En aquella semana el cielo desafió permanentemente el estado de ánimo de las personas, o al menos el mío.

De pronto se me antojó un viaje en el tiempo. Sí, una travesía allá donde la vida presentaba menores y más simples preocupaciones.

¿Qué le diría a la vieja figura que solía cambiarse el color de cabello cada dos o tres meses? ¿Qué consejos podría darle?

Las historias de cuentos de hadas reflejan siempre cómo la familia tiene la razón y sabiduría absolutas. Sin embargo, la mía ha errado en la vida tanto o más que yo. Me han dado buenos consejos, de esos que de haber sido tomados me habrían ahorrado varios dolores de cabeza. Como cuando insistieron en que me mudara a la capital en solitario y dejara toda aquella alocada y utópica idea de la residencia atrás.

“Las residencias no son para todo el mundo”, había dicho una de mis tías y yo, apenas mayor de edad y tozuda como una mula ante mis deseos, no quise escucharla.

Duré veintitrés días en aquel lugar donde nunca reinaba la paz y siempre había un chisme pululando en el aire. Había escapado de la ciudad donde nací porque estaba hasta el hartazgo de chismes y ahora venía a vivir a un sitio donde todas hablaban de todas (y me limito a usar solo el femenino porque los únicos hombres que pisaban aquel lugar eran los novios y padres de aquellas que vivíamos allí).

Maldije al mundo entero cuando me tocó retractarme de mi tan absoluta decisión sobre vivir en una residencia y decidí que alquilar un apartamento era lo mejor. Así que junto a dos estrechas amigas comenzamos la búsqueda, ellas iban con el dinero justo y aunque yo tenía menores inconvenientes en ese aspecto todo lo que quería era mudarme con ellas, no estar sola. Y así fue.

No resultó, por supuesto. Ellas tenían el diálogo de un cactus y yo era demasiado individualista, quise mantener la vida de hija única que llevaba sin notar que habían otras dos personas en el mismo monoambiente. Sí, monoambiente, mi familia se opuso a la idea y una vez más yo no escuché.

Fueron dos años crudos, con muchas idas y vueltas y la única certeza de que una vez más me había equivocado y que en esta oportunidad un contrato de alquiler me impedía salirme a los veintitrés días. Discutí tantas veces que perdí la cuenta, escapé otro millón y medio y acabé viajando a mi pueblo todos los días con tal de no pasar la noche allí. (Esto fue después de que me encerraran en mi propia casa por no tener la decencia de preguntarme si volvía o no y así colocar el pasador que impide el ingreso desde afuera aunque tengas llave).

Odiaba mi vida en un porcentaje bastante alto. Tenía nuevos amigos y mantenía algunos de los viejos pero gran parte del día me sentía absolutamente perdida, desorientada como si cada jornada fuera un paseo sin brújula por el desierto.

Finalmente me mudé sola y si alguno se aventura a pensar que aquí terminaron los problemas es una pena decirles que no pueden estar más equivocados.

Una vieja creencia dice que cuando algo en tu vida se estabiliza, el resto empieza a desmoronarse. Fue bastante acertado conmigo.

Ese año me mudé sola, disfrutaba de una paz y tranquilidad incomparables, pero algunos otros aspectos de mi vida fallaron.

Me enamoré y salí muy lastimada pero eso sería solo un detalle, un mal recuerdo, si no hubiese perdido a mi adorado abuelo también.

Así que allí estaba, en un precioso apartamento con pisos de madera y ventanal a la calle completamente destrozada por dentro. No pude recuperarme entonces, tampoco ahora, lo mejor que hice fue sanar la herida aunque dejara una gigantesca y grotesca cicatriz.

Entonces llegó el momento de volver a mudarme, esta vez con una amiga que me mostró de primera mano que una mala convivencia no representa que todas las convivencias sean malas. Aprendimos a llorar y reírnos juntas y es por fortuna alguien a quien aún hoy puedo llamar amiga.

El contrato era solo por un año. Así que, ¿dónde estoy ahora? Eso es otra historia, es casi otra vida y además es tarde y el té opacado por la tormenta del exterior se ha enfriado. Será mejor que me apresure, no quiero llegar tarde a trabajar. Me gusta ser siempre la primera en llegar a la oficina, supongo que debe ser otro complejo de los hijos únicos.

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