EL RESTO DE LA NOVELA EN: www.ernestonoreste.com

VÉRTIGO

Según bajo del autobús y apoyo los pies en el suelo, después de que el ruido del motor se pierda en la distancia y me quedé solo en silencio, frente a la urbanización en la que voy a vivir los próximos doce meses, un escalofrío me recorre la espalda. No sabría explicar el motivo, pero algo indefinible en el ambiente, como un mal presagio, se me cuela dentro y se instala en mis tripas. Debería hacer más caso a esta clase de intuiciones. Son las diez de la noche y sólo la luz anaranjada de las viejas farolas forjadas ilumina los contornos del entramado de paseos y casas de piedra erigidas a diferentes alturas. Es como volver a otro tiempo, como viajar al pasado. El aroma de los pinos del bosque que se eleva hacia el monte, el zumbido de los grillos, el aire frío de invierno acariciándome el rostro, las vistas del pantano abajo donde termina la carretera, todo debería llenarme de tranquilidad y contagiarme buenas promesas. Pero no es así. Algo me da mala espina desde el principio pero me esfuerzo en ignorarlo. Probablemente son mis propias inseguridades, las mismas que me han estado atosigando desde que tomé la decisión de abandonar mi vida en la ciudad y aceptar este trabajo en un pueblo de la sierra, las que me frenan y me impiden disfrutar del momento y los prolegómenos de esta aventura. Me abrocho el abrigo hasta el cuello, me subo las solapas, me echo la bolsa al hombro y me adentro en una de las veredas principales.
Nadie ha venido a buscarme. Qué raro. Quizá he llegado demasiado temprano. Sigo las indicaciones que me dieron por teléfono. Giro a la izquierda y a la derecha varias veces, subo y bajo, hasta llegar a un punto de no retorno. El camino de adoquines gastados se enreda a un lado y a otro y me da la impresión de que estoy en un laberinto. Hay bungalows por todas partes y me siento observado, aunque no aprecio ninguna luz que se filtre por las ventanas, como si en realidad estuviesen vacías, abandonadas, o no hubiese nadie dentro. Un nuevo estremecimiento me recorre la espina dorsal. Busco el móvil en el bolsillo, me quito un guante con los dientes y trato de encenderlo pero es inútil, está sin batería. De repente, una voz arenosa me sorprende desde atrás:
—Eh tú —se limita a llamarme la atención.
Me pego tal susto que dejo caer el teléfono al suelo y se me deshace en varios fragmentos. Para colmo, cuando lo recojo, descubro que la pantalla se me ha agrietado. Perfecto.
—Disculpe, busco a Rufino —le informo.
El hombre tarda unos incómodos segundos en responder. No le veo el rostro porque está delante de una farola, por encima de mí, y la sombra lo cubre por completo. Por fin, da un paso adelante, se descubre y me ofrece una mano para presentarse:
—Soy yo —contesta escuetamente.
Tiene la cara carcomida por la viruela, barba blanca de tres días, los ojos hundidos en las cuencas, el pelo revuelto y un gesto adusto. La ropa que lleva es vieja y está gastada. Sus pantalones de pana deben tener más años que yo. Le estrecho la mano y me la aprieta con tanta fuerza que tengo que reprimir una queja. En vez de eso, sonrío apretando los labios en una mueca de falsa cordialidad. Tiene la piel áspera y los típicos dedos sucios y llenos de callos de quien ha trabajado en el campo toda su vida. Como no me pregunta nada y sigue ahí quieto, me obliga a intervenir de nuevo:
—Me llamo Ro.
Me dedica un ligero movimiento afirmativo de cabeza, arruga media cara, e introduce una de sus manos en el interior de su chaquetón de franela. Por un instante pienso que sacará una pistola y me disparará directamente en la frente. Maldita imaginación. En vez de eso, extrae un manojo de llaves y me las entrega.
—Gracias, ¿cuál es la mía? —le pregunto alzando los brazos para señalar las casas de alrededor después de otro paréntesis absurdo en el que lo único que hace es mirarme de
arriba a abajo, seguramente preguntándose qué demonios hace un joven pijo y remilgado de ciudad en un lugar como éste.
Me contesta otra vez con una leve oscilación de la cabeza, sin pronunciar palabra alguna, indicándome el bungalow que tengo a mi espalda. Joder, esto es surrealista, como una especie de broma.
—Gracias —le vuelvo a decir, y como no hace el menor amago de adelantarse para enseñarme la casa, guiarme o darme las oportunas instrucciones, decido tomar la iniciativa y acercarme a la cancela de metal dándole la espalda.
Pruebo con la llave más larga y acierto a la primera, giro el pestillo, entro y me doy la vuelta poniendo cara de orgullo y satisfacción, como si hubiese adivinado un estúpido acertijo, con ganas de decirle al tipo: “Ves, no me hace falta tu ayuda”. Sin embargo, la sorpresa de descubrir que Rufino ya no está donde aguardaba hacía un instante me hace retroceder hacia atrás asustado. No me lo puedo creer, ¿y éste es el encargado de indicarme en qué consistirá mi nuevo trabajo? Estoy cansado, lo importante es ya tengo un lugar donde cobijarme. Me meteré entre las mantas y mañana será otro día.
