Antes de que el sol se apague

Antes de que el sol se apague

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RENESTO Y CHINTACO

Renesto llevaba un cuarto de hora sentado en el alféizar de la ventana. Bajo sus pies se extendía la caída libre y sin interrupciones desde el quinto piso en el que se hallaba. Había conseguido mantener la mente en blanco durante todo ese tiempo, pero de pronto, sin saber por qué, simplemente por la sensación de que había llegado el momento, se levantó con cuidado, y se puso en pié. Fue entonces, frente a ese final inminente que él mismo había escogido, cuando sus pensamientos comenzaron a fluir con fuerza, conectándose unos con otros de forma violenta.
Sintió algo realmente extraño, algo que no había sentido nunca, lo extraño de imaginarse muerto cuando todavía no le había llegado la hora. Verdaderamente sintió que aquello no estaba bien. Nada tenía que ver con la educación que le habían inculcado ni con la religión que le habían obligado a practicar desde su infancia en el colegio, ni siquiera con aquellas tendencias de pensamiento con las que había tenido que convivir a lo largo de su vida. De repente supo que cualquier otra persona del planeta, en cualquier rincón del mundo, que se hubiese visto en aquella situación, habría sentido lo mismo, la certeza de que estaba mal quitarse la vida antes de tiempo, como si fuera injusto desaparecer del esquema de las cosas antes de haber culminado aquello que habían venido a hacer allí, por muy nimio e insignificante que pudiera resultar al fin y al cabo.
Decenas de imágenes de su pasado se agolparon en su cabeza, casi cronológicamente pero hacia atrás y de un modo inconexo, igual que había visto en un montón de películas. En aquel preciso instante quiso vivir, más de lo que había querido hacerlo hasta entonces, y por fin, sintió miedo, y con él, todo un torrente de adrenalina acelerándole el pulso y atenazando sus articulaciones.
Trató de dar media vuelta sujetándose al borde inferior de la ventana, dejando a su espalda el parque en el que jugaba de pequeño, un vacío que no podría recorrer sin volar, un funesto desenlace, pensando con sudores fríos lo ridículo que sería caer por culpa de un tropiezo o un resbalón y acabar aplastado. Sin embargo, en seguida regresó la misma sensación de antes, aquella que le indicaba que no había llegado el momento, y se sintió seguro, seguro de que por muy accidentada que fuera la operación de volver al interior de su habitación, no caería, ése día no caería. No iba a morir.
Ya dentro de aquel cuarto que hacía tanto que no visitaba, de rodillas frente al espejo que ocultaba el armario empotrado, vio su reflejo, y se echó a llorar. Lloró hasta que se le acabaron las lágrimas. Se vació, y aunque continuaba sintiendo el dolor por la pérdida de sus padres, ya no era tan punzante. Aliviado, se tumbó de espaldas sobre la tarima del suelo. Estaba agotado, pero no podía dormir. Miraba un punto impreciso situado en el gotelé del techo. Intentaba retener aquella sensación que lo había salvado en el último momento de aquel plan absurdo de matarse, afianzar el pensamiento que lo había traído de vuelta, ese pensamiento con regusto a revelación. No podía permitirse el lujo de olvidarlo. Todos habían nacido por algún motivo, pero ¿qué había venido él a hacer a este mundo? Desde luego, si de algo estaba convencido, era que no sería fácil averiguarlo, y de que no lo haría por mucho que se quedara ahí tirado.
Echó un vistazo alrededor. El piano negro de pared, las estanterías repletas de libros, los óleos colgados de las paredes, las películas amontonadas en las esquinas, todo, dispuesto tal y como lo había abandonado hacía ya varios años. Aquella habitación era un museo de sí mismo, como si sus padres no hubieran modificado ni un ápice de cómo estaba para pasearse por ella y acordarse de él. El espacio era un reguero de pistas de lo que Renesto había sido, o por lo menos, de lo que había sido en su infancia y juventud, y observando detenidamente la estampa, no le cupo duda de que había cambiado muy poco. Seguía viviendo en un mundo de fantasías difíciles de sostener. El tiempo que no gastaba viendo películas, escuchando música o leyendo libros, se lo pasaba fantaseando con sus propias historias. Algún compañero del trabajo se había burlado alguna vez en tono solemne: “Es que Rene no puede parar de crear”. Seguía obsesionado con dar forma a los cientos de ideas que se inventaba cada día. Ahora, por lo menos, gracias a su intento de suicidio truncado, sabía que hasta esa compulsión creativa tenía sentido. Todo en él, todo en su vida, tenía que tener algún sentido, y si tenía que morir, sería tratando de descubrirlo o tratando de acercarse a él. Alguien llamó a la puerta con dos golpes tímidos y Renesto salió repentinamente de su ensimismamiento.
Chintaco oyó un leve rumor dentro de la habitación, pero como nadie le había dado permiso, no se atrevió a entrar. Tenía un respeto tan patológico por la intimidad de los demás, que seguramente se habría quedado paralizada detrás de la puerta aun sabiendo que su amigo estaba a punto de quitarse la vida, aunque fuera sólo por miedo a intervenir. Le atemorizaba interferir en el indescifrable transcurrir de los acontecimientos, fueran éstos de la índole que fueran, pero también le daba miedo la gente, sus reacciones imprevisibles, su cambiante estado de ánimo, sus distintas interpretaciones sobre un mismo hecho, la incertidumbre acerca de lo que estuvieran pensando, su manera de sentir o actuar.
Se habría dado la vuelta y se habría marchado, pero como conocía a Renesto, se armó de valor y lo intentó de nuevo, llamando un par de veces a la puerta casi como si la estuviera acariciando con los nudillos. Creyó oír su nombre, casi como un murmullo desde el otro lado, pero no habría podido jurar si había sido producto de su imaginación.
Renesto era una persona fuerte, impulsiva, díscola y contradictoria, realmente impredecible, pero lo conocía muy bien, y en situaciones límite como aquella, se volvía frágil y vulnerable, y empezaba a actuar de un modo previsible, casi por instinto, como un cachorro indefenso que huye aunque no hay ningún peligro que lo amenace. Posiblemente, sólo pensaba obsesivamente en morir. La muerte era algo que le rondaba la cabeza una o dos veces al día como mínimo. Chintaco lo sabía, porque cuando esto sucedía, y estaba con él, no dudaba en compartirlo con ella, siempre con comentarios sarcásticos al respecto, fingiendo no darle importancia, cuando realmente la sentía cerca, acechándole desde detrás de cualquier esquina.
—Deberíamos abrazarnos con fuerza —decía antes de despedirse.
—¿Por qué? —preguntaba ella, para quien el contacto físico nunca había sido una barrera fácil de atravesar.
—Porque a lo peor no volvemos a vernos —explicaba él con absoluta naturalidad.
—Ya estamos otra vez —se enfadaba ella.
—De verdad, me podría atropellar un coche, se me podría caer una maceta en la cabeza, lo mismo me resbalo en la ducha o se me para el corazón —añadía.
—No digas tonterías.
Y entonces, él se hacía el muerto, siempre de la misma manera, dejando caer bruscamente la cabeza hacia un lado, abriendo mucho los ojos con la mirada estática y vacía, y exhalando un último suspiro dramático. Y ella, después de muchos intentos fallidos de hacerlo reaccionar, acababa por tocarle la entrepierna, cosa que siempre lo hacía incorporarse como por acto reflejo arrancándoles una carcajada a los dos.
Chintaco deslizó la mano hasta el pomo de la puerta, se colocó el pelo detrás de las orejas con la otra, y aspiró profundamente, pero justo cuando se disponía a inclinarse sobre la puerta, ésta se abrió desde el otro lado.
Renesto tenía la cara alargada y macilenta, y las mejillas manchadas con unos churretones de aspecto pegajoso. Había abierto la puerta pero no la había mirado a los ojos, sino que mantenía la cabeza agachada como si estuviera avergonzado por algo. Chintaco le acarició la barbilla, y como no sabía qué decir, le habló en un idioma inventado, como muchas otras veces, utilizando palabras absurdas y frases imposibles que al final acababan resultando graciosas.
—Reticaerú fulmare disantonino —le susurró, y aunque no significaba nada, en el fondo sabía lo que quería expresar.
Renesto alzó la mirada. Una vez más, cuando parecía imposible, Chini, la única capaz de conseguirlo, le había hecho sonreír.
—Shisha, shisha —murmuró él para contestarla, y esta vez, los dos sabían perfectamente lo que significaba, pues se habían reído tanto al pronunciarlas en otras ocasiones, que habían acabado por utilizarlas siempre que querían dar las gracias.
—Chisparia acatunomarece —insistió Chintaco, y con la mirada le indicó la cama, casi traduciéndoselo.
Renesto asintió como si le costara mucho esfuerzo hacer cualquier movimiento, y arrastrando los pies, se dejó acompañar hasta el borde del colchón, donde por fin, se sentaron. Estuvieron un rato callados, sin decir nada, como si necesitaran hacerlo, dejándose invadir por la paz que les proporcionaban esos momentos, la tranquilidad de estar juntos sin mayor pretensión que la de hacerse compañía. Él había cobijado la cabeza en el hombro de su amiga, mientras ésta observaba de reojo cada detalle de aquella habitación en la que reconocía signos de aquellas cosas que siempre le habían gustado.
—Furiolana tequimado sensere —intervino Renesto, y dios sabe lo que quería decir con esto.
—No —contestó ella aun a riesgo de estropearlo todo —. Tu familia te está esperando en el salón.

