La pesadilla.

Iba caminando detrás de sus compañeras. El frío había arreciado porque empezaba el invierno. Esa estación del año que por tercera vez consecutiva le traía la afectación pulmonar que había pasado de bronconeumonía a tuberculosis. Las tablas de los estrechos dormitorios y las púas de las rejas vibraban con el aire, como si quisieran despedirse de ella.
Este año sería el fatídico porque no le quedaba sangre para enrojecerse las
mejillas. En ocasiones anteriores había resultado el truco, pero ahora era más
hueso que carne. No había ni un destello de aquella belleza que enloquecía a
los chicos en la universidad, nada de aquel encanto y buen humor que la hacía
la jovencita más deseada entre sus compañeros. Su uniforme de franjas de cebra,
roído, era inútil para cubrirla del frío y pronto quedaría como herencia para
alguien que fuera más afortunado. Ya era inmune al dolor porque había perdido a
toda su familia. Desde el abuelo, que fue cremado en un horno alemán nada más
llegar, hasta su hermano menor que resistió hasta el último instante para
mantenerse vivo con la esperanza de la leyenda de aquella muchacha que
sobrevivió a la cámara de gas y fue metida viva al horno. Es verdad que pudo
escapar, pero no sirvió de nada la fuga porque fueron las fauces de un perro
las que lo separaron de la vida. Cuando se ha perdido la fe por completo — se
decía—, cuando se ha hecho el hombre insensible a toda la maldad y la muerte es
una promesa de alivio, lo mejor es darle prisa a las cosas para terminar con la
injusticia que representa la necedad de sobrevivir para encontrar una libertad
inexistente.

Para ella la libertad estaba a unos metros.
Necesitaba, sólo, desnudarse y recibir la ducha de gas, lo demás sería más
fácil. Se despojó de sus prendas golpeándose con sus compañeras, los impactos
eran punzantes por lo afilado de las articulaciones de sus vecinas. Caminó
hasta un banquillo y se sentó pensando que la tortura ya había pasado, había
llegado el momento final. Sentada con sus compañeras se vio a sí misma. Hecha
un esqueleto, se preguntó si en ese armazón de huesos y ojos saltones podría quedar
un poco de vida. Decidió que todas las personas que estaban a su lado eran,
igual que ella, fantasmas de judíos que habían vivido en otro lugar, en otro
mundo y en otro tiempo. Miró por última vez su cuerpo maltratado por los golpes
de los fuetes cotidianos, buscó inútilmente sus pechos marchitos, respiró con
fuerza para inhalar más veneno y cerró los ojos.

—Despiértate, despiértate—, le decía un
hombre moreno medio calvo. Reconoció a su padre y le preguntó la razón de sus
gritos.

—Te quieren llevar. Ya están aquí.

No tuvo tiempo de analizar la situación
porque un hombre corpulento, vestido con elegancia, se acercó a ella y le
ordenó que se vistiera. De inmediato se aproximaron dos soldados con arcabuces.

— ¿Pero qué pasa? ¿A dónde me van a
llevar?

—Estás acusada de brujería y te llevaremos
a que te interroguen.

Salió acompañada de su improvisada
escolta, sus tacones chocaban con el empedrado camino. El sol estaba emergiendo
con lentitud. La luz hacía brillar por momentos su hermoso vestido ampón,
llevaba un corpiño no muy apretado, su blusa blanca de algodón iba sujeta por
las fuertes manos de los guardias. Subió a un carruaje y sintió el traqueteo
del disparejo camino. Vio las fortificaciones y las casas y pensó que tal vez
sería la última vez que las tendría ante sí. Se habría espantado por la idea
pero no alcanzaba a comprender cómo había pasado de un campo de concentración
alemán a una ciudad francesa. Seguro que hay un error en todo esto — exclamó
susurrando para sus adentros— y la muerte es así. No me dolerá la tortura del
verdugo. Confesaré de inmediato, en cuanto tenga el primer desmayo me restableceré
y diré que soy bruja, hechicera, pecadora y seductora de hombres. ¡Que no les
quede la menor duda! Luego me llevarán a la hoguera y todo terminará.

Fue conducida por unas escaleras a una
cámara oscura. Había infinidad de herramientas de hierro y madera. Lo peor eran
los gritos que sonaban dobles por causa del eco. La abandonó la serenidad y las
piernas le flaquearon. Ya no pudo avanzar y fue llevada en vilo hasta un potro.
Un hombre encapuchado y muy fuerte la tiró sobre las tablas, la ató y comenzó a
girar una manivela, luego la desnudó por completo y siguió restirándole las
extremidades.

¡Confieso que soy culpable! ¡He hecho todo
lo que se me imputa!

El verdugo no paraba de girar el horrible
manubrio. El crujido de los ligamentos rotos mortificaba a la pobre mujer.
Bramaba y echaba espuma por la boca. Perdió el conocimiento y reaccionó cuando
estaba amarrada a un mástil. Sus piernas colgaban y no podía respirar por el
efecto del humo que empezaba a expandirse con mucha fuerza. Vio a sus
familiares llorando. Su madre se tapaba la cara y su hermano menor se abrazaba
al padre para no mirar. Ella respiró feliz porque le agradaba que no hubiera
muerto por las mordidas de un perro. Miró al cielo y su vista se nubló. No
sintió el calor abrazador de las llamas porque el humo se encargó de matarla.

