y tuvieron que dejar en un taller el carro para que
don Panchito, un mecánico tlaxcalteca muy ducho en autos, le montara una
máquina casi nueva de un Nissan chocado pero intacto del motor. Ahora la
cafetera de Néstor era un automóvil como los veteranos de la guerra: arruinado
por fuera, pero con un alma a prueba de todo y un gran corazón. En efecto la
máquina del Nissan Rogue que le había empotrado don Panchito, era increíble. La
velocidad, inútil en la Ciudad de México, era invalorable en carretera. Don
Panchito se había ocupado también de la suspensión y no le dio tiempo de pintar
el bólido porque Néstor tuvo que volver de urgencia por petición de su jefe
Alfredo Lara, quien era imparcial en sus mandatos, y gracias a esa absurda
conducta se había ganado un lugar privilegiado en la policía como el des
enmarañador de homicidios y detector de maleantes más famoso del país.

—Ya llegamos, Néstor, ¿estás preparado para subir?

—A qué viene esa pregunta. ¿Sabes que eres un mocoso
y estás a mis órdenes? En el momento en el que yo quiera—, y subrayó esto con
voz muy grave—, te echo de la policía. ¿Está claro?

—No se ponga así jefe —dijo Germán, haciendo una
excepción en su trato para que Néstor se diera cuenta de que toda la vida lo
había respetado e idolatrado.

—Bueno, explícame por qué me has hecho esa pregunta.

—Pues, porque lleva mucho tiempo con ese caso y
podría suceder algo impredecible, hoy.

—¿Algo impredecible? ¿Cómo qué?

—Pues, que descubriera quién es el asesino, por
ejemplo.

—¿Te das cuenta de lo tonta que es esa deducción,
Germán? ¿Te das cuenta de que son veinte años de repetir las mismas acciones,
tales como la de interrogar a los vecinos y saber que nadie escuchó nada porque
se trataba de una puta que se vendía todos los días y les hacía la vida
imposible a las vecinas seduciendo a sus maridos? ¿Quién va a querer encarcelar
a ese hombre, o lo que sea, que ha liberado a las esposas de sus
preocupaciones?

—Perdona, Néstor, pero no estás pensando como
investigador de homicidios, te estás dejando llevar por las debilidades humanas
y tienes que ser frío como un hielo para encontrar de una vez por todas a esa
bestia.

Néstor recapacitó un poco y cambió de actitud. De
pronto, le había dado vergüenza que su alumno le indicara, de forma muy
certera, cómo debía conducirse en esa situación. Recordó un anuncio de
televisión en el que se aconsejaba respirar profundo, contener el aíre y contar
hasta diez. Lo hizo y, una vez que recuperó el aplomo, se dirigió a la vivienda
en la que se había llevado a cabo el asesinato.

—No es ahí, Néstor.

—¡Cómo que no es aquí! ¡Si es la dirección que nos
dieron!

—Sí, Néstor, pero dijeron que al lado se encontraba
el edificio.

—¿El edificio? ¿Qué no sabes que esta colonia está
llena de casas antiguas y está estrictamente prohibido por el gobierno
construir en esta zona viviendas de más de tres pisos?

—Pues, mira tú mismo y dime qué es eso.

—¡Me lleva su puta madre! ¿Desde cuándo está eso
allí?

—Desde ahora mismo. Es decir, ahora mismo no lo sé.

—Mira, Germán, aquí dice alquiler de fracs. ¿Y si el
maldito criminal se alquiló un traje de chulo aquí y luego se fue a ver a la
piruja? A ver, este es el número 220 ¿Ves como sí es una casa? Y de un sastre,
por cierto.

—No, no nos dijeron que el 220, sino a un lado.

—Bueno, veamos, ¿habrá cuidador aquí?

—Sí, pero cuando lo interrogaron dijo que a la hora
en que llegó el cliente de nuestra rubita, el portero no resistió las ganas de
echarse un cigarrito y se fue al estanco de la esquina a pedir tabaco. Cuando
regresó, la difunta y masacrada mujer ya se había metido con su cliente.

—Oye, ¿este edificio no era el de Teléfonos de
México? Tengo la impresión de que ya había estado aquí alguna vez.

—Pues, no lo sé. Se ve muy nuevo y los apartamentos
son pequeños, pero con buen gusto. Mira cómo está el atrio de lujoso.

—Vamos a la tercera planta.