COSAS QUE ARREGLAR

Renesto habría querido quedarse en aquella habitación para siempre, haber tenido más tiempo para afianzar sus pensamientos, y quizás así, descubrir cuál era el motor que lo impulsaba a estar vivo, aquél que había intuido frente al vacío del quinto piso de sus padres y que le había impedido hacer lo que se había propuesto. Habría querido quedarse sobre la cama, envuelto en los brazos de su mejor amiga, de su única amiga, en silencio, haber tenido la oportunidad de dejar pasar el tiempo sin más, hasta que el propio tiempo le hubiera marcado el momento de hablar. Y entonces, habría querido contarle muchas cosas a Chini, muchas que ya sabía, pero otras que no le había contado nunca, cosas de su infancia, recuerdos de otra época, pensamientos y sentimientos, acontecimientos que ocurrieron realmente y algunos que solamente existieron en la capacidad de distorsión y exageración que poseía su imaginación, hacerle partícipe poco a poco y sin prisa, de todo lo que había sido su vida. Con ella hubiera podido hacerlo, porque cuando escuchaba, siempre ponía esa cara de atención que fluctuaba en gestos minúsculos transformándose con los detalles del relato. Chini no parecía aburrirse nunca con sus historias.
Se dejaba arrastrar por el pasillo sin voluntad, y ya oía las voces al otro lado. Se detuvo un instante, y Chintaco aguardó a que estuviera preparado, sin presionarle lo más mínimo en aquel momento delicado. Renesto hubiera querido estar junto a su amiga el tiempo que fuera necesario para contarle todo, sin dejarse nada, así hasta agotarse, y al terminar tendría la certeza de que Chini sabía todo lo que había que saber sobre él, y de esa forma, casi serían como una sola persona. No se dejaría ningún detalle, por muy escabroso que pudiera resultar, compartiría con ella incluso sus miedos más profundos, sus secretos más inconfesables, hasta sus vicios ocultos y sus debilidades, porque para conocerlo tendría que saber lo malo, y no sólo lo bueno, y no asustarse al descubrir que quizá en él, eran más numerosos los defectos que las virtudes. Para conocer la verdad tendría que conocer todas las mentiras. Habría hablado y hablado sin parar como si no le quedara tiempo. Pero bien sabía él que eso era imposible, y que quizá no fuera bueno, que detrás de esos delirios idealistas no había un fondo constructivo, pues mal que le pesara, las cosas funcionaban de otro modo por algún motivo. Había cosas que debían ocultarse, cosas que nunca se comparten, cosas que hay que guardar en secreto para siempre. Nadie está preparado para saberlo todo, ni siquiera una madre de su propio hijo. Y quizá, todo lo que no sabían el uno del otro, era lo que realmente los unía. Si. Las cosas requerían del lugar adecuado y del momento preciso, y tenían la costumbre de ir desenredándose poco a poco, lentamente, como si no estuvieran preparados para recibirlas o asimilarlas de golpe.
De todas formas, justo antes de entrar en el salón, Renesto maldijo el orden de las cosas dentro de su cabeza, y deseó por un instante que no hubiera tanta gente alrededor, tantas responsabilidades, tantas necesidades que cubrir, tantas obligaciones y tantas distracciones, y en definitiva, tantas interrupciones constantes que le impedían hacer las cosas a su ritmo y a su manera.
—Renesto, ven cariño —le indicó su tía, rompiendo el tenso silencio que se había creado bruscamente entre los asistentes al verle entrar.
Él no movió ni un músculo, pero apretó con fuerza el brazo de Chini del que iba colgado. Ella comprendió en seguida, y sin soltarlo, tiró suavemente de él y lo acompañó.
La tía pensó en lo extraña que era la relación entre su sobrino y aquella muchacha de la que no se había separado en todo el día. Pensó en abrazar a su sobrino, pero el joven estaba literalmente atrincherado al lado de ella y no parecía necesitar nada más. Los demás observaban la escena con incertidumbre y gesto de preocupación.
Chintaco sabía que los lazos que unían a Renesto con aquellas personas, debido a un sinfín de circunstancias personales que nunca había especificado, eran prácticamente nulos, y por eso comprendió la frialdad de la escena. Se dio cuenta de que tenía que sacarlo de allí, pero no sabía cómo hacerlo sin ser maleducada. Seguro que Rene le habría reprendido: “¿A quién coño le importa lo que opinen?”, habría dicho.
Renesto, además, causaba un extraño estupor en la gente. Chintaco lo había experimentado en sus propias carnes la primera vez que se había cruzado con él, y le había durado bastante tiempo, durante los primeros meses de relación, pero también había visto el mismo efecto en los demás en innumerables ocasiones. La gente no sabía cómo comportarse a su lado, incluso sus amigos, no sabían a menudo qué decir, cómo responderle, si sonreír o quedarse serios, y parecía que tenían miedo de la reacción que pudieran causar en él, como si fuera a saltar con algún corte seco en cualquier momento. Ahora, nuevamente, Chintaco era testigo de aquel temor en los gestos de interrogación de su familia.
—Renesto, hay muchas cosas que arreglar —se arriesgó su tío con tono firme y voz profunda—. Precisamente ahora tienes que ser fuerte y comportarte como un hombre.
Renesto ignoraba lo que significaba aquella frase hecha. Si lo hubieran visto en el borde de la ventana o llorando frente al espejo, seguramente se habrían echado las manos a la cabeza, pensó. Alzó la vista y lanzó una mirada desafiante a su tío. Todos permanecieron helados, a la expectativa del huracán que estaba a punto de desatarse. Chintaco observó a su amigo, sintió un estremecimiento en las manos que la agarraban del brazo como si la contagiara cierta electricidad. Lo acarició por si podía servir de algo, y en la lenta transformación de su rostro, en el que las cejas, la frente y los labios se ablandaron, comprobó que había funcionado. Renesto le dedicó una lánguida sonrisa a su amiga y volvió a enfrentarse a la concurrencia:
—Mi padre siempre decía lo mismo —respondió quedamente.
Chintaco comprendió que se había rendido incluso antes de luchar, y que esta vez no habría ningún problema, lo cual aunque le proporcionó cierto alivio, no dejó de preocuparle, ya que era un comportamiento inusual en él.
El resto de la tarde transcurrió a toda velocidad, y ella no se separó de su amigo en ningún momento. Lo veía vigilar de soslayo a sus primos y a los vecinos que durante treinta años habían compartido descansillo con sus padres, cada vez que se levantaban a ojear los libros o las fotografías de las estanterías, cada vez que desaparecían con la excusa de ir al baño o para traer algo de la cocina, lo imaginaba maldiciendo por debajo de aquella mirada de desconfianza, preguntándose qué harían danzando a sus anchas por aquella casa que no era suya. Al ver cómo aguantaba el tipo, se sintió orgullosa de él. Había parte en el autocontrol que había desarrollado en los últimos años, del que Chintaco se sentía responsable, aunque siempre albergara la duda de si con ello lo estaba convirtiendo en una mejor persona con mayores habilidades sociales o si por el contrario no había hecho más que cohibir y encoger lo puro y salvaje que había en él.
Renesto contestaba una a una a las cuestiones incómodas que le planteaba su tío, y Chintaco se preguntaba cómo era posible que todos eludieran las conversaciones honestas sobre lo sucedido, casi como si no hubiera sucedido nada, los comentarios nostálgicos o sentimentales que un incidente tan repentino, una ausencia imprevisible como aquella, o un desenlace tan triste y dramático, deberían provocar, y quiso creer que la necesidad de apartar el dolor era lo que acallaba cualquier mención que no fuera práctica y fría al respecto.
Ella ya había pasado por algo así, hacía tantos años que casi ni se acordaba, y aunque las circunstancias eran distintas y en este caso, excepcionales, lo que recordaba se parecía mucho a aquello. Simples trámites y una horrible lista de compromisos que se abría por delante de Renesto como un itinerario sombrío y descorazonador de lo que serían inevitablemente sus próximos días y las próximas semanas:
—Yo mismo te acercaré al tanatorio —mencionó su tío.
—No es necesario, Chini me llevará —contestó él.
—Por la noche deberías venir a casa y descansar.
—No pienso separarme de ellos hasta que desaparezcan.
—Por la mañana los trasladarán al cementerio de la N1.
—Bien.
—Los enterrarán en un lugar precioso, ya verás.
—No, los incinerarán, y yo elegiré dónde esparcir sus cenizas.
—¿Estás seguro de que eso es lo que querrían?
—Si.
—Habrá que pensar qué vamos a hacer con todas su cosas.
—Nada, dejarlas como están.
—Mira, Renesto, tus padres seguro que tenían un testamento.
—No quiero hablar de eso.
—Hay que preguntar a su gestor o su abogado.
—¿No me has oído?
—Pero…
—¿Alguien sabe algo de mi hermano?
—Están intentando localizarlo.
—Yo no le he llamado.
—Pronto aparecerá.
—Seguro, y querrá encargarse de todo esto.
—Por lo que tengo entendido, no teníais mucho contacto.
—No nos hablamos desde hace años.
—Bueno, en fin… el accidente cambiará algunas cosas.
—No cambia nada, mis padres están muertos, y yo no.
—Ya, pero tu padre tenía un seguro de vida, ¿verdad?
—¿Cómo sabes eso?
—Aunque no lo creas, tu madre y tu tía hablaban a veces por teléfono.
—¿Por qué ellos han muerto y yo no?
—¿Sabes una cosa? Creo que será mejor seguir en otro momento.