¿Pero qué clase de tontería estoy
viviendo?— se preguntó cuándo su cuerpo se había hecho cenizas—. No es posible
que todo lo que veo sea una alucinación. ¿Estaré drogada?— Se levantó—.

Se miró en el espejo. Estaba en ropa
interior y le daba vueltas la cabeza. Llevaba un peinado muy chulo que le daba
un toque muy sexy. Sus carnes morenas, tostadas por el sol, estaban más firmes
que nunca. Tendrás unos veinticinco años— le murmuró su voz intima—. Un poco
mareada se recostó y reconoció al hombre que la esperaba.

—Ya está bien de que te estés mirando
tanto en el espejo. ¡Ven aquí!

Miró al hombre tatuado que la empezó a
magullar con sus rudas y ásperas manos.

—Estás muy maleable, hoy. ¿Por qué no
gritas como siempre? ¿Ves cómo han servido las golpizas que te he puesto? Pero,
lo siento mucho. Esto se acabó. No saldrás de aquí viva.

Ella no podía comprender nada y hasta le
parecía que ese cuartucho barato de hotel no existía. Seguía con la imagen de
su hermano abrazado a su padre en la memoria. Quería entender las cosas pero fue
interrumpida por el macizo macho que se le montó encima. La violó, le golpeó la
cara hasta destrozársela y luego con algo punzante la sumió en un sueño rojo y
doloroso.

Despertó frente a un muro. Llevaba una túnica
blanca de la que colgaban algunos retazos, hacía calor y miles de voces
incomprensibles la ensordecían. Sintió un golpe seco. Le empezaron a tirar
piedras. La lluvia intensa la fue doblegando. Poco a poco, se fue cubriendo por
los trozos de roca que la petrificaron, En su cabeza sonaban golpes de
caparazón de tortuga. No oyó más y cayó en un profundo sueño. Tardó en
reaccionar y se preguntó cuál sería la siguiente parada. En qué lugar absurdo
pararía la próxima vez. Había decidido que estaba recorriendo un trayecto de
sucesos incoherentes y demenciales que no existían en absoluto. Incluso pidió
que la siguiente escena fuera en un manicomio, pero no fue así. Tampoco paró en
la antigua Grecia ni en Egipto. No fue a África ni se acercó a la Edad de Piedra.

— ¿Qué ha sido todo eso doctor?

—No se preocupe, señora, la causa han sido
los calmantes que ha tomado durante tanto tiempo. No estaría mal que las
empresas farmacéuticas controlaran el uso de esas sustancias nocivas que crean
tanta adicción y que afectan tanto a las personas. Bueno, ya que se ha
recuperado, he de decirle que tenga cuidado cuando salga de este consultorio.

— ¿Por qué, doctor? ¿Dígame qué pasa?

—La esperan para llevarla a juicio.

—Pero porqué, ¿Qué he hecho yo? Sólo he
sufrido torturas.

—No se preocupe. Primero, se demostrará
que usted está sana. Luego, le declararán una condena y, por último, le pondrán
en cautiverio. Es sencillo, ¿no?

—Pero, yo no he hecho nada malo.

—No se preocupe. Todo saldrá bien.

Como estaba acostumbrada a que todo se
terminara pronto y con su muerte, salió a enfrentar el juicio. No tuvo que
esperar demasiado. Le cayó cadena perpetua, la metieron en una pequeña celda.
Al ver a su compañera de claustro supo de inmediato que sería ahorcada por la
noche y esperó con paciencia el inevitable fin. Se durmió pronto y levantó como
montículo su almohada para que el cuello quedara al descubierto como provocando
a su vecina.

Amaneció y quiso comprobar que estaba en
algún lugar desconocido, pero la fría celda y los ronquidos de su vecina eran
más reales que nada. Se frotó la cara y no pudo entender por qué le había
salido bigote y barba. En sus delirios siempre había sido una mujer habitual y
no de circo. Nunca había tenido que hacer el ridículo porque siempre
reencarnaba en un ser digno y respetable. No tenía nada en que mirarse, así que
aplicó todos sus sentidos para descubrir el error. No hizo falta esperar mucho
porque cuando su mano llegó a la entrepierna tocó un enorme pene que se
encontraba en plena erección. Tembló con horror. Se agitó y el sudor le
humedeció su camisa de algodón bruto y almidonado. Se durmió con mucho esfuerzo
y al despertar volvió a sentir su masculinidad. Durmió y despertó varias veces
pero en cada ocasión le era más difícil conciliar el sueño. Con esa nueva complicación
tendría menos posibilidad de abstraerse de la realidad. Pasó una semana y sus
intentos fueron inútiles. Decidió hacer la peor prueba para esfumarse de ahí.
Provocó a su compañero, quien era un criminal peligroso, y éste al no poder

soportar las injurias y ofensas con que lo atosigaba, lo mató de verdad.

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