La abuela, la nena y la muchacha

La abuela, la nena y la muchacha

El verano se demora en ese marzo tardío y vuelca gente a los patios desde muy temprano en la mañana. Debajo de la galería, la abuela teje sentada en su sillón de mimbre mientras la muchacha peina el cabello castaño y lacio de la nena. La abuela levanta la vista y sonríe. La nena no deja quieta la cabeza mientras alisa las tablas de su delantal blanco escolar. La muchacha hace malabares para que no se escapen de entre sus dedos los mechones que va separando para formar las trenzas.

Pronto será la hora de llevar la nena a la escuela, piensa la muchacha. Es una de sus tareas, después de barrer el patio, tender las camas, preparar el desayuno, y antes de hacer las compras de regreso a la casa. Si tiene suerte, podrá volver con tiempo para poner las lentejas en remojo porque así se cocinarán mejor cuando prepare el guiso. Ha terminado una de las trenzas y la sujeta con una bandita elástica en el extremo. El silbido la pone alerta. ¿Por qué pasa a esta hora? Si él sabe que es imposible escabullirse por la mañana… Ayer a la tarde, la esperaba escondido en el patio cuando salió a tender la ropa. Está muy enamorado, le dijo, y no puede pasar un día sin verla. Ella duda y no se anima a decirle todavía.

La abuela vuelve a levantar la vista y sorprende el sonrojo de la muchacha. Ha notado la redondez del vientre y los pechos hinchados. Dieciséis años, piensa. Ella también a los dieciséis: la soledad de una promesa quebrada y un montón de miedos. La familia decidió rápido, antes de que corrieran los chismes, y ella se encontró muy pronto casada con el carpintero, el que suspendía el trajinar de la sierra para mirarla pasar, el callado, el buen hombre que le hizo dos hijos y crio tres. Pero la dejó viuda a los treinta, con una casita de ladrillos sin terminar y el oficio de costurera, que aprendió a la fuerza. De los tres, uno, el del medio, se marchó joven. El mayor le ha regalado dos nietos: la nena de las trenzas y un varoncito. Bonito cabello el de la nena, muy limpio, se desliza entre los recovecos de las trenzas y enmarca esa buena cabeza capaz de ingeniarse hasta hacerse entender sin sonidos, los sonidos que la abuela ya no puede escuchar.

Ahora llega el momento de rematar las trenzas con dos moños de cinta blanca, blanca como el delantal y los escarpines de lana que está tejiendo la abuela. La nena corre a mirarse en el espejo. Le gusta lo que ve. Vuelve sacudiendo sus trenzas y gira para que las dos mujeres la vean. Después, abraza a la muchacha y apoya su mejilla contra la panza que ha comenzado a crecer.

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