Me despierto en un cuarto pestilente, sin mayor luz que las velas que están a mi alrededor y me dan una minúscula esperanza de poder librarme al fin. Espero poder volver a ver el sol algún día. La suciedad de este recinto ennegrece aún más la habitación y puedo sentir las ratas correr a mi alrededor hambrientas de carne, su sed de sangre y la falta de agua que también yo padezco. Casi no recuerdo lo que es comer algo más que migajas, tomar más que un sorbo de agua al día.
El tiempo dentro de estas cuatro paredes resulta incierto, no sé si han pasado días, semanas o incluso meses, no me interesa contar las horas, de todas formas un minuto es una eternidad aquí dentro; mis pensamientos oscuros me suplican que termine con mi propia vida de alguna forma, que ya no coma más, que ya no beba ni un sorbo de agua, que no permita que me mantenga con vida y prolongue esta tortura por más tiempo.
- ¿Estas despierta Sally? – odio su voz. Odio su cadencia venenosa al fingir que le importo más que la basura que se encuentra tirada a mi alrededor. Quisiera poder acallar su voz de una vez, poder hacerle sentir lo que siento, la violencia a la que me somete día a día.
- ¿Qué extremidad será hoy? – pregunto con la boca reseca y los labios partidos de no hablar durante demasiado tiempo, esperando que tal vez mañana, sea por fin el último de mi existencia.
Se acerca hacia mí con paso lento y se detiene a unos metros haciendo un gesto de disgusto hacia mi suciedad, saca un pañuelo de su bata y se cubre la nariz como si pudiera impedir que el hedor de la desesperación y la decadencia entrara a su ser pulcro e impoluto.
- Creo que hoy podemos probar con tu otro brazo, la última vez no pudiste aguantar mucho y perdí muchos datos curiosos. – su cínica sonrisa aflora en su cara como un arma de doble filo, que me corta el espíritu y doblega mi alma. Supongo que aun así, no queda mucho de donde quitar.
Trato de correr el pelo sucio de mi rostro, convertido en rastas por la suciedad, y creo recordar que alguna vez fue rojo y largo, una de las cosas de mí que aún conservo. Aún es largo, pero eso ya no me importa, cortaría cada centímetro si con eso pudiera ganar mi libertad. Soy una ingenua al creer que algún día saldré de aquí.
- ¿Vas a moverte o esperas que te arrastre yo? – el doctor ya perdió la paciencia. Y yo perdí el miedo que le tenía hace mucho. Ahora solo siento un vacío dentro de mí. La nada misma que me consume las entrañas y me deja sin un ápice del valor que solía tener, ahora solo reacciono automáticamente. Un paso. Después el otro.
Me levanto con dificultad por la falta de una de mis piernas, la perdí hace mucho, justo después de perder mi pie. Aunque la realidad es que no perdí nada, este doctor se ha encargado de remover partes de mi misma una a una; un pie, la pierna, una mano, y antes de eso los dedos; partes del brazo izquierdo. Me arrastro lentamente hacia su lugar de trabajo, como lo llama él. Su mesa de operaciones.
Me recuesto inmóvil mirando hacia el techo podrido y lleno de telarañas, la humedad ha hecho estragos en la estructura y las maderas están carcomidas por termitas y con moho en sus extremos. Las paredes con la pintura descascarada también esta humedecida y se deshace cada vez más. Noto que la camilla sobre la que me recuesto chirrea sin siquiera moverme, y que el doctor que estaba lejos se acerca y enciende una luz que me ciega momentáneamente.
Lo veo elegir su arma, su bisturí favorito de color plata que relampaguea con la luz fantasmal que emite la lámpara. Toma una jeringa de su botiquín negro y le coloca adentro un líquido ambarino; una de las pocas gentilezas que me concede. La anestesia por lo menos mitiga el dolor del proceso, me duerme un poco durante la operación pero no logra hacerlo los días posteriores cuando grito de dolor por las heridas que no terminan de cicatrizar bien, ni limpiamente.
Siento la inyección en el brazo y pasan unos segundos cuando ya empiezo a sentir el familiar hormigueo de la anestesia. Trato de pensar en otra cosa diferente a lo que está por ocurrir, pero mi mente me juega trucos por la anestesia local. Siempre estoy despierta durante estas operaciones.
- ¿Estas lista? Vamos a empezar. Casi puedo verlo babear sobre el suelo asqueroso por la emoción que le producen estas sesiones. Toma su bisturí y lo acerca a mi brazo, hace presión y lo clava.
Y de pronto, esta vez es diferente. Chillo de dolor cuando el acero corta mi carne y la sangre empieza a emanar de la herida abierta, la siento caliente y pegajosa adhiriéndose a mi mano, manchando la camilla y los harapos que llevo por ropa.
- ¡Maldición! – exclama el doctor sin reparo. – ¡confundí los frascos!
El dolor es insoportable, me parte como un rayo y las pocas fuerzas que aun mantengo me abandonan. Trato de llorar pero no tengo lágrimas, están resecas y se reúsan a salir por esto. Grito con la garganta roída y lastimada. Siento que la sangre sigue cayendo, casi tan espesa como la miel. El doctor corre por la habitación tratando de evitar que me desangre, tratando de no perder a su juguete favorito. Tal vez esto es bueno después de todo.
Tal vez esto signifique que puedo ser libre al fin. Exhalo mi último aliento y logro escuchar que el doctor anota y maldice en su bitácora. Algo sobre la fecha; 31 de octubre. Solo puedo ver oscuridad hasta que mi mente me trae a una conclusión final. Esto es Halloween.
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