ACCIDENTES

Renesto no abrió la boca en todo el trayecto hacia el tanatorio. Solamente dijo una cosa, y no lo dijo apesadumbrado, sino con verdadera curiosidad y mucha rabia contenida:
—¿Cómo es posible que el otro coche nos golpeara justo donde yo estaba sentado, que me diera a mí y murieran ellos, cómo han podido morir si yo solamente tengo un par de moretones?
Chintaco no supo qué responder. En cualquier caso, excepto tópicos del estilo de “Tú eres más joven, el golpe no es igual para alguien mayor”, o “El destino es misterioso”, o peor aún, algo como “Todo sucede por algún motivo”, que no venían al caso y sonaban a estupidez en aquellas circunstancias, salvo eso, no había nada que añadir.
Su amigo tenía una personalidad tan excéntrica y un modo de comportarse tan poco convencional, que atraía automáticamente las situaciones más inverosímiles. Era un imán para las historias retorcidas con personajes extravagantes, y éstas siempre estaban teñidas de alguna casualidad enigmática o alguna connotación insólita, difícil de creer. Cuando Renesto contaba algo que le había sucedido, a menudo era tan sorprendente y lo relataba con tanto entusiasmo, que parecía que se lo estaba inventando. Pero aquello, aquello era demasiado. Incluso la plantilla del hospital no cabía en su asombro. Todos comentaban el increíble incidente del siniestro total en el que un joven había salido ileso de un amasijo de hierros.
De todas formas, sabía que no era el momento de abordar aquel tema, por mucho que siguiese torturando a su amigo. Así que se concentró en conducir, lo cual para ella era suficiente. No pudo evitar acordarse del modo en que había conocido a Renesto, casi como una parte más de un plan estrambótico, siempre la perfecta historia para contar a unos amigos en alguna cena, puro entretenimiento, pura fantasía, y sin embargo, de nuevo, real como la vida misma. Sus últimos años habían transcurrido sin grandes altibajos por un camino de giros templados, sin esquinas, pero desde que conocía a Renesto, se había convertido en una aventura emocionante, y lo bueno y lo malo se presentaba siempre en sus formas más extremas. Lo que todavía no había llegado a concluir, era si estaba bien así o le hubiera gustado que fuera de otra manera, una manera más recta y suave.
Se acordó entonces de aquella época convulsa. Aquellos últimos seis meses de una relación de ocho años, en la que todo parecía ir bien pero en la que nada era lo que parecía. Seis meses compartiendo piso junto a su novio de toda la vida bastaron para vislumbrar la mentira en la que había estado inmersa, en cientos de detalles que no encajaban, contradicciones en las que no había reparado aunque siempre habían estado allí, sospechas que cuando trataba de contrastar con él la hacían parecer como una loca que se lo inventaba todo, una paranoica que veía cosas raras, espejismos incómodos que en realidad no existían. Pero claro que pasaba algo. La intuición no solía fallar en esos casos. Demasiado tiempo al lado de una persona para no identificar el menor indicio de una mentira que llevaba prolongándose mucho tiempo. Y fue aquella noche, al colocarle entre la espada y la pared, cuando la verdad salió por fin a la luz entre lágrimas de arrepentimiento y gritos de rabia. Sólo hizo falta una frase para que todo estallara. Una frase: —Por favor, no me mientas, tú no estás enamorado de mí, nunca lo has estado y yo no me merezco esto—, y de repente, por alguna razón, quizá porque sencillamente había llegado el momento, él confesó toda una serie de infidelidades, un sinfín de faltas de respeto y una carencia absoluta de lealtad. Chintaco no quiso recordar los detalles. Lo único que le había dolido había sido que la mintieran. Las circunstancias que envuelven la relación de dos personas que se quieren no tenían importancia para ella, pero que en el fondo no la quisieran o la mintieran, había sido una cuchillada que nunca dejaría de sangrar. Su novio recogió las pocas cosas que parecían importarle dentro de aquella casa, seleccionándolas rápidamente como si estuviera desalojando el edificio en medio de un incendio, las metió en una mochila, y salió por la puerta. Ella podía haber pasado la peor noche de su vida nadando entre interrogantes que nunca obtendrían respuesta, pero algo más inmediato iba a ocupar repentinamente toda su atención, algo tan exagerado, que anularía otras consideraciones por el momento, del mismo modo que una quemadura en un dedo hace que te olvides de una jaqueca.
Llevaba dos horas dándole vueltas al asunto, tumbada en la cama, sin intención de dormir, de un lado a otro del colchón, buscando siempre la parte fresca de las sábanas y la almohada. Después de valorar todas las opciones, maldiciendo a su novio, llorando sin parar, con dificultad para respirar, diseñando planes a corto plazo, e intentando adivinar cómo sería todo a partir de entonces, de pronto, la sensación más fuerte de todas la paralizó. Acurrucada en su lado de la cama, lo echó profundamente de menos, y casi sintió ese otro cuerpo cálido muy cerca de ella. El sentimiento de pérdida, la ausencia y el recuerdo, eran tan intensos, que ni siquiera escuchó el crujido cada vez más ruidoso de la madera del parqué. Fue entonces cuando conoció a Renesto.
No sabía nada de arquitectura, bastante poco de materiales de construcción, pero era licenciada en química, se había especializado en orgánica, se había doctorado con una tesis sobre síntesis de antitumorales, y trabajaba en el centro superior de investigaciones científicas, y por tanto, sabía que algo como aquello era muy extraño, algo así, simplemente no sucedía, solamente era factible en la ficción.
Cuando la pared del fondo de la habitación comenzó a resquebrajarse, ya era demasiado tarde. Se incorporó bruscamente, sintió un temblor y seguidamente una fuerte explosión. Cerró los ojos, la habitación se llenó de polvo y el suelo se derrumbó inclinándose hacia un lado. Un colapso inexplicable había catapultado solamente aquella parte de su casa hacia el piso inferior. Chintaco sintió la caída pero fue una sensación muy breve. La cama había zozobrado entre los tablones del entarimado como un barco. Ella había rodado hasta caer por alguna grieta del suelo, dándose un par de golpes en la espalda y en la pierna, y finalmente había ido a parar a otra superficie blanda. Cuando el ruido cesó, sólo cuando llegó la calma, se atrevió a abrir los ojos de nuevo. Entonces vio a Renesto. Al parecer llevaba viviendo un año en aquella finca, pero era la primera vez que se cruzaba con él, y también fue lo primero que vio tras el incidente.
Aquella habitación tenía una disposición muy parecida a la suya, y ella estaba ahora tumbada en el mismo lugar en el que había estado hacía unos instantes deseando tener de nuevo a alguien a su lado, precisamente en el lado exacto de la cama desde el que él la miraba con los ojos y la boca muy abiertos.
—¿Te encuentras bien? —murmuró angustiado.
Chintaco se miró de arriba a abajo. Estaba envuelta en polvo, le costaba respirar, y tenía una herida en la pierna que le había manchado el camisón de sangre, pero se encontraba perfectamente. Estaba un poco conmocionada pero no sentía ningún dolor y podía mover todos los dedos de las manos y los pies, aunque la impresión le había dejado en un estado en el cual aquel cuerpo maltrecho no le parecía el suyo.
—Creo que sí —respondió. Todo parecía una pesadilla, pero era real.
—¿Confías en mí? —fue lo siguiente que dijo. Ella asintió y no pudo reprimir una sonrisa nerviosa al venirle a la mente, de golpe, todo lo que había sucedido en una pocas horas. Aunque no habría sabido explicar por qué, y a pesar de que poco antes había jurado no confiar en nadie nunca más, no le había mentido. De verdad confiaba en él.