Subieron por el ascensor y el avezado inspector
sintió un desagradable sabor en la boca. Entraron en el piso que tenía las
cortinas recogidas con unas toallas que servían de abrazaderas. Germán se río
un poco por la ocurrencia del fotógrafo.

—Por lo visto todos ya han estado aquí. ¿No crees
Néstor?

—¿Lo dices por el fotógrafo? Si siempre hace lo
mismo, sea el lugar que sea. Sin luz natural no toma ni una foto. Dice que el
flash espanta el espíritu del crimen. Son creencias locas.

—Bueno, revisemos el cuerpo. Es una mujer guapa,
rubia con buenas proporciones, parece extranjera. Tal vez sea de algún país
eslavo, quizás de Ucrania, de Bielorrusia o de Rusia. Está tendida boca arriba,
atada con los brazos en alto. !Mira nada más qué cama! Seguro que los clientes
se volvían locos con esta mujer mirándola en el espejo que hay en el techo. Les
cobraría un dineral a los pobres depravados, ¿no crees?

—Sí, pero es insignificante la coincidencia.

—¿Qué cosa, Néstor?

—Que parece como si esta misma escena se hubiera
repetido todo el tiempo. Desde el primer crimen. Si observas bien, te darás
cuenta de que el escenario es idéntico. Tú has visto sólo cinco crímenes como
este, pero yo no. ¿Qué me puedes decir al respecto?

—Pues, sólo constatar tus palabras. Es el mismo
espejo, la misma cama, la misma orientación del piso hacía el Norte, el color
de los muebles, todo igual. Sólo cambia el cuerpo de la mujer. Incluso la hora
en la que hemos llegado. Mira, son las tres de la tarde.

—¿Ves cómo yo tenía razón? En eso estaba pensando
cuando me interrumpiste con tu perorata del usted, y tu bla, bla, bla.

—Pues sólo tenía la intención de tranquilizarte, tú
cara estaba muy descompuesta.

—Era por el intestino. No podía echarme un pedo. Era
por eso, nada más.

—Bien, deja de discutir y revisemos el orden de las
cosas. Nuestra misión hoy será revisar que todo esté como siempre y si algo no
está como de costumbre lo usaremos como la primera pista. Ruégale a Dios que
ese hijo de su pinche madre haya fallado en algún detalle, Néstor.

Los dos inspectores estuvieron enumerando todos los
detalles del asesinato que coincidían a la perfección con los anteriores.
Parecía que el criminal llevaba una lista de acciones que cumplía al pie de la
letra y cada vez que lo examinaban aprobaba con la nota más alta.

—Esto no es posible, Germán. De los treinta
asesinatos que ha efectuado ese animal, diez mujeres han sido mulatas, diez
castañas y las últimas diez, incluyendo a esta, son rubias.

—Pues, ahora vendrán las orientales, negras y
pelirrojas.

—¿Estás loco? No estoy para tus bromas tontas.

—Bueno, Néstor, cálmate. Oye, ¿ya viste el letrero de
sangre que dejó en el espejo del baño?

—¿Qué tiene?

—No sé. Está muy raro que la letra no haya cambiado
en absoluto. Sigue teniendo un pulso firme y después de veinte años sigue
escribiendo a la misma altura. Si empezó con su primer asesinato a los
veintitantos, ahora debería tener unos cincuenta y pico, debería estar un poco
encorvado y su letra debería ser más marcada o más delineada. La edad da
seguridad Néstor. Hagamos una prueba.

—¿A qué te refieres Germán?

—No hables y sigue las instrucciones. Camina despacio
hacia el baño, como si hubieras matado a alguien y te costara un poco de
trabajo avanzar, vas jadeando, te detienes. Metes el dedo en el recipiente en
el que llevas la sangre y te paras frente al espejo. Comienzas a escribir su
eterna frase: “Para que aprendas”. Sí,
sí, sigue así. ¡Un momento!

—¿Qué pasa Germán?

—A ver, vuelve a escribir la palabra aprendas.

—¿Estás jugando?

—No. No esto es más serio de lo que tú crees. Escribe
otra vez esa maldita palabra—Néstor repite los movimientos en el aire y cuando
está a punto de escribir la letra de, levanta un poco la mano para escribirla a
la altura necesaria—. ¿Lo ves?

—¿Qué cosa?

—¿No te has dado cuenta de que ibas a escribir la
letra de, un poco más debajo de lo habitual y luego has rectificado?

—¿Y eso que tiene que ver?

