Sentado en una terraza de un parque, un hombre joven espera a alguien. Su mirada ansiosa lo delata, va de un lado a otro. Toquetea con sus dedos la taza de café que tiene delante. Una bolsa de tamaño pequeño adorna también la mesa.

En un momento dado, él acerca su mano al bulto, saca de él un pequeño libro. Acaricia su portada.

Un año antes en una gran ciudad, se pone en verde un semáforo. Los peatones se disponen a cruzar deprisa como si les fuese en ello la vida. En una de las fachadas de los edificios que dan a la calle, se observa la silueta de un hombre que asomado en una ventana, fuma, mientras mira hacia abajo.

Piensa que siempre será lo mismo. Cruzarán los colegiales de la mano de sus madres o lo harán sin ellas. Solos irán serios, como si fuese la forma más segura de hacerse mayores, de protegerse contra el mundo. En grupo, pasarán riendo. Con prisa, atravesarán los ejecutivos pendientes de sus móviles. Por último, despacio, serán las personas mayores que crucen. Irán con miedo agarrados a sus bastones, algunos sin ellos, pero imaginando que los llevan a su lado por su forma de andar.

-Ya está el semáforo de nuevo en rojo. Termino este cigarrillo y …sigo con mi trabajo. No sé cómo continuar este poema. 

Suenan las bocinas de nuevo, esta vez con exigencia. De reojo, observa a su callado compañero ya casi extinguido. Se va muriendo en el vaso de café que hace de cenicero. Dirige su mirada hacia abajo. Algo está pasando, algo distinto. Una mujer se ha quedado parada en mitad de la calle, habla y gesticula. Está sola, mientras los conductores frenéticos no dejan de manifestar su desagrado, quizás, hasta llegar a sentir odio por ella. Él piensa si la mujer no se estará dando cuenta de que está parando todo el tráfico

Ella cruza la calle mirando el color, el correcto es el verde, se repite. Anda de una forma etérea, parece una bailarina. Flota en el asfalto. Es un baile que ha aprendido desde pequeña, que ejecuta a la perfección. En su cabeza: “Clara, tienes que hacer esto y aquello”. Son las voces de sus padres. “En verde, siempre en verde, Clara. No lo olvides” y ella no lo olvida jamás. Ellos ya no están pero Clara recuerda todo lo que debe de hacer. También en el sitio dónde reside ahora, se lo repiten todos los días. Hoy se ha dejado el reloj allí. Se pregunta si será la hora de la cena ya. No debe de llegar tarde sino se preocuparán y no la dejarán salir más. No más paseos por el parque, no poder ir a saludar a los gorriones que ejecutan divertidos saltitos nerviosos alrededor de ella cuando la ven (“chipchip” ya estás aquí le dicen)

Sale siempre con sus bolsillos repletos de pan para ellos. Mendiga con su mirada a los demás residentes en la comida, que rendidos, terminan por darle los suyos. Después, cuando llega la hora del paseo, se siente libre como sus amigos: los gorriones .Les habla, incluso les pone nombres. Sabe distinguir el babero de los machos de la camisa gris de las hembras, ellas son más recatadas. “Gordito no le quites las migas a Flacucho que te veo. Rosita deja que tu hermana coma también” No entiende muchas cosas de la vida pero les entiende a ellos. Sus piernas son largas, muy delgadas como su cuerpo. Su pelo negro, muy corto, sus manos pequeñas. Todavía es joven, su piel es tersa, recuerda a una niña grande.

Va andando y murmurando cómo si rezara. Su aspecto es tan sencillo, que recuerda a las monjas, cuando se quitan sus hábitos por primera vez. Sus manos hablan siempre. Se ha parado en mitad de la calle. No se ha dado cuenta de que el semáforo ya no tiene el verde suyo. Verde, es el color que le enseñaron, también es el color de las ramas del gran arbusto que acuna a sus amigos al llegar la noche. Murmura: “Me he perdido” y deja caer sus brazos a lo largo de su cuerpo. Agacha su cabeza .

Se llama Clara y en ese momento es una muchacha perdida.

A pesar de su cigarrillo consumido, del trabajo que le espera, él no logra apartar la vista de la mujer que, parada en mitad de la calle, permanece absorta a los improperios de los conductores. Tan frágil, parece una niña. Se sorprende, sus pensamientos se convierten en gritos ahora.

– ¿No se da cuenta de lo que está pasando? ¡Hay que sacarla de allí! ¡Es una locura! ¡Alguien tiene que ayudarla!

Nuestra muchacha sigue murmurando parada en mitad del tráfico. Se pregunta dónde está, cómo podrá encontrar el camino correcto. Mientras el coro de bocinas, no deja de cantar una y otra vez, parece un disco que no gira bien de tanto uso en el añorado tocadiscos; pero ella, ella no las oye. Busca un gorrión con su mirada en el asfalto para preguntarle. Un amigo.

Clara, hace años que perdió a sus padres. No tenía más hermanos y sus familiares no quisieron hacerse cargo de ella. “Necesita cuidados especiales y nosotros no sabremos. Es mejor una residencia para ella. Estará bien cuidada. Sus padres le han dejado dinero. La atenderán bien allí”.

-No puedo soportarlo más. Bajaré a la calle.

Los coches la están rodeando ahora. Ella sigue parada hablando. El ascensor llega y baja lento, la puerta tarda en cerrarse, el portal abre despacio y parece que todo se ha puesto en contra para poder ayudarla.

Cruza con grandes zancadas los metros que le separan de ella. Su respiración es agitada. El maldito tabaco. En su camino escucha insultos, gritos y esas bocinas que no dejan de sonar. Por fin a su lado. Alza su rostro y le mira.

Su voz, su tez y su mirada son tan claras como su nombre. Desde pequeña nunca dejó entrever ninguna nube, ni siquiera el día que le dieron la triste noticia de la desaparición de sus padres. Ni siquiera ese día se oscureció. Es una mirada limpia en un mundo que no suele tener demasiadas.

-¿Eres un amigo de Rosita? – pregunta Clara

-No sé quien es Rosita. Ven conmigo. No puedes quedarte aquí- le dice él.

La coge de uno de sus brazos. Clara se deja llevar en silencio. Se escuchan vivas, silbidos, bocinazos. Los coches arrancan. Ellos se quedan en la acera cómo si fueran dos títeres dejados en una estantería con sus hilos colgando. Los dos, esperan que aparezcan unas manos que los muevan de nuevo.

En el parque, el hombre deja de acariciar el libro, que tiene en la mano. Con esa mano en alto, llama la atención de una mujer que se acerca andando. Ella le sonríe como respuesta a su señal. Se acerca a él, le besa. Se sienta a su lado. Él le tiende el libro “Es para ti “. Le dice. La muchacha lo coge. Sus ojos denotan felicidad en este momento. Sonríe su mirada, su cuerpo, su voz. Todo en ella sonríe.

– ¡Un libro de poemas! Me encanta. Abre la primera página y empieza a leer:

“Sonaban las bocinas cómo si fuesen gaviotas hambrientas

Los gorriones no suenan así «

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