Dejo a un lado una gran puerta de hierro oxidado, posiblemente la leñera. Supongo que una de las otras llaves será la que abra este lugar. El aspecto del bungalow por fuera es de lo más romántico, con el techo inclinado en dos hojas con tejas de pizarra, los muros pintados de blanco y la piedra y la madera de aspecto rústico en puertas y ventanas. Tardo un rato incalculable en abrir la reja exterior y tengo que propinar una patada a la puerta interior porque está atascada, pero por fin estoy dentro. La oscuridad es impenetrable. Busco a tientas el interruptor de la luz pero cuando por fin lo encuentro y levanto la clavija con un chasquido, no ocurre nada. Dejo la bolsa en el suelo. Si por lo menos tuviera el móvil para alumbrarme con la pantalla. Después de unos minutos de ansiedad consigo encontrar el cuadro eléctrico detrás de la puerta, imposiblemente alto. Lo abro con dificultad y subo todos los conectores. Automáticamente se enciende la luz del salón. Me sacudo las manos, me doy media vuelta, y me quedo sin aliento.
Rufino está en medio del salón, mirándome como si tal cosa. Libero un breve grito que se me atraganta y se me corta la respiración. El corazón me late a mil por hora y el miedo me hace reaccionar sin filtros por primera vez:
—Joder, me cago en la puta, casi me matas del susto.
—Estaba abierto —dice señalando la enorme puerta corredera de cristal que da a la terraza del otro lado.
—Cojonudo, pero podrías haberme avisado antes, ¿no?
Con la mano aún en el pecho dejo que los nervios se me vayan colocando en su sito. Al menos esta vez, el viejo loco me ayuda con un poco de conversación. Bueno, en realidad, se limita a darme ciertas instrucciones básicas y me informa de que mañana sábado vendrá a buscarme y me presentará a los vecinos, y al presidente de la comunidad. Ojalá él se encargue de explicarme más cosas sobre mi situación y mi empleo. En cuanto se marcha, por supuesto sin despedirse, cierro la entrada por la que ha accedido y compruebo que el pestillo automático no funciona. Sólo ruego para que a Rufino no se le ocurra volver a visitarme durante la noche. Este hombre tiene algo tétrico y la verdad es que parece un poco retrasado.
Por dios, ¿qué he hecho? ¿dónde me he metido? Me quiero marchar de aquí. No sirve de nada quejarse. Hay que ponerse manos a la obra. La casa consta de un salón con la cocina a un lado separada por una barra americana de piedra, dos habitaciones con dos camas y un baño muy pequeño. Suficiente espacio para una sola persona. Los muebles son muy antiguos y los colchones de muelles rechinan y no son muy confortables pero en fin, visto lo visto, debería sentirme afortunado de que por lo menos hay donde dormir. La mesa y el mueble del salón son de madera de roble oscura. En las estanterías sólo hay unos pocos libros solitarios repartidos por diferentes sitios, un par de velas sobre sencillos candelabros de cobre y un par de cajones llenos de objetos que no me molesto en identificar. La chimenea asoma
con la ceniza acumulada de la última vez que se usó. ¿Cuándo sería? A juzgar por la cantidad de polvo que hay por todas partes, debe ser bastante. Las esquinas están llenas de telarañas. Me va a costar adecentar este sitio, hacerlo acogedor o mínimamente habitable. El sofá cama del salón está gastado y tiene un color amarillento que termina por desolarme. Los muebles de la cocina están vacíos pero en la nevera encuentro un paquete de seis cervezas. Vaya, un golpe de suerte. Están caducadas de hace meses, pero no me importa, me abro una y le doy un buen trago. Me suenan las tripas pero no tengo fuerzas para salir de nuevo e indagar para ver si hay algún sitio donde comer algo. Llamar a los vecinos a estas horas tampoco parece una opción.
Saco unas mantas del baúl que hay en el dormitorio, me tumbo en la cama sin quitarme la ropa, dejo sólo la luz de la mesilla encendida, y observo el enorme cuadro que tengo en frente mientras entro en calor. Un cielo repleto de nubes de tormenta, un río, y al borde de éste, un viejo molino. Los tonos grises y marrones y el espíritu de la escena concuerdan a la perfección con mi ánimo. Ni siquiera tengo recuerdos de los que pueda servirme para calmar esta ansiedad que me amarga, sino simplemente malas experiencias de las que he huido sin más esperanza que olvidar. Un gato maúlla fuera, muy cerca de la ventana. Es tan triste dormir en una de las dos camas de una habitación fría en la que la otra está vacía. Lloro en silencio con la cabeza escondida debajo de la manta. Y acordándome de de ella, de cómo era mi vida hace tan sólo un año, me echo a temblar y finalmente, sin darme cuenta, me quedo dormido.

De repente, un chillido prolongado y desgarrador me despierta de golpe. Ha sido un aullido de pánico y sin duda era una voz femenina. Aunque estoy medio aturdido se me encienden los cinco sentidos. ¿Qué coño habrá pasado? No me atrevo a salir de la cama, hoy no, ni siquiera para buscar el reloj en la mochila y ver qué hora es. Por mucho que doy vueltas y vueltas, no consigo volver a conciliar el sueño del todo. Me acuerdo del cartel que anunciaba el nombre de la urbanización a la entrada: Vértigo. Lo más parecido a esta dolencia mía que me hace sudar de improviso, me altera con repentinas arritmias, me asfixia, me enrojece los ojos y se me clava en las sienes. En realidad, lo que siento ahora, es claustrofobia.