—Eso quiere decir que si fueras el asesino no habrías
dudado o, mejor, que si fueras el asesino con veinte años más, habrías hecho lo
mismo. Rectificar la altura para escribir la palabra al mismo nivel. A ver,
¿Dónde tienes los pies? —Germán se acerca y nota que Néstor está parado
exactamente sobre las huellas que el criminalista había marcado con gis—. Oye,
Néstor, ¿Al pararte aquí pusiste atención en pisar el lugar exacto de esas
huellas?

—No. Germán, ni siquiera las había notado.

—Pues, da la casualidad de que encajan perfectamente
con tus zapatos, son de la misma medida y tienen el mismo dibujo en la suela.
Mira, escribe otra vez desde esa posición. ¿Lo ves?

—Ya me estás sacando de mis casillas, Germán, ¿ahora
qué?

—¡Qué has hecho otra vez el mismo movimiento de
rectificación! Y, además, al escribir has visto tu frente y por eso te has
distraído, lo que quiere decir que el criminal está perdiendo la sangre fría y
tiene problemas existenciales.

—¿De dónde sacas todas esas locuras, Germán?

—No son locuras. Es teoría de criminalística
analítica. Vayamos a la oficina a entregarle el reporte a don Alfredito a ver
qué cara nos pone.

Durante el trayecto de vuelta a la oficina, Néstor se
empezó a sentir un poco mal porque el inesperado razonamiento de Germán lo
había hecho dudar de su capacidad como agente de homicidios y pensó, que en
todos los casos que había llevado, nunca había recurrido a planes alternativos
porque desde el principio ya tenía el camino claro y sabía a la perfección lo
que buscaba. La descabellada idea de que tal vez, en algún caso cerrado hubiera
cometido un error, le produjo un escalofrío igual al que se experimenta cuando
alguien raspa un metal de forma inesperada. Se le erizaron, por una fracción de
segundo, todos los vellos del cuerpo.

Llegaron a la oficina y Néstor le pidió a su ayudante
que hiciera el reporte. Se despidió y se fue a comer los tacos que lo habían
estado esperando más de tres horas. No lo satisficieron porque le cayeron mal a
la barriga. Tuvo una mala noche y después de tomar una botella de leche de
magnesia, decidió echarlo todo fuera y sólo de esa forma concilió el sueño.

A la mañana siguiente se puso un traje limpio y se
fue a la oficina para revisar el informe de Germán. En la entrada lo recibió
Alfredo Lara con un abrazo muy efusivo.

—Enhorabuena, Campeón. Creo que ahora si se ha ganado
su jubilación. Un estironcito más y le echaremos el guante a ese miserable
mataputas. Oiga, fue una excelente idea quedarnos con El Pingüino, es decir con
su colaborador. Hace cinco años Germán no era nadie y ahora es posible que lo
suplante a usted. Y, por cierto, se ha tomado unas vacaciones, no volverá antes
de un mes.

—Sí, sí, es genial el chico.

Néstor bajó la cabeza y se fue a su despacho para
revisar el informe. En el resumen que había hecho Germán se repetía punto por
punto lo que habían escrito todos sus predecesores. No había absolutamente nada
nuevo. Las fotos eran ahora menos nítidas y a diferencia de las primeras se
acompañaban de una tarjeta de memoria en lugar de un negativo de cinta de
película fotográfica. De pronto, Néstor quiso comparar la información de lo que
se había escrito sobre el letrero de sangre que dejaba siempre el asesino en el
baño. Se fue al archivo general y sacó uno por uno los expedientes de los casos
y empezó a comparar la letra de la leyenda “Para
que aprendas”.

Tenía un manual de caligrafía criminalista y siempre
lo consultaba para tratar de determinar el carácter de los criminales que
buscaba. En el caso de El invisible, ya tenía todo escrupulosamente analizado.
Hombre inteligente, audaz, con encanto y seductor. De actitud amable, pero
indiferente al sufrimiento humano. Frío y calculador. Los prolongados y largos
rabitos de las emes, las pes, las cus y las tes lo decían todo. Psicópata,
asesino serial.