—Pues… acompáñame, tenemos que salir de aquí —dijo, y le tendió la mano.
Chintaco echó un vistazo a su amigo. Renesto había bajado la ventanilla y con media cabeza fuera, dejaba que el aire le golpeara el rostro. Tenía toda la cara inundada de luz, y Chintaco creyó estar viendo la cara de aquel joven que había aparecido de la nada en el instante de su vida que más había deseado que apareciera alguien, aquel joven que había evacuado un edificio entero llamando puerta por puerta a las casas de los vecinos que dormían ajenos al derrumbamiento del ático, mientras descendía por las escaleras, tirando del brazo de una muchacha que le había caído del cielo, y que minutos más tarde, miraba con gesto contrariado la fachada de la finca. Aquella noche eran las luces de las ambulancias y el coche de bomberos, las que bañaban su rostro, pero Chintaco, igual que ahora, pensó que toda esa luz le salía de dentro.
—¿Confías en mí? —había preguntado en aquella ocasión. Ella lo hizo, y desde entonces no había dejado de hacerlo, de hecho, Renesto era la única persona en la que confiaba de verdad. Su carácter podía resultar extraño, pero para Chintaco, era un ser sin esquinas o rincones oscuros, alguien sincero hasta el conflicto, que amaba la libertad por encima de todas las cosas, que no posaba nunca ni cedía un ápice de su honestidad.
Luego resultó que las coincidencias no acababan allí. Fue meses después, rememorando lo sucedido, cuando Renesto le confesó lo asustado y confundido que se había sentido en la excitación de los primeros minutos después del derrumbamiento, pues hacía pocas semanas que se había separado de su novia y con ella estaba teniendo una pesadilla por imaginarla todavía a su lado, en aquella habitación, tumbada en la cama, en el hueco donde los escombros del techo le habían traído a otra chica para rellenar un vacío, porque como él decía, los huecos no eran más que posibilidades dentro del espacio hacia donde podías trasladarte para ocuparlos, pero los vacíos eran zonas oscuras, asfixiantes, llenas de recuerdos, donde no cabía nada más y de los que era mejor alejarse.
Aquella experiencia había dado un giro completo a sus vidas, y poco a poco, según se fueron desarrollando los acontecimientos, descubrieron que los cambios tenían sentido, que la voltereta había sido a mejor, que el cambio era necesario aunque se resistieran a reconocerlo, y que la transformación les había convertido en mejores personas, colocándolos en una posición aventajada a la hora de afrontar el destino.
Ahora, Chintaco se preguntaba qué ocurriría, si aquella muerte inesperada volvería a desbaratar sus planes igual que el derrumbamiento, si sabrían llevarlo por el cauce adecuado y sacar provecho de una crisis de esas características para que no terminara siendo un cisma. Lo único importante, sin duda, era no perder a su amigo en el proceso.
Renesto seguía sin pronunciar una palabra, así que Chintaco asumió rápidamente la labor de voz, y cuando en el mostrador de la recepción del tanatorio, la funcionaria se los quedó mirando, ella preguntó por el padre de su amigo. Sala treinta y tres, fue la respuesta. Luego, justo cuando se disponía a ir en su busca, se detuvo un instante, se mordió el labio inferior, y dirigiéndose de nuevo a la mujer lacónica, la interrogó brevemente acerca de la madre de Renesto. Tras consultar varias veces el registro con asombro, la encargada puso cara de pena y contestó señalando con el dedo por encima de sus hombros:
—Sala treinta y tres, al fondo de aquel pasillo.
El refectorio estaba lleno de gente a la que Renesto no había visto nunca. Todos guardaron silencio cuando lo vieron aparecer. Después, uno a uno, fueron colocándose casi en fila, esperando el turno para dar el pésame al joven huérfano. Con sutiles variaciones, la escena se repitió de la misma forma. Alguien se aproximaba a Renesto, le daba la mano, lo besaba en la mejilla o lo abrazaba, le comunicaba lo mucho que sentía aquella pérdida, lo informaba de lo buenas personas que habían sido sus padres, y lo animaban a ser fuerte en la adversidad, a seguir adelante a pesar de todo. Sólo un elemento surgió de pronto de aquella cortina de rostros apesadumbrados, y rompió radicalmente la tediosa dinámica. Chintaco había reparado en ella antes que los demás, pero pronto captó la atención de todos los asistentes. Una mujer joven, de edad inclasificable, alta y exuberante, con una melena oscura y tez morena, que vestía un traje ceñido de color ámbar que destacaba inapropiadamente por encima del paisaje de ropas grises, entró en el velatorio y se dirigió con paso determinante hacia ellos, contoneando las caderas de tal manera que arrastró las miradas de la concurrencia masculina, esquivando a la gente con habilidad, sin pedir permiso, abriéndose paso hasta colocarse frente a Renesto. Chintaco jamás había visto a una mujer tan atractiva, tenía un magnetismo que dejaba sin aliento.
—Tu padre sabía que estabas destinado a hacer grandes cosas —susurró sin siquiera presentarse, con un acento marcadamente latino americano. Por fin, el rictus inalterable de Renesto, cambió para arrugarse—. Aún queda tiempo —añadió acariciándole la mejilla, y acto seguido, se dio media vuelta y se marchó por donde había venido.
Renesto permaneció el resto de la tarde y la noche entera junto a la vitrina que albergaba los cadáveres de sus padres. Se le agolpaban tantos recuerdos, tantos pensamientos que se entrelazaban, tantas incógnitas de ida y vuelta, cuestiones que desentrañar, anécdotas que evocar o tratar de ahuyentar, y decisiones que tomar, que ni siquiera sintió el sueño, la sed, el hambre, o lo entumecidas que tenía las piernas, hasta que Chintaco regresó, y se incorporó para recibirla. Se mareó, sus rodillas cedieron y se doblaron, y se desplomó como un muñeco de trapo. Sólo entonces la maquinaria cesó, y se dejó cuidar un rato. Acababa de amanecer cuando su amiga lo arrastró a la cafetería y lo obligó a tomar una tostada y un café. Mantuvieron conversaciones sucintas y despaciosas. Había un montón de cosas que hablar, pero solamente charlaron de trivialidades porque ambos sabían que no era el momento para nada más. Él tenía su mano entre las de ella, y dejaba que se la apretara, arañándole la palma y jugueteando con sus dedos. Nada le resultaba más reconfortante que esa sensación, y la primera vez que lo había experimentado, había sido con ella.
Chintaco tenía los ojos hinchados de tanto llorar, pero no había permitido que nadie, y menos su amigo, la viera hacerlo. Alguien se acercaba a ella, le contaba alguna experiencia que había compartido con los fallecidos, y entonces sentía cómo un nudo se le subía bruscamente desde el estómago a la garganta, de tal forma que no le quedaba más remedio que huir rápidamente, salir fuera o encerrarse en el baño, y romper a llorar casi como un escopetazo. La pena se le acumulaba como una inflamación hasta que drenaba por sí sola, y vacía de ella, volvía a entrar, repitiendo la operación una y otra vez, como si estuviera recogiendo la tristeza de todos, barriéndola para expulsarla lejos de allí, sacándola al exterior para que se la llevara el viento.
Renesto en cambio, no había derramado ni una sola lágrima. Mantenía los párpados entornados como si estuviera ido, como si en realidad estuviera en otro sitio, y quizá así fuera, un sitio que solía frecuentar a menudo, donde se sentía más cómodo, donde todo estaba en su sitio, donde tenía el control y las cosas sucedían tal y como él quería, el rincón de todas sus fantasías.
Chintaco, igual que en numerosas ocasiones, a veces para apaciguarlo y otras para hacerle reír, le acarició los ojos suavemente y dijo:
—¿Sabes que la piel de los párpados es la más delicada de todo el cuerpo?
Renesto sonrió. No tardaron en venir a buscarlos.