AHOGO

El día, aunque sea con su luz pálida de invierno, y los primeros rayos del sol, me devuelve la esperanza. Ni si quiera me da tiempo a levantarme de la cama. Los acontecimientos se precipitan. Tres golpes secos y rotundos sobre la aldaba de la entrada me hacen incorporarme en el acto. Me froto la cara, me arrancó un par de legañas, me echo el pelo hacia atrás con los dedos y respirando hondo, llegó hasta la puerta y abro.
En un momento como éste habría agradecido el carácter taimado e introvertido del excéntrico Rufino, sin embargo, quienes aparecen en el umbral del bungalow son dos señora de aproximadamente sesenta años, que lejos de mostrarse tímidas o cohibidas, entran sin permiso hasta el fondo del salón, apartándome sutilmente con un brazo y sin dejar su cháchara frívola ni un segundo. Es como si no les sorprendiera encontrarse con un hombre joven como yo, como si ya me conocieran o supieran que mi educación y mi personalidad me impedirán llamarles la atención o interrumpirlas, guardando las formas hasta el final. Ni siquiera se presentan, y toda la información que me proporcionan la extraigo entre líneas de su conversación, ya que no se dirigen a mí en ningún momento. Qué gente tan rara, ni que hubiese viajado a otro continente u otro planeta.
—Hay que dar la bienvenida al nuevo vecino —dice una de ellas refiriéndose a mí en tercera persona, como si no estuviera allí.
—Por supuesto querida, no viene sangre fresca a Vértigo todos los días, ¿verdad? —corrobora la otra.
Ambas visten traje de chaqueta y falda hasta las rodillas, como si pretendieran marcharse a trabajar a una oficina en cualquier momento. Parecen sacadas de otra época. Sus peinados están meticulosamente teñidos, levantados y rizados en la peluquería. Me pregunto dónde estará ese establecimiento, así como el estanco, el mercado, el bar, la panadería.
—A este sitio le hace falta un toque femenino —añade la que tiene el pelo cobrizo con mechas rubias, sonriendo y poniendo cara de asco.
Menudo eufemismo, por lo menos se ha dado cuenta. A la luz de la mañana, el salón parece un trastero abandonado. Todo está hecho una porquería.
—Eso no será problema para el nuevo encargado de mantenimiento —vuelve a ratificar la que tiene el pelo color caoba y mayor cantidad de pote y maquillaje en la cara.
—Hasta el Lunes tiene tiempo Marga —apunta la rubia.
—Sin duda Tere, un poco de agua y jabón y parecerá otra cosa.
Margarita y Teresa, dos especímenes de estudio. Me dan ganas de saltar, gritar y mover los brazos con fuerza para decirles: “ Eh, estoy aquí”. Ignoro muchas cosas por el momento pero estoy seguro de que un poco de limpieza no bastará para transformar este cuchitril en un hogar. Además, necesitaré algo más que la tarde de este sábado y un domingo para acomodarme.
—Tiene todo lo que necesita en la leñera.
—Y puede pedirle cualquier cosa a Rufino.
—Somos muy hospitalarios en este pueblo, ¿verdad?
—El lugar más generoso de la provincia.
Yo no lo habría descrito de otra manera. Me entran ganas de reír pero me contengo. Parece uno de esos guiones de Ionesco. Estoy harto de tanta perorata, así que les interrumpo. Si quiero sobrevivir a esta gente, tendré que ser más descarado que ellos.
—Me llamo Ro, por si les interesa.
Las dos se interrumpen y me miran por primera vez con las cejas fruncidas y gesto de reprobación.
—¿Roberto?
—No, sólo Ro —contesto. No quiero desvelar mi nombre completo. Siempre he pensado que el nombre condiciona a las personas y no quiero que nadie me juzgue de antemano o se lleve una impresión equivocada.
Diez segundos de silencio. No dejan de mirarme circunspectas, pero en seguida reanudan su discurso como si quisieran disimular por algo. Cuando doy un paso hacia delante para ofrecerles mi mano, ambas retroceden, así que me quedo plantado.
—Lo mejor será que nos siga —dice Teresa.
—En verdad no es un buen día para venir a Vértigo —agrega Margarita.
—Ha sido terrible.
—Horroroso.
—Nunca había pasado algo así.
Ambas se dedican una breve mirada indescifrable que sin duda quiere decir muchas cosas y ocultar otras tantas.
—El inspector quiere ver al encargado de mantenimiento en la piscina —informa Teresa con un tono agudo y afilado de voz que me resulta francamente desagradable. Tardo un instante en comprender que se refiere otra vez a mí.
—Ahora mismo —añade Margarita con la misma determinación que una estricta profesora de colegio o una madrastra de cuento.
—Lo mejor será que nos siga —dice la primera y pasando de largo por delante de mí con decisión, sale de la casa.
Su compañera hace lo mismo como si fuera un perrito faldero.
Estoy agotado y tengo un hambre espantoso, pero me siento liviano, tan voluble como cuando me despierto de resaca y todo me importa una mierda. No tengo nada que perder, nada que ganar, ni ganas de imponerme, nada que hacer, ni defender, lo mejor será que me deje llevar. Por debajo del desastroso comienzo de esta aventura, hay algo divertido y estimulante que me tiene profundamente intrigado.
Salgo, cierro la puerta con un enérgico tirón. Sigo haciendo notas mentales: arreglar la puerta de la entrada, engrasar los goznes y pulir la madera húmeda y abombada que roza con el suelo. Antes de este punto tengo que acordarme de buscar un sitio donde lavar la ropa, buscar escoba, balleta, trapos, fregona, lejía, aspiradora y detergentes en la leñera, probar el gas de la cocina, ir a comprar algo de comida, juntar las camas.
—Si no está atento se perderá —oigo decir a una de ellas con esa voz de pito inconfundible.
Aprieto el paso. Recorremos los intrincados senderos de adoquines flanqueados por resistentes pensamientos que aún permanecen en flor a pesar de las implacables heladas nocturnas del invierno. Las casas de alrededor siguen teniendo un aspecto sombrío pero el pueblo, el paisaje que lo rodea y la panorámica desde la distancia son realmente hermosos. En verano debe de convertirse en un rincón de ensueño. Después de un nuevo giro a la derecha y de dejar atrás un parque infantil vacío con columpios, balancín y tobogán de metal oxidado que parecen no haberse usado nunca, por fin llegamos a nuestro destino. Descendemos hasta el jardín y la piscina que se abren en el epicentro de la urbanización y tengo que taparme la boca para no soltar un grito de pavor.
El cadáver de una persona flota boca abajo sobre la superficie verdosa de la piscina medio congelada. Sólo cuatro personas más aguardan junto a la horrible escena.
—Teníamos que haberle avisado.
—Sería un poco raro, ¿no crees? Es su primer día de trabajo.
—Cierto, mejor que lo descubra por sí mismo.
Escucho sus voces amortiguadas desde la distancia, como si se me hubiesen taponado los oídos. Permanezco petrificado junto a la valla de metal que circunda el césped del jardín. La voz firme y poderosa de un hombre mayor me saca del ensimismamiento.
—Cállense señoras —ordena en tono autoritario, y acto seguido se aproxima y se presenta —: Soy José Valbuena, presidente de esta jodida comunidad.
Tardo unos segundos en reaccionar pero acabo acercándome y le doy la mano. Se me debe estar pegando el carácter huidizo de la gente del lugar. Le digo mi nombre. Por fin una persona normal, pienso.
—Siento no haberle recibido anoche pero como ve, en este maldito pueblo uno siempre está ocupado, pronto se dará cuenta, si lo que buscaba era un pacífico y tranquilo pueblo de montaña en el que ordenar sus ideas…
—Disculpe —lo interrumpe otro tipo de edad avanzada que está a unos metros, junto al borde de la piscina, impecablemente vestido con un traje oscuro y un abrigo largo por debajo de las rodillas.
—Ahora vengo —se disculpa José y regresa junto a los otros dos hombres.
Me doy la vuelta y descubro que Teresa y Margarita han desaparecido y ya no están aquí. Lo que más me extraña es que no se haya corrido la voz y haya decenas de vecinos agolpados al lado de la escena, husmeando y cotilleando acerca del trágico incidente. Aguzando el oído voy sacando información valiosa sobre lo que ha ocurrido.
El tipo elegante es un inspector del condado. El detective Francisco Javier Iriarte para ser más exactos. Observa con los ojos entornados la serie de terrazas que se abren como un abanico alrededor del jardín y la piscina. Desde nuestra posición se pueden vislumbrar casi todas las casas que forman el vecindario, como si la piscina fuese el corazón de esta mancomunidad en forma de media luna en la que todas las ventanas se hallan enfrentadas unas con otras, en un diseño casi premeditado para que todos los vecinos puedan saludarse por las mañanas a la hora del desayuno. “No hay secretos», es lo primero que pienso.
—¿Y dice que el cadáver apareció flotando boca abajo en medio de la piscina? —interroga el detective al bueno de Rufino.
—Sí señor.
El pobre hombre se retuerce las manos con nerviosismo, medio encorvado, con la cabeza agachada, observando al detective de reojo por encima de unas enormes gafas de pasta que no llevaba la noche anterior. Su aspecto es mucho menos imponente y amenazador.
—¿Fue usted quien lo encontró?
—Sí señor, y llamé inmediatamente a la policía.
—Ya, no se preocupe hombre, nadie sospecha de usted… todavía.
—Se lo tengo dicho, prohibido jugar cerca del agua por la noche.
—¿Así que eso es lo hacía, jugar?
El viejo no tiene demasiados recursos y se queda callado. Ahora entiendo que ayer fue tan parco en palabras no por mala educación sino por una inevitable incapacidad de relacionarse con normalidad.
—¿A qué hora lo encontró?
—Entro a trabajar a las 8 en punto, siempre como un clavo, pero no vengo a supervisar la piscina hasta una hora después —contesta de carrerilla como si se lo hubiese aprendido de memoria.
O sea, que Rufino va a ser lo más parecido a un ayudante que voy a tener en mi nuevo empleo. Fantástico.
—Eso son las 9 de la mañana… ¿Cómo es posible que nadie se asomara y viera el cuerpo?
Curiosa apreciación. Este inspector todavía no se ha dado cuenta de que estamos en una especie de pueblo fantasma.
—Quizá pensaran que estaba buceando.
—Se burla de mí.
—No señor.

En ese instante, el cuarto en discordia, un joven detective que acompaña a Iriarte, interrumpe la conversación e indica detrás de un arbusto con el dedo.
—¡Paco!
—Si —contesta el orondo inspector desde el otro lado de la piscina en un tono de voz insuficiente para que su compañero lo escuche, como si supiera que pronto le hará partícipe del descubrimiento de todas formas.
—¡Aquí hay un sujetador y unas bragas!!
—Por favor, puede acercarse a mi compañero Christian Santos y decirle que deje de pregonar sus pesquisas a los cuatro vientos —le sugiere Iriarte a Rufino de un modo lo suficientemente autoritario para que éste no dude en obedecerlo.
—Ahora mismo.
—Y dígale también que no toque nada hasta que llegue..
—Y están rotas_ añade Santos mientras husmea en el arbusto.
Esta vez no ha gritado, pero el viejo detective lo ha tenido que escuchar perfectamente. Esta urbanización es como una gran caja de resonancia, en la que cualquier susurro rebota de un sitio a otro contagiándose por todo el espacio. Iriarte parece querer comprobarlo silbando una melodía muy suave mientras se aproxima a su compañero bordeando muy despacio el perímetro en forma de trébol de la piscina. Mientras lo hace, pasea su mirada distraídamente de un lado a otro de los apartamentos sin mover la cabeza. La terrazas y los ventanales deberían ser un hervidero de ojos que acechaban sin perder detalle de los acontecimientos, sin embargo, aunque no me quito la sensación incómoda de que me vigilan desde las esquinas, no se ve a nadie asomado. Me desplazo por el borde de la valla hasta estar más cerca de ellos. Una joven se ha ahogado en el pueblo donde acabo de mudarme y no quiero perderme ni un detalle.
—¿Podría indicarme dónde vivía exactamente esta pobre chica? —interroga al portero en cuanto llega a la rosaleda del otro lado.
—Ahí señor.
De la docena de apartamentos cuyas terrazas son en realidad pequeñas parcelas al pié del jardín y que acceden directamente a la piscina, el del centro, quizá el más indiscreto de todos, dada su posición, es el de la fallecida. La mayoría de esos bajos estan cercados con setos y los que no, están vallados, todos excepto el de la susodicha, que se abre de par en par como una extensión privada del gran jardín. El suelo de esa parcela esta muy descuidado en comparación con el resto, que o bien estan cubiertos de espesa hierba, o reformados con tarima de madera o asimétricas pizarras.
—La joven no era lo que se dice una ama de su casa —murmuró el detective—: ¿Vivía sola?
Ni Rufino ni el presidente saben a qué se refiere pero asienten. Iriarte se frota la frente con una mano moviendo la cabeza de un lado a otro.
—¿Y bien Santos, qué ha deducido hasta el momento?
La piscina comienza a llenarse con los servicios de urgencia. Dos médicos forenses que extraen el cuerpo meticulosamente, dos agentes de policía que acotan el lugar de los hechos con precintos que enrollan en los troncos de los cipreses que hay alrededor, un enfermero, un fiscal y un guardia civil. Dentro de poco no habrá ni una sola prueba realmente desdeñable que no haya sido pisoteada.
—Pues verá, a expensas de lo que nos aclaren en el laboratorio, yo diría que el móvil del caso tiene todas las papeletas de ser un delito sexual.
Me pregunto si el compañero que le han asignado a Iriarte es muy listo o rematadamente tonto.
—¿Crees que la han violado?
—Pues supongo que sí.
—¿Y dónde está el resto de su ropa, y restos de sangre o signos de violencia?
—Las bragas están rotas.
—Eso es cierto.
—Seguro que la ahogaron.
—Hijo, te apuesto mi jubilación a que esta muchacha se ahogó antes de caerse en la piscina, y esa ropa interior, se rompió después.
—¿Qué le hace pensar eso?
—Tengo una corazonada.
—¿Ya?
—¿A qué se refiere?
—He oído hablar de sus corazonadas en la comisaría.
—¿Cosas buenas o malas?
—Bueno, digamos que se comenta que deberían valorarse como auténticas pruebas judiciales.
Iriarte sonríe. Parece que el joven le cae simpático.
—Deberíamos interrogar a los vecinos antes de que esto se desmadre —añade el inspector, y acto seguido, gira sobre sus talones y me enfrenta con una mirada inquisidora.
Es difícil describir la sensación que me producen esos ojos oscuros debajo de esas cejas pobladas y peinadas hacia arriba, como si mirasen más allá de la superficie con unos rayos equis, como si bucearan en mi inconsciente, como si supieran cosas sobre mí que yo mismo ignoro. Siento cómo aflorar todos mis pecados de manera espontánea y los reviso como si quisiera estar preparado para justificarme, como si alguien fuera a acusarme de algo, y sin querer, acabo haciéndolo antes incluso de que se dirijan a mí.
—No soy de aquí, llegué ayer por la noche.
—Pues ha llegado en el momento oportuno —me dice torciendo la comisura de los labios hacia abajo, mirándome de nuevo con esos ojos que parecen saber que aunque no he tenido nada que ver con este delito, no soy completamente inocente en el mundo, como si por debajo de esta pose de joven inofensivo, él, y sólo él fuera capaz de atisbar toda mi lista de inseguridades, lo perverso y oscuro que escondo sistemáticamente como el resto de la gente, por miedo a que nadie me entienda y me repudien como a un proscrito.
—El chico ha venido a trabajar, no tiene nada que ver con esto —me echa un cable el presidente de la comunidad.
—Eso lo juzgaremos nosotros Don José — lo ata en corto el joven Santos. En seguida me pide el DNI y apunta el número en su libreta, supongo que para descartar otros antecedentes.
Hace bien. Podría ser un convicto huido de la justicia que ha aprovechado para instalarse en aquel pueblo recóndito donde nadie tendría que encontrarle. Maldita imaginación. En cuanto Santos consulte en comisaría, la información que reciba me va a colocar como principal sospechoso, sin duda alguna, jodida suerte la mía. Lo que es seguro es que no duraré demasiado en mi nuevo puesto de trabajo. Lo mejor será que me marche cuanto antes, pero estoy harto de escapar de rumores y recelos infundados. De repente, me acuerdo de un detalle que podría hacerme quedar bien aunque no constituya una coartada definitiva:
—Ayer escuché un grito horrible —confieso.
Todos giran la cara y se me quedan mirando. El gesto de José Valbuena parece advertirme de que habría sido mejor omitir ese dato y callarme.
—¿A qué hora fue eso? —me pregunta el ayudante del inspector.
—No lo sé —respondo sucintamente. Intentar explicarle que no llevo reloj, que mi único modo de saber la hora es un móvil que precisamente ayer se me rompió en pedazos, que estaba tan cansado, aterrado, ansioso y desesperanzado, que no quise levantarme de la cama, habría sido una información inútil.
Están sacando el cadáver de la piscina. Debe ser una mujer de una edad aproximada a la mía, treinta y tantos, con una melena rubia que le rodea la cara y el cuello como si fuera una mortaja. Aunque la piel está cianótica, gris y sin vida, reconozco que tenía un cuerpo precioso y la altura y la complexión de una modelo de pasarela. Sacudo la cabeza y dejo de observar fijamente la escena. Odio tener esta clase de pensamientos pero no puedo evitarlo. ¿Estar pensando en lo buena que estaba la muerta me convierte en una mala persona? Cuando regresó a la realidad descubro a Iriarte mirándome otra vez de esa maldita manera. Seguramente sabe lo que acabo de pensar, aunque seguramente todos piensan lo mismo y nadie dice nada. Es de esas cosas que se saben pero se esconden. Por supuesto, comentarlo habría sido de mal gusto y habría estado fuerza de lugar. El cielo está lleno de nubarrones, huele a lluvia aunque todavía no ha caído ni una gota. En ese momento, Rufino, que se había ausentado un rato, aparece junto a una mujer de mediana edad, embarazada y con otro niño de menos de un año en los brazos.
—Creo que será mejor que vengan a casa —dice ella mirando el cielo encapotado—: Les prepararé un café.
Santos mira al inspector. Éste echa un último vistazo al escenario del crimen y asiente con la cabeza aceptando la invitación. El presidente me hace un gesto para que les acompañe. Yo les sigo y nadie me dice nada. Supongo que lo mejor es esperar a que se quede libre para que me informe de las labores que desempeñaré a partir de ahora y otros pormenores de mi contratación, pero algo me dice que ya estoy desempeñándolas, que estoy presente en esta calamidad que no me atañe en calidad de algo que todavía no acierto a adivinar, como si mi papel de Operario de Mantenimiento también llevará asociados papeles de testigo, vigilante, recadero, concejal, o ayudante de dirección. Lo que está claro es que José quiere tenerme cerca, y no me encuentro en situación de negarme. Además, lo único que me espera es un bungalow frío y sucio, soledad y mucho trabajo de reconstrucción.
El interior del salón de esta mujer es el antagónico de mi nueva casa, acogedor, cálido y reconfortante. El sonido de los niños jugando en la otra habitación, el olor a café recién hecho, y el fuego encendido en el hueco de la chimenea me transportan a otro sitio, me hago una idea exacta de lo que quiero conseguir en mi vida, y me entra hasta sueño. Escucho las voces de los demás como amortiguadas. Iriarte dibuja algo en su libreta mientras Santos da conversación a la mujer. El presidente nos la presenta y dice que se llama Maika:
—¿Cómo lo quieren? —exclama desde la cocina.
—Con leche y dos azucarillos gracias… Paco… —le llama la atención el joven detective.
—Solo —contesta Iriarte.
—¿Qué haces? —se interesa Santos dejando entrever que no le parece correcto el modo en que está eludiendo la situación.
El inspector no se inmuta, pero por lo que comenta su compañero, es un comportamiento habitual.
—Algunos compañeros más veteranos de la sección de homicidios quisieron aconsejarme cuando se enteraron de que me habían asignado al viejo cascarrabias —dice dirigiéndose a los demás para salir del paso, como si no supiera o le costara estar callado.
Si hay algo que está claro y no hace falta que nos explique, es que Francisco Javier Iriarte no es muy dado a las correcciones sociales ni a determinadas normas de educación y conducta. Odio a la gente así. Tipos que van por la vida caminando a medio metro del suelo, con cara de estar por encima de los demás, como si nada les afectara, que se permiten la licencia de hablar cuando les apetece y callar cuando no tienen nada que decir. En el fondo los envidio, porque cada vez que yo no hago lo que quiero, me echo un poco más de peso en una mochila invisible, que en la ciudad, muchos días terminaba por machacarme, haciéndome sentir vacío, frustrado, infeliz. Iriarte no posa, es como es y punto. No tiene la necesidad de quedar bien con nadie.
—Por lo menos dale las gracias cuando nos lo traiga —insiste Santos.
Tampoco esta vez obtiene respuesta. El detective estaba enfrascado en sus cavilaciones, llenando de líneas su gastada libreta.
—Se rumoreaba que ahí tiene las claves de todos sus casos de los últimos 40 años.
Otra típica leyenda que gira entorno a un personaje tan peculiar, sin embargo, ahora, viendo lo minúsculas que son sus anotaciones, me pregunto si no será cierto. Las personas herméticas e introvertidas suelen generar esa clase de chismes y murmuraciones, como si la gente necesitará asignarles alguna etiqueta, creer que lo conocen para que no les de miedo.
—Iba por libre, hacía lo que le daba en gana y no se atenía a las normas de la comunidad —nos informa Maika refiriéndose a la ahogada mientras deposita la bandeja con las tazas sobre la mesa.
Parece que me haya leído el pensamiento. La mujer debe estar de por lo menos siete u ocho meses, y a su alrededor corretean otros tres niños de unos 4, 6 y 8 años.
—Deja eso en su sitio, por favor, no molestéis, id a vuestro cuarto —les reprende.
—Déjeles, no se preocupe —interrumpe esta vez Iriarte, y lo hace de un modo tan seco que la mujer no se atreve a responder. Es como si este jaleo infantil alrededor lo ayudará a desinhibirse y recapacitar.
—¿Y bien? Prosiga, la chica era bastante bohemia, un espíritu libre ¿verdad? —se interesó Santos, tratando de desviar la atención.
—Bueno, no exactamente… Había amasado una pequeña fortuna con las ventas de su último disco y gracias a los conciertos… Bueno, con tantas giras sólo pasaba aquí unos tres o cuatro meses al año…
—¿Y su marido? —interviene Iriarte.
Me pregunto qué tendrá que ver eso con la investigación. Santos pone cara de estar pensando lo mismo pero no se atreve a contradecirlo. Me mira un segundo como diciendo: Lo mejor será dejar al viejo que lleve las riendas del interrogatorio. Ya le han debido de anticipar que sus métodos son un poco raros, o por lo menos, poco convencionales, y tiene pinta de querer aprender técnicas de investigación nuevas.
—Tenía un compromiso, no pasa mucho tiempo en casa, ¿sabe? Trabaja en publicidad, viaja mucho, y…
—O sea que la joven era famosa_ la interrumpe de nuevo, como si quisiera desconcentrarla y despistarla deliberadamente.
—Eh, sí —la mujer parece contrariada, pero se repone en seguida—: ¿No han oído hablar de Ío Laconte?
—Yo sí, vaya, ¿Es Ío Laconte? Por eso han puesto hincapié en que no se filtre a la prensa —murmura Santos asombrado.
—Era —puntualiza José.
—¿Tenían relación? —cortó en seco Iriarte.
—¿Perdón, qué quiere decir? Era mi vecina de al lado —se hace la ofendida y pone gesto de afectada frotándose la nariz y bajando la cabeza. Luego, incómoda frente a la mirada escrutadora del detective, se incorpora y va hasta el mueble del salón, rebusca entre una pila de cedés que hay en una estantería y pronto les trae uno en la mano. Se conoce que no soy el único vulnerable a los rayos equis del inspector.
—Que si hablaban cuando se cruzaban por la urbanización —añade Iriarte torciendo la boca en una mueca difícil de definir.
—Sí claro, nos conocíamos bien, miren, éste es el disco, nos lo regaló por Navidad —insiste dando un par de golpecitos en la carcasa.
Como siguen ignorándola, me inclino, lo recojo y lo ojeo por dentro y por fuera tratando de aparentar desinterés. Definitivamente, la tía estaba buena, un auténtico bellezón sin paliativos, de ésas que le gustan a todo el mundo. En la portada sale en bikini, corriendo de espaldas hacia una playa, mirando por encima del hombro con una sonrisa inocente. Todo el plano está desembocado a excepción de sus enormes ojos verdes y sus dientes relucientes. Miro de reojo a Santos con gesto interrogante.

—Folqui, Pop indie —me susurra para etiquetármelo brevemente.
—¿Podría llevármelo? Prometo devolvérselo esta misma semana_ le preguntó a Maika, volviendo el rostro hacia el inspector como si buscara también su aprobación, imaginando que tal vez el disco constituya una prueba pericial como otra cualquiera.
—Quédeselo, tengo otros dos por ahí, en algún sitio.
—Bueno, entonces esto es todo, muchas gracias por su tiempo y por su café, estaba riquísimo —concluye Santos ofreciéndole la taza vacía.
—Una última cuestión —se apresura a añadir Iriarte con el café intacto junto a su mano derecha.
—Dígame —se sorprende la mujer.
—¿No escuchó nada durante la noche ni vio nada esta mañana.
Santos tuerce media cara como maldiciéndose por no haber hecho una pregunta tan obvia. Se le ve distraído, delegando en su experimentado compañero. La verdad es que con el jaleo de los críos es difícil centrarse.
—La verdad es que padezco de insomnio y tomo pastillas para dormir, no me entero de nada, y esta mañana, se podrá imaginar, teniendo que despertar a tres críos y darles de desayunar, no tiene una mucho tiempo para la vida contemplativa.
El tono de la mujer refleja cierto hastío, como si le molestara tener que dar explicaciones, como si estuviera deseando reconocer a voz en grito que sí, que había sido ella la que había ahogado a la artista porque no la soportaba.
—Mmm_ asiente el viejo detective con un sonido que al parecer es una marca de la casa de la que todos se deben burlar en comisaría, y acto seguido, coge su taza con dos dedos y se bebe el café de un trago.
No hace falta ser un lince para saber que si yo he oído un chillido desde el la periferia de la urbanización, es extraño que Maika, que vive puerta con puerta con la fallecida, no haya oído nada. Me imagino al inspector pensando que o miento yo o miente ella. Por fortuna, que una mujer con tres niños, un bebé y otro en camino, y con el marido ausente, tome somníferos, es suficientemente descabellado como para que cualquier sospecha recaiga sobre ella. El problema es que es tan increíble lo que cuenta como la posibilidad de que una madre tan ocupada y limitada sea capaz de pelearse con una vecina hasta matarla. No, seguramente la cantante se ha suicidado o estaba puesta de coca hasta las cejas. Aún así, Maika esconde algo.
—¿Ni siquiera se asomó a la terraza? —interviene Santos.
—Por supuesto que no, ¿no has oído? Estaba muy ocupada —responde Iriarte en su lugar con un ligerísimo sarcasmo en la voz—: En fin, muy amable, ahora tenemos que seguir.
Ya fuera, mientras esperan el informe de los forenses, el inspector mira a su joven compañero esbozando una enigmática sonrisa.
—¿Qué?
—Te ha gustado esa mujer, ¿verdad?
—Pero qué dices, si está embarazada…
—Vamos Christian, no me negarás que es muy atractiva.
—En fin, bueno, sí, pero eso no viene al caso, lo importante es que no sabe nada y no nos ha ayudado demasiado en la investigación.
—Te equivocas, esto es sólo el comienzo, y ha sido tremendamente productivo, lo que pasa es que estabas un poco distraido —dice, y el inspector volvió a sonreír de esa manera.
—¿A qué te refieres, qué es lo que sabes? —quiso saber el joven detective.
—Que miente —sentenció como si le divirtiera, y dio por concluida la conversación.
Es cierto que Maika está de buen ver a pesar de haber pasado los últimos años pariendo sin descanso. Y sin duda, dos mujeres tan hermosas pero con vidas tan distintas, tendrían más de un roce generado por los celos o la envidia.
—Si no nos necesita, me gustaría enseñarle al nuevo las instalaciones —José trata de desembarazarse de este compromiso macabro y delicado y me ha puesto a mí como excusa.
Le sigo la corriente aunque no me importaría seguir siendo testigo de las pesquisas de la policía.
Uno nunca sabe la imagen que está dando de cara para fuera, lo que opinan los demás, que hay dentro de ti para que los que te rodean se comporten de una u otra manera. Saberlo sería un arma infalible contra los desencuentros. Acercase a ese conocimiento es un ejercicio muy sano. Yo me he retirado a este pueblo apartado con la intención de conocerme más a mí mismo, detectar en mi carácter las causas que pudieron propiciar el desagradable incidente que me cambió la vida. Hay dos prácticas principales para conseguirlo: En primera instancia, analizar mis reacciones, mis decisiones y mi actitud ante los acontecimientos que azotan mis días, mi forma de afrontar los conflictos, los valores que me mueven las encrucijadas, las pruebas. En segundo lugar, tratar de adivinar patrones de comportamiento en la que nos rodea, preguntarme si soy yo quien genera una determinada vergüenza, miedo, excitación, querencia, rechazo, desgana o admiración en los demás, sean amigos, vecinos o desconocidos. Este segundo punto es especialmente valioso cuando uno no se ha dado a conocer todavía, cuando no ha hablado, ni mostrado sus cartas, su personalidad.
Santos se despide guiñándome un ojo, lo que es una muestra inequívoca de que hay algo en mí que le cae bien, quizá sólo es la edad y su desesperada búsqueda de complicidad frente a la tiranía de su mentor. Iriarte en cambio, ignora la mano de despedida que le ofrezco y con recelo me informa de que pronto tendremos noticias suyas, lo que demuestra que debo dar una imagen ambigua y una impresión contradictoria, mi físico, mis facciones, mi gesto y el modo en que me relaciono se perciben de forma distinta dependiendo a quien vayan dirigidas.

EL RESTO DE LA NOVELA EN: www.ernestonoreste.com

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