Sobre la mesa de trabajo tenía colocadas las fotos,
con sus respectivas fechas, de los espejos manchados con sangre. El primer
asesinato databa del año noventa del siglo veinte. El último terminaba en dos
mil diez y la extensión de la frase era el mismo, además el espacio entre las
palabras era milimétrico. Incluso la última frase, en la que Germán había
indagado una alteración o rectificación en el momento de la escritura. Repasó
los demás detalles y no encontró absolutamente nada nuevo. La ropa de la mujer
doblada en una silla y debajo, bien acomodadas, las zapatillas. En el piso el
bolso cerrado, los muebles en la misma posición, las cortinas, recogidas con
las risibles abrazaderas y las paredes de color beige. Las pantaletas y el
brassier de la víctima secándose en la bañera y los contornos dibujados con
tiza de las huellas de los zapatos debajo del lavabo. ¿Cómo era posible que el
asesino eligiera para el crimen departamentos en los que la decoración era la
misma? La única hipótesis que había era la de que el hombre se hacía pasar por
albañil y decorador y acondicionaba con cuidado las habitaciones donde mataba,
un poco después, a sus víctimas. Eso ya lo habían pensado e incluso habían
investigado en todas partes sobre los servicios de mantenimiento y reformas en
departamentos, casas y oficinas. Habían buscado a todos los albañiles de la
ciudad sin éxito alguno. El caso tenía características ridículas, pero existía.
Todo estaba registrado en los archivos de la policía y las treinta fotos de los
espejos eran tan reales como la vida misma.

Durante la ausencia de Germán, Néstor trató de
ocuparse de otras cosas. Evitaba a toda costa lo que se relacionara con el caso
de El Invisible, no quería continuar con la investigación mientras no llegara
su compañero. Un domingo por la mañana, Néstor se despertó muy nervioso. Había
concebido, en sus sueños, la idea de que Germán podía haberlo implicado en los
asesinatos, sin embargo, en la vida real no lo había hecho. ¿Era porque no
tenía las pruebas suficientes o porque su mente brillante y escrupulosa estaba
destejiendo todos los falsos cabos que se habían atado con anterioridad? Por un
lado, estaba a salvo de cualquier implicación, puesto que era, desde el
principio, el comisionado para esclarecerlo; pero la pura coincidencia que su
ayudante le había hecho distinguir, al pararse exactamente sobre las huellas
del asesino pintadas en el baño, ahora le había despertado muchas dudas. ¿Y si
tuviera un desdoblamiento de personalidad y fuera como Mr. Hyde y el doctor
Jekyll? Le pareció absurda la idea, pero de manera inconsciente, buscaba en su
casa algún hilo que lo sacara de ese manicomio de razonamientos falsos.
Conforme pasaron los días, Néstor se fue sintiendo peor, era como si la
ausencia de Germán lo hubiera sumido en un abismo donde su conciencia lo
mortificaba día y noche. Dejó de comer y sólo le apetecía tomar café y uno que
otro pan o, como mucho, una torta de jamón con queso que dejaba medio
mordisqueada. Néstor estaba en su oficina cuando apareció de nuevo Germán.

—¿Qué tal van las cosas Néstor?

—Hola, Germán, te he extrañado mucho este mes, en
verdad. Me da mucho gusto que te encuentres aquí de nuevo.

—Lo mismo digo, Néstor.

—Oye, mira, necesito tu ayuda porque estos últimos
días me han invadido infinidad de ideas infundadas. ¿Te imaginas que he llegado
a pensar que soy El Invisible?

—Pues, me da gusto que lo hayas adivinado, Néstor.
Esa era la razón de mi ausencia. Quería que lo entendieras por ti mismo.

—¿Cómo dices? ¿Estás diciendo que yo maté a esas
inocentes mujeres? ¡Te has vuelto loco!

—No, Néstor, en realidad sí has sido tú, pero eso no
le afecta a nadie.

—¿Cómo que a nadie? ¿No te das cuenta de que son
treinta, treinta víctimas?

—Sí, sí, eso lo sé a la perfección, pero hay
muchísimos errores.

—¿Te has vuelto loco? Regresas de tus vacaciones y me
culpas, me dices que todo está mal. Seguro que te diste un golpe en la cabeza y
estás amnésico.

—No, Néstor, mira, para que me entiendas mejor, ve
respondiendo a mis preguntas. La primera es la siguiente, ¿te parece lógico que
haya un mismo escenario del asesinato?

—Sí, eso precisamente es lo más patético. Porque en
la realidad eso no puede suceder.

—Bien, Néstor la segunda pregunta es ¿te parece
adecuado el nombre de Néstor para un inspector de homicidios?

—Pues, eso no importa, ¿cuáles son los nombres
apropiados para un inspector? Lo más importante es que tenga personalidad y
carácter.

—¿Te parece adecuado ese nombre de Néstor? Yo ni
siquiera sabía lo que significaba hasta que lo he visto en el diccionario de
nombres y he leído que es “El que llega hasta el final o el inolvidable”.

En este momento se le descompone la cara al inspector
y voltea a ver a Germán, en primer lugar y, en segundo, a los lectores que
están allí detrás de una cortina o una pantalla blanca y opaca.

—A ver, Germán, ¿Estás diciendo que todo esto son
puras invenciones de… no se sabe quién?

—Sí, Néstor, todo esto no existe, allá detrás— y
señala con el dedo índice hacia acá donde estás tú—, en lo que tú llamarías la
vida real, allá no existimos. Por otro lado, yo soy tu autor y lo he hecho
fatal.

—Mira, voy a llamar al loquero para que te dé dos
martillazos en la cabeza y termines en el manicomio. ¡Ya está bien de bromas!
!Resuelve lo de El Invisible de una vez por todas!

—Lo siento mucho Néstor, eso es imposible porque voy
a dejar las cosas hasta aquí. Si quieres puedes salir por esa puerta y
enfrentarte a la realidad tú sólo, yo me lavo las manos y me voy.

Germán desaparece y Néstor desesperado lo busca en la
pequeña habitación dónde lo único que ha quedado es una mesa vacía y dos sillas
que rechinan. Se levanta y sale muy desconcertado.

Bueno, lo primero que voy a hacer es buscar
información sobre mí mismo. No veo a nadie por aquí y las oficinas están
vacías. La gente parece artificial y el mismo Alfredo Lara suena a leyenda
porque en su puerta está sólo una marca y la placa con su nombre ha
desaparecido. Su oficina está vacía y su mesa de caoba que tanto cuidaba parece
más vieja de lo que ya era. Las personas de este departamento ni siquiera me
miran y no sé si sean reales. Tengo que irme a mi departamento.

Bueno, ya estoy aquí en mi casa. ¿Qué olor es ese?
Parece que algo está estropeado por allí. Ah, sí son las pechugas que eché a la
basura y luego no saqué el cubo. ¡Qué horrible olor, parece el de un cadáver
humano! Ahora mismo echo eso al contenedor de desechos orgánicos en la calle y
subo a descansar.

¿Qué es esto? Mi cuarto está igualito al descrito por
Germán del escenario del crimen. No puede ser. ¿Y esto? Me lleva su puta madre,
son muñecas de goma y son mulatas, castañas y rubias, hay un montón. ¿Qué hacen
arrumbadas en esta habitación? ¿Y el baño? ¿Por qué está ese letrero pintado en
el espejo con esa maldita frase? “Para que
aprendas”. Pero si esto no es sangre, está escrito con barniz para uñas.
¡Germán, Germán, ¿Dónde estás cabrón? Ya sal. Está bien la broma, pero ya sal
de donde estés. ¡Pinche loco! ¡Ya párale cabrón! ¡Ya está bueno, guey! Haré lo
que me digas, pero ya párale, guey.

Qué raro. Está todo en silencio, ni siquiera escucho
mi propia respiración, ojalá y no sea cierto lo que me dijo ese cabrón del
Germán. Mejor me tomo algo para calmarme. A ver, sí ahí está la botella de ron,
me lo voy a echar a pelo, sin nada de refresco. ¡Brrrr! ¡Qué horrible está esta
madre! Bueno, dónde estará Germán. ¿Qué es eso? ¿Un libro? ¿Qué dice? A ver,
cómo empieza.

El increíble caso de
Germán Montes.

Eran las dos de la
tarde y el inspector Germán Montes estaba acomodando unos papeles para irse a
comer con su ayudante Néstor Ochoa. Habían cerrado un caso y su jefe, el
comandante Alfredo Lara, les había dado el día libre para que descansaran y
recuperaran las fuerzas, pues se habían dedicado un mes y medio a seguirle los
pasos a un estafador que tenía planeado robarse unos cuadros del artista
mexicano José Luis Cuevas, valorados en varios millones de dólares, y por la
eficiencia de su trabajo, el par de sabuesos había frustrado el atraco. Les
habían concedido unos días de descanso y una suma de dinero para que se
aislaran, al menos físicamente de la oficina de homicidios en la que servían.
Germán Montes, en realidad, lo que quería era obtener su jubilación. Había
dedicado un cuarto de su vida a la búsqueda de criminales y nunca había fallado
en el momento preciso…

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