LADY

Renesto no se molestó en llevar la contraria, estaba demasiado cansado, y según los designios de su familia, la ceremonia se ofició por el rito cristiano en la capilla del cementerio, a pesar de que él era consciente de lo mucho que eso habría irritado a su padre. Simplemente pensó que aquel trámite frente a lo divino nada tenía que ver con el alma del muerto, sino que se correspondía con la necesidad que tenían aquellas personas de calmar su espíritu. No obstante, bastaron dos frases del cura, para que Renesto chistara con la lengua, y negando con la cabeza agachada, se marchara de allí ante la atónita mirada de los presentes, que iniciaron un murmullo de comentarios hasta que el sacerdote reanudó el sermón.
Se sentó en las escaleras de entrada a la capilla y maldiciendo entre dientes, encendió un cigarro y le dio una profunda calada.
—¿Pasa algo? —lo sobresaltó la voz femenina de alguien que estaba detrás de él.
Al girar la cabeza comprobó que se trataba de la mujer del traje ámbar, que también fumaba, apoyada contra el muro de piedra que rodeaba el santuario. Renesto sintió una inexplicable complicidad con aquella mujer, quizá porque al igual que él, había eludido asistir a la misa, o por lo poco convencional de su modo de actuar en una situación como aquella, sonriendo casi sin parar cuando se suponía que debía hacer lo contrario, o quizá, simplemente porque era tremendamente guapa y el sentía una atracción inmediata hacia los hombres y las mujeres así. En cualquier caso, fue por algo de eso que no se escabulló de la conversación con un escueto “nada” pronunciado con desidia para dar por zanjado el asunto.
—El tipo de la sotana —respondió con sarcasmo para que se notara un leve desprecio—. Va, y dice que no estemos tristes, que mis padres están en un lugar mejor, no te jode.
—¿Quién sabe?, la gente necesita creer en algo —anotó ella, y lo miró fijamente entornando los ojos—. De todas formas, dios es otra cosa.
Había algo en su escepticismo o en su mirada que lo dejó sin palabras. Las dos veces que aquella mujer le había dicho algo, Renesto había sentido el impulso de recapacitar sobre ello, y eso también le gustaba. Según su padre, sólo la gente interesante invitaba a reflexionar cuando hablaba, para él era un rasgo de personas inteligentes. En aquel instante, Renesto sólo acertó a preguntarse en qué creía él, si es que creía en algo.
—¿Y tú, en qué crees? —provocó a la mujer.
—Yo creía en tu padre —contestó sin pensárselo dos veces.
Renesto dio un respingo. Todo en aquella desconocida le parecía desconcertante.
—¿Quién eres?
—Me llamo Lady.
Lady parecía saber muchas cosas sobre él, pero Renesto, de ella, sólo conocía su nombre. Eso, unido a la indudable sensualidad que le transmitía su acento y su forma de hablar, lo colocaba en una posición de desventaja que en condiciones normales no le habría gustado nada, sin embargo, había algo en aquella vulnerabilidad, en el poco control que tenía sobre los factores de aquel encuentro, que lo sedujo definitivamente, o por lo menos, lo estimuló a adentrarse sin miramientos.
—¿De qué conocías a mi padre?
—Coincidimos en un avión —respondió, y su sonrisa se ensanchó. Tenía los dientes enormes y muy blancos.
—¿Y os hicisteis amigos? —Renesto odiaba tener que moderar cualquier conversación. No era su estilo. Normalmente eran los demás los que le tiraban de la lengua a él. La mayoría de las ocasiones porque no tenía nada que decir o porque no le interesaba lo que se estaba debatiendo, otras, porque si alguien quería contarle algo, no veía necesario tener que participar para que lo hiciera. Pero ahora, estaba realmente intrigado, y las respuestas de ella no hacían más que incrementar su deseo de saber más.
—Bueno, no exactamente, eso sucedió después —Lady rebuscó en el bolsillo interior de su chaqueta, sacó una hoja de periódico doblada en dos partes y se la ofreció.
—¿Qué es esto? —preguntó él mientras lo cogía.
—No lo leas ahora —le aconsejó.
Renesto obedeció y lo guardó en el pantalón.
—¿Recuerdas el incidente de aquel vuelo transoceánico en el que tu padre se vio envuelto?
Claro que se acordaba, como para no acordarse, salió en todas las televisiones. Su padre no había vuelto a ser el mismo desde entonces. Aquella experiencia misteriosa de la que guardaba un secretísimo absoluto sin desprenderse de ningún detalle por mucho que alguien indagara, lo había cambiado por completo, volviéndolo más hermético, más huraño y solitario.
—Éste es el artículo que escribí para la revista en la que trabajaba después de varias averiguaciones. Nunca llegaron a publicarlo.
Renesto estaba paralizado. La misma pregunta martilleó su cabeza en los segundos que duró el silencio. Lady, como si le hubiera leído el pensamiento, agregó:
—Sí, yo estaba sentada a su lado en el avión cuando todo aquello sucedió.
—¿Qué ocurrió exactamente? —pero la pregunta de Renesto se perdió en el aire, cuando las puertas se abrieron y apareció Chintaco, con la urna que contenía las cenizas de sus padres entre los brazos junto al pecho, y una comitiva de asistentes detrás de ella.
La joven quiso lanzar una mirada de recelo a la mujer de ámbar, pues era evidente que acababa de interrumpir una conversación íntima o intensa a juzgar por la pose de disimulo mal fingido que habían adoptado, pero como de costumbre, se hizo la tonta y se reservó cualquier muestra de celos para sus adentros. Habría querido echarle una mirada que reflejara cómo se sentía, pero nunca había sabido hacer eso. También habría querido preguntarle a Rene de qué estaban hablando, pero se había habituado a no inmiscuirse en los asuntos de los demás por miedo a resultar grosera, entrometida o inoportuna.
—Han mezclado ambos restos —le comunicó mientras le entregaba la urna—. ¿Y ahora?
Renesto sabía que sus padres deseaban ser incinerados, pero tras rechazar la posibilidad que les habían ofrecido en el crematorio de reservar un nicho en el propio cementerio para depositarlas, o dejarlas descansar, como ellos mismos habían expresado, ahora, no sabía qué hacer con ellas. La gente se agolpaba a su alrededor. Tampoco eran demasiados. Algunos ya se dirigían al aparcamiento para marcharse en sus coches, pero la mayoría los observaban expectantes. Su tío y algunos familiares cercanos hicieron el amago de aproximarse a él, supuso Renesto que para despedirse y volver a compartir sus condolencias. Él no quiso darles esa oportunidad.
—Vayámonos ya —le dijo a Chintaco.
Y con un “gracias a todos” y un falso “estaremos en contacto”, pues no tenía la menor intención de verles en mucho tiempo si no era estrictamente necesario, y acompañando esas dos frases de un movimiento de la mano a modo de despedida, agarró la urna con un brazo, a su amiga con la otra mano, y se marcharon de allí. Sin embargo, cuando llevaba unos diez metros recorridos, sin saber muy bien por qué, se dio la vuelta y dirigiéndose a Lady, alzó la voz:
—¿Vienes?
Dio la casualidad de que Lady se había desplazado hasta allí en transporte público, o eso es lo que dijo, por lo que no rechazó la oferta de volver en coche con ellos. Renesto tenía la sensación de que algo se había quedado a medias o una vaga intuición de que aquella mujer podía ayudarlo de alguna manera, lo habían impulsado a invitarla.
—¿Y bien, dónde hay que dejarte? —se dirigió Chintaco hacia la desconocida mientras conducía, preguntándose cómo podía llevar una falda tan corta, echándola un rápido vistazo por el espejo retrovisor, consciente esta vez de que había dejado que su pregunta sonara un poco insolente.
—Una vez estemos en el centro, me las apaño, pero si me dejas cerca de la estación de autobuses, mejor —le aclaró Lady en un tono neutral, sin inflexiones en la voz. Se había dado cuenta de que no le caía simpática. Aquella chica que conducía era del todo transparente.
—¿Te marchas de la ciudad? —intervino Renesto.
—Estoy deseando volver a mi isla —fue la respuesta entusiasta de Lady.
—¿Dónde se supone que es eso? —indagó Chintaco, quien se sintió un poco avergonzada por el modo de preguntarlo.
Había algo en Lady que ocupaba un espacio exagerado, una serie de aspectos no intencionados, que no dejaban hueco para nada más. Sus ojos y sus labios enormes, cómo le brillaba la mirada, su acento, el volumen que adquiría al hablar, el tono desenfadado que imponía a todo lo que decía, su pecho abultado, sus caderas, su peinado fosco y su forma de vestir. Un conjunto de cualidades que seguramente resultaban arrebatadoras para un hombre, pero que a Chintaco, opuesta en su esfuerzo por ser tímida, anónima o invisible, la hacían desconfiar. Tenía la tendencia a no fiarse de quienes por circunstancias naturales ostentaban cierto poder sobre los demás, aquellos demasiado guapos, demasiado listos, demasiado carismáticos, más que nada, porque le parecía injusto, e incluso peligroso.
—San Borondón —contestó ella con una carcajada breve pero encantadora.
—Nunca he oído hablar de ella —dijo Renesto frunciendo el ceño y dedicándole a Chintaco, de soslayo, una fugaz mirada que la reconfortó.
—¿Nunca oíste hablar de la isla fantasma? —y al decir esto, Lady se incorporó del asiento trasero y colocó la cabeza entre los delanteros como si fuera una niña pequeña.
—Mira Lady —y Renesto adquirió de pronto un tono fraternal, como si estuviera sacando paciencia de donde no le quedaba—. Desde que has aparecido, todo lo que me cuentas parece un acertijo.
—Un poco críptico, ¿verdad? —y Lady soltó de nuevo una pequeña risa que sonaba como el maullido de un gato.
—A mi padre le encantaba esa palabra —y no pudo ocultar la pena que le causaba mencionarlo.
—Lo sé —apuntó ella acariciándole un poco el pelo, lo cual hizo que Renesto diera un leve respingo.
—¿Lo conocías bien, verdad? —añadió él arrastrando las palabras, como rendido de tristeza, como si por un instante, frente a ella, hubiese derribado todas las barreras que le imponía su carácter combativo.
—Se pasó toda la vida resolviendo ecuaciones, ¿cómo no le iba a gustar esa palabra? —dijo ella.
—Toda la vida —repitió Renesto despacio, como si estuviera pensando en alto.
—Tu padre pasó mucho tiempo en la isla. A menudo venía con tu madre. Les encantaba, pero ella no quería dejar su ciudad natal, su barrio, y por supuesto… —volvió a acariciarle un mechón de pelo a Renesto y un escalofrío le recorrió todo el cuerpo—. No quería separarse de ti.
Renesto se frotó la cara con ambas manos. Parecía que se iba a echar a llorar. Pensar en su padre le resultaba muy doloroso, pero acordarse de su madre era insoportable. Estaba familiarizado con esas escapadas de sus padres, cada vez más frecuentes, y de sus estancias cada vez más prolongadas en una casa junto a la playa, pero carecía de más datos al respecto. ¿Por qué no le habían contado nada sobre aquella isla, porqué no les habría preguntado más?
—¿Estás bien? —intervino Chintaco preocupada aun a sabiendas de que la pregunta volvía a estar fuera de lugar, ya que resultaba obvio y no merecía respuesta.
Renesto miraba la urna fijamente, recapacitando, dejando que la idea que acababa de ocurrírsele, tomara forma.
—Quizá deberíamos llevar sus cenizas a esa isla —dijo al fin cuando supo materializar lo que le rondaba la cabeza.
—Me parece una idea estupenda —se apresuró a decir Lady.
—Podríamos acompañarte ahora mismo —Renesto se giró para mirarla entusiasmado con la idea.
—Por mi perfecto, tarde o temprano habrías tenido que conocerla.
—Pero yo no puedo ir, tengo un montón de trabajo en el laboratorio —anotó Chintaco un poco agobiada con el cariz que estaban tomando los acontecimientos, realmente frustrada o nerviosa de imaginarse a los dos en una playa.
—Yo sin ti no voy a ningún sitio —afirmó entonces Renesto, y Chintaco sintió un alivio instantáneo.
Para cuando llegaron a la estación de autobuses, la decisión ya estaba tomada. Lady partiría hacia la misteriosa isla, que supuestamente, según les explicó, se hallaba en algún punto situado cerca de la costa occidental de África, en pleno océano Atlántico, entre los trópicos. Renesto trataría de organizar el viaje en función de las indicaciones que la latinoamericana le enviara por correo electrónico, y de paso, daría tiempo a su amiga para que avisara en el trabajo de las próximas vacaciones forzosas, algo así como una breve excedencia por motivos personales.
—No encontrarás nada en internet, así que no busques el aeropuerto, hoteles, ni siquiera su latitud, su longitud, su demografía, fauna o flora —le aconsejó Lady soltando una carcajada—. Te escribiré en cuanto llegue, muchas gracias —Luego se bajó del coche, les guiñó un ojo de un modo encantador y se alejó bamboleando sus caderas como si estuviera bailando.
En cuanto salió del coche, se produjo un vacío automático, como si entrara aire de repente, y Renesto y Chintaco regresaron a su habitual silencio cargado de pensamientos que de alguna manera compartían sin pronunciar una sola palabra. Para él era un plan perfecto. Nada le apetecía más que salir de allí cuanto antes. Necesitaba cambiar de aires, desconectar, tiempo y espacio para pensar con claridad. Nunca se le habría ocurrido, pero ahora que se le presentaba la oportunidad, no tenía la menor intención de dejarla escapar. El modo en que la casualidad le había ofrecido esta vía de escape en el peor momento de su vida, era demasiado tentador, aunque la intuición le decía que no había sido del todo casualidad. Por otro lado, sentía una curiosidad enorme por aquella isla, la necesidad de rastrear ese ámbito de la vida de sus padres, que tanto se habían molestado en ocultar. Poco podía hacer ella al respecto. Quería estar junto a su amigo en aquel lance, jamás se habría perdonado no acompañarle, sabía que si no lo hacía acabaría arrepintiéndose tarde o temprano. Desde que se conocían, nunca se habían separado. Se habían visto todos los días sin excepción, y aunque tampoco era muy normal, no iba a romper esa costumbre precisamente ahora.
—¿Te quedas a dormir? —le pidió él cuando aparcaron frente a su casa, y aunque no sonó a súplica, Chintaco no tuvo duda de que lo era. Conocía esa manera de apretar los labios y mirar hacia otro sitio, y siempre significaba “por favor”.
—Claro.
—Shisha, shisha —le agradeció él en su idioma inventado, sonriendo con melancolía y acariciándole la mejilla.
Chintaco le devolvió la sonrisa, y de nuevo, se guardó sus inquietudes para otro momento que quizá nunca llegaría. Temía que la ilusión de su amigo fuera tan fugaz como un espejismo, aquél en el que en su opinión se había sumido. Temía que todo fuera una de esas fantasías para evitar que la realidad le doliera tanto, y que la caída sería aún peor, pero una vez más en sus vidas, no había otra manera de afrontar los hechos que dejándose llevar.

GORRIONES AL ATARDECER

Ya en casa, calentaron una sopa de sobre caliente y prepararon una ensalada de tomates con queso feta.
—¿Nunca te habló de esa isla? —Chintaco tenía la cabeza inclinada sobre su plato humeante y soplaba suavemente la primera cucharada de sopa acercándosela a la boca.
—Se había vuelto muy reservado —contestó justo antes de sorber de su cuchara sin esperar a que se enfriara—. Algo me comentó mi madre en alguna ocasión, pero no le presté atención —se odió para sus adentros por esa maldita manía de oír lo que le decían sin escuchar realmente, acoplando el oído y contestando con monosílabos—. Pensaba que era otro de sus viajes para conocer mundo, los últimos diez años habían tomado la costumbre de hacer por lo menos uno al año.
—Hablaba todo lo que tu padre callaba, ¿no crees? —agregó ella con nostalgia.
Cuando les invitaban a comer algún fin de semana, Chintaco siempre terminaba con la madre de Renesto en la cocina, manteniendo interminables charlas distendidas sobre cualquier frivolidad mientras éste se iba a leer al salón y su padre se encerraba en el despacho. Renesto asintió, sorprendiéndose al comprobar, que igual que hacía con su madre, tampoco había escuchado lo que le acababa de decir su amiga. No había reparado en ello, pero las dos se parecían mucho, no sólo en la consunción de su físico, su tez pálida, su pelo oscuro y sus manos delgadas, sino también en el perfecto modo en que escuchaban a los demás y la paciente resignación que adoptaban cuando los demás no las escuchaban a ellas.
—No siempre fue así —dijo refiriéndose a su padre—. Antes nos contaba todo lo que pensaba, las historias de los libros que leía, los problemas a los que se enfrentaba en sus experimentos aunque nadie entendiera nada, los ingenios que se inventaba, no sé, era como si nos utilizara para expresar en alto sus inquietudes y sus ideas, todo aquello que le entusiasmaba, como si al darle forma de esa manera, al materializarlo en palabras y contrastarlo en voz alta, pudiera saber mejor qué era aquello en lo que estaba pensando —Renesto suspiró—. No hablaba con nosotros, la mayoría de las veces lo hacía para sí mismo. Parece egoísta, pero a nosotros nos gustaba.
—¿Qué pasó? —intervino Chintaco mostrando interés.
—Se encontró con un problema que no pudo resolver, algo que le superó —tenía la cuchara suspendida en el aire, entre el plato y la boca, y los ojos entornados, como si estuviera mirando un punto muy alejado de donde estaban—. Encalló en una de esas ecuaciones de los cojones, realmente naufragó en ella, dejó de afeitarse, se descuidó. —De pronto salió del recuerdo en el que estaba absorto, engulló lo que le quedaba en el plato, y concluyó—. Yo qué sé, se obsesionó, simplemente eso.
—Como tú con tu música, pura obsesión —se burló de él. Siempre le recriminaba que no pudiera pensar en otra cosa que sus historias o sus canciones las veinticuatro horas del día.
Renesto le dedicó una mueca de ojos entornados y sonrisa falsa.
—Era enternecedor —añadió ella al evocar en su memoria el aspecto de aquel hombre mayor que salía de su despacho con el pelo revuelto, la barba desaliñada y una bata desteñida y llena de agujeros que se resistía a tirar.
—Si, no sé.
—Un auténtico científico, siempre concentrado, siempre pensando en otra cosa, relacionando todo lo que le rodeaba con aquello que le apasionaba. Ojalá yo fuera así.
—Lo eres, pero no te das cuenta —apuntó Renesto con malicia.
—Me temo que no —suspiró—. Me despisto con el vuelo de una mosca.
—Eso no es despistarse, sólo distraerse un poco —se burló.
Renesto se acordó de cómo su padre podía pasarse horas enteras observando detenidamente el baile de las moscas que se arremolinaban bajo la lámpara del salón en las tardes de verano, como si intentara desentrañar las causas de un fenómeno tan singular.
—Tú sabes bien de esto, ¿verdad? —dijo Chintaco con ironía—. Siempre buscando la inspiración por los rincones, cualquier detalle minúsculo en el que nadie se ha fijado que te ayude a escribir tus historias.
—Muy graciosa.
—En el fondo, te pareces más a tu padre de lo que crees.
Renesto pensó que probablemente estaba en lo cierto, además, no era la primera vez que se lo decían. Y entonces, recordó las últimas palabras que le había dicho su padre, justo antes de subir al coche, minutos antes del terrible accidente, en un tono extrañamente confidencial, con una seriedad que le puso los pelos de punta, como intentando captar toda su atención para que no se le olvidara ni una letra:
—¿Sabes por qué los gorriones y las golondrinas se vuelven locas cuando está a punto de atardecer? Para que personas como tú y como yo nos preguntemos cuál es el motivo.
Eso fue lo último que dijo. Tan abstracto como siempre, casi como mirar un cuadro. No era la primera vez que tocaban el tema. Renesto le había hecho esa pregunta un millón de veces cuando aún era un niño. Siempre se quedaba hipnotizado cuando los pájaros se ponían a revolotear en bandadas inmensas por encima de los edificios describiendo lazos caóticos de ida y vuelta en el aire, piando como locos. Dejaba lo que estaba haciendo y permanecía un rato hechizado con el espectáculo, y a menudo, cuando había algún adulto cerca, lo atosigaba para obtener una respuesta que explicara aquél fenómeno, aunque ésta nunca lo satisfacía y terminaba por inventarse una a su medida. La que más le gustaba, era aquella de que sencillamente se despedían del sol, antes de que se apagara, como si los pájaros fuesen capaces de un ritual de esas características.
Ahora, su padre se despedía de él respondiendo a aquella pregunta. Casi como cuando le explicaba en qué consistía su trabajo: “Alguien observa una cuestión o tiene una idea, otro la estudia y analiza, otro se la cuenta a los demás, y luego, habrá quien la utilice y la aplique, quien la mezcle, quien la enseñe, y por supuesto, siempre habrá alguien que saque tajada con la invención”. A él le gustaba más aquella definición corta que a veces utilizaba: “Yo, hijo mío, hago que las hipótesis se conviertan en axiomas, demuestro las teorías, las hago tan reales como que uno más uno son dos”. Aunque incluso de eso dudaba Renesto, ya que para él, uno más uno eran dos sólo porque algún profesor le había dicho que era así, pero, ¿y si se equivocaba? ¿Y si todos estaban equivocados? Cuando compartía estas dudas absurdas con su padre, éste reía a carcajadas y luego respondía: “¡Exacto!”.
Le había parecido extraño. No venía a cuento para nada. Esa frase, justo antes de morir, como si hubiese querido decírselo antes y supiese que no habría otra oportunidad de hacerlo. Su madre no había hablado, ni había dicho nada, lo cual era igualmente extraño. La conocía muy bien y le pasaba algo. Renesto recapacitó durante unos segundos. Quizá ya lo había hecho, y recordó el modo excesivamente sincero o dramático con el que le había hablado en el mercado, la misma mañana del accidente, como haciendo una lista de lo único importante, mirándolo directamente a los ojos y asegurándose de que en aquella ocasión, él la estaba escuchando:
—Te quiero muchísimo cariño —y después—. El final sólo es el principio de otra cosa, eso dice tu padre —y más tarde—. Deberías llamar a tu hermano.
Todo aquel día se le presentaba en fotogramas que no le dejaban tranquilo. Hacía sólo tres días, era normal, pero Renesto presentía algo más. No podía dejar de pensar en el comportamiento inusual de sus padres y la misma cuestión le martilleaba el cerebro sin tregua: ¿Y si sus padres sabían que iban a morir? Y como siempre: ¿Por qué él había salido ileso?
—Si eso fuera cierto, ¿por qué no aprovechó para despedirse como dios manda, por qué no te habló de la isla, de los preparativos para dejarlo todo atado, por qué no te explicaron las cosas a las claras directamente? —Chintaco lo miraba con escepticismo.
Renesto sabía que su amiga tenía razón. Solamente ella toleraba a menudo aquellos desvaríos de su imaginación, pero en esta ocasión era demasiado. Debía admitir que su pasión por las teorías conspirativas, su fe en los hilos que no se ven, su creencia en causas y consecuencias que estaban más allá de su entendimiento, habían llegado demasiado lejos en aquel caso. Se nutría de esa clase de ilusiones para construir sus ficciones, pero debía aprender a dejarlas de lado en determinadas circunstancias.
—Tienes razón, es una soberana estupidez —dijo para convencerse a sí mismo.
—Quizá tus padres intuyeron que algo malo estaba a punto de suceder. Eso es todo. Cosas así pasan todos los días. Todas las personas son un poco videntes a su manera —anotó ella.
—De todas formas —añadió—. Si mi padre hubiese querido despedirse, no lo habría hecho directamente, lo conozco bien, bueno, lo conocía —y la tristeza afloró durante un instante al darse cuenta de que por muy presentes que estuvieran, debía empezar a hablar de ellos en pasado—. Quiero decir, que habría usado una frase muy parecida a la que me dijo.

EL AVIÓN QUE NO PODÍA VOLAR

Un silencio necesario se adueñó del salón. Renesto se levantó, encendió la televisión a un volumen inaudible, y se sentó en el sofá. Chintaco dejó de pensar, estaba agotada, se tumbó junto a él, y pronto se quedó dormida. Era pronto para sacar conclusiones, y aunque en toda aquella historia había nudos que desenredar y muchas piezas que encajar en su sitio, lo más inteligente era dejar que las cosas fueran cayendo por su propio peso, sentir, padecer nada más, dejarlo salir, curarse poco a poco si es que alguien podía recuperarse de un golpe así, y cerrar puertas y ventanas para poder continuar con su vida. De momento tenía un viaje que planificar, y un último deseo, el de su madre, por cumplir: debía llamar a su hermano. Se quitó la chaqueta y arropó a su amiga. Luego fue a la habitación, y al quitarse los pantalones para ponerse el pijama, una hoja de periódico doblada salió despedida por los aires y cayó en el colchón. Acomodó la almohada en el cabecero de la cama, encendió la luz de la mesilla, suspiró, desdobló la hoja que le había dado Lady, y se dispuso a leer: “El avión que no podía volar”, dictaba el titular. Un poco sensacionalista, pensó Renesto:

“El vuelo número 2509 proveniente de Islandia con destino Madrid ha estado a punto de estrellarse en mitad del océano Atlántico. Por razones desconocidas, la noche del 13 de Marzo, exactamente a las cuatro en punto de la madrugada, hora de procedencia, el avión de pasajeros modelo Boeing 747 con 200 pasajeros en su interior, interrumpe bruscamente la conexión y las emisiones de localización quedan completamente anuladas en una latitud y una longitud predeterminadas.
Según los informes de la policía nacional española, a las cuatro y cuatro minutos de esa misma noche del 13 de Marzo, una llamada anónima desde un número fijo privado 300 33 00 con prefijo 91, informa a la centralita de la comisaría provincial de Madrid, distrito 28043, que el vuelo hacia Madrid con número de referencia 2509 está cayendo en picado. Ante la desconcertante respuesta de la receptora, el interlocutor, confuso y excitado, cuelga.
Un minuto después de esa inquietante llamada, el aeropuerto de Barajas recibe un aviso urgente desde el mismo número de teléfono, comunicando un incidente idéntico. Cuando Rosa Martínez, personal en turno de noche de la terminal uno para vuelos internacionales, con chapa número 22, pide al interlocutor que se identifique, éste se presenta con el nombre de Amaya Gutiérrez con un tono de voz extremadamente nervioso. Rosa se pone inmediatamente en contacto con el responsable directo superior en el escalafón. Se suceden una serie de llamadas, que tras confirmarse, colocan al aeropuerto de Madrid en estado de alerta. Rosa deja a Amaya a la espera tratando de calmarla en los minutos siguientes, pero al poco rato, ésta desconecta el aparato.
A las cuatro y cuarto, una serie consecutiva de llamadas colapsan las líneas telefónicas del aeropuerto madrileño e islandés. La identidad de los cientos de llamadas, coinciden con los titulares del pasaje número 2509. Los mensajes son anuncios ininteligibles desde los móviles, que describen una situación caótica, incierta y dudosa en el interior del avión. Se trata en su mayoría de preludios de una catástrofe que no llega a suceder, misivas de socorro difusas que reflejan una situación de histeria colectiva frente a un suceso que parece inminente pero que a lo largo de la hora posterior al primer comunicado no alcanza su culminación.
Después de confirmar por radar la extraña desaparición del artefacto y tras la autorización del ejército islandés, un operativo de salvamento parte a las nueve y media de la mañana del centro de operaciones militares del aeropuerto de Keflavic, hacia el lugar exacto donde supuestamente se perdió contacto con el aparato.
La mañana del 14 de Marzo, en los noticiarios de todas las cadenas de la televisión española, y pronto a nivel internacional, en continuos avances informativos, una selección de imágenes captadas por el ejército de salvamento marítimo muestran, por un lado, la enorme eslora del vuelo comercial 2509 posada encima del mar como un cascarón de nuez, flotando inmóvil en medio del violento oleaje, por otro, varios cortes del rescate de los pasajeros, y finalmente, el hundimiento del mismo con la mitad de su estructura sumergida en el mar. Los medios de comunicación realizan un análisis profundo, documentándose exhaustivamente sobre el caso y establecen en diversas planas, entrevistas y tertulias, un sinfín de hipótesis que no hacen sino extender la leyenda entre la población de medio mundo, una noticia que se transforma en mito, y que finalmente se irá desvaneciendo a lo largo del mes siguiente al accidente.
Después de un largo proceso en el que se interrogó uno a uno al personal y los pasajeros del vuelo 2509, la investigación ha concluido con la teoría de que al ser un Boeing, la nave no cayó a plomo como habría sucedido con un Airbus, sino que planeó hasta llegar al mar. Según fuentes oficiales, la caja negra del aparato no reveló anomalía alguna en la actuación del comandante, la tripulación de a bordo, así como en el funcionamiento de los motores, pero sí un cese sin precedentes en el registro de datos que duró aproximadamente quince minutos.
Se han escrito muchas hipótesis con respecto a lo sucedido aquella madrugada. Yo no pretendo arrojar luz sobre el asunto. Sin embargo, como pasajera del vuelo 2509, sí puedo asegurar que el argumento que me parece más convincente, sigue siendo el que habla de un avión que durante quince minutos, perdió la capacidad de volar.
Algunos dicen que fue un milagro. Yo estaba allí, y lo único que me atrevo a afirmar es que lo que ocurrió aquella noche fue solamente un aviso, y que quien quiera que conozca la verdad, ha decidido guardarla en secreto. Sus razones tendrá. Quizá no estemos preparados para conocer esa verdad. Quizá nunca lo estuvimos y quizá nunca lo estemos.”

Renesto leyó varias veces el último párrafo. Luego dejó la hoja extendida a un lado de la cama, se dejó resbalar hasta estar tumbado boca arriba, y se quedó mirando el techo. ¿Quién no conocía aquella historia? El artículo de Lady no le proporcionaba ningún dato distinto, nada nuevo que pudiera interesarle, tan sólo la opinión de alguien más. Sin embargo, aquella mujer que parecía conocer bien a sus padres había decidido entregarle aquel recorte en el mismo funeral, y ahora, él volvía a acordarse de aquel episodio en el que hacía tiempo que no pensaba. ¿Qué tendría que ver con ellos salvo por el hecho de que los dos estaban allí? Si lo que quería Lady era explicarle el modo en que se habían conocido, habría bastado con decírselo. Pero le había dado el artículo para que lo leyera, como si pretendiera otorgarle mayor importancia, sabiendo que removería muchos recuerdos, como regalándole la primera pista de un rastro que debía seguir. Su padre no se había prodigado en detalles, pero sin duda, aquella experiencia lo había dejado marcado para siempre. Después del incidente, había abandonado su trabajo para encerrarse en casa. Comenzaron sus escapadas, sus viajes, sus citas, salidas en mitad de la noche, sus explicaciones vagas y su silencio. Nunca más supo con exactitud quién era, qué lo movía o a qué se dedicaba. Renesto suponía que haber estado cerca de la muerte era motivo suficiente para provocar aquel cambio de actitud, pero no le cabía duda de que había algo más. Ahora, desenredar ciertos secretos se le presentaba como una prioridad, por encima de otras consideraciones.
Chintaco habló con su jefe de departamento y alegando problemas familiares, consiguió que le cedieran una semana de vacaciones. No fue difícil, no había faltado un sólo día en ocho años. Esto le dejaba a Renesto dos días laborables para preparar las cosas antes del viaje, pues no tenía intención de quedarse ni un minuto más de lo necesario. Cogió el ordenador, su bolsa de aseo y una mochila con un par de mudas limpias, y se trasladó a casa de sus padres. Las seis vueltas de la llave en la cerradura sonaron en su ánimo como los pesados tambores de una marcha fúnebre, y al entrar, percibió ese olor doméstico que depositan las personas en los objetos con los que conviven durante mucho tiempo. Respiró hondo, y como quien huye de una crisis de ansiedad, se ocupó rápidamente para no pensar.
No habían pasado ni dos horas desde que había llegado, lo justo para desayunar y sumergirse en decenas de recuerdos que iba extrayendo cuidadosamente de las estanterías para guardarlos en cajas de cartón, cuando el teléfono interrumpió bruscamente la pena de sus meditaciones. Por un instante, pensó en no cogerlo. Nada le habría horrorizado más que tener que explicar la situación a alguien que llamara sin saberlo. Finalmente, después de una interminable serie de timbrazos, descolgó. Era su tío.
—Me imaginaba que estarías ahí porque he llamado a tu casa y no lo has cogido —le informó. Después le avisó del motivo principal de su llamada. A lo largo del día había llamado al gestor que llevaba los asuntos de su padre para concertar una cita y arreglar la firma del testamento.
Acababa de colgar el auricular, cuando el teléfono sonó por segunda vez. Renesto contestó resueltamente pensando que sería su tío, que habría olvidado decirle algo, pero no, se trataba del gestor, un tipo de voz grave y gutural que ni siquiera se molestó en pedirle opinión, sino que se apresuró a citarlo para el día siguiente en la oficina del notario. Renesto apuntó la dirección en una servilleta de papel de la cocina. Antes de terminar, el sobrio administrativo le advirtió de que sería precisa la asistencia de los dos beneficiarios, él y su hermano, y le preguntó si sería posible que él mismo lo informara. Renesto respondió que sí, que él se encargaría, posiblemente porque de entre la cantidad de cosas que debían rondarle la cabeza, la de llamar a su hermano, aunque fuera sólo para cumplir uno de los últimos deseos de su madre, era una de sus prioridades, y de esta forma, no podría eludir la obligación de hacerlo. Colgó, recapacitó unos segundos, pensó en su hermano, cuyas facciones y cuyo rostro, curiosamente, después de cinco años, era incapaz de reproducir con exactitud, y de repente, el teléfono volvió a sonar.

… EL RESTO DE LA NOVELA EN www.ernestonoreste